domingo, 31 de julio de 2011

111. El primer libro de Lorca

A principios de abril de 1918, los prestigiosos talleres granadinos de la Tipografía y Litografía Paulino Ventura Traveset, imprimen un libro titulado Impresiones y paisajes de un semidesconocido estudiante universitario llamado Federico García Lorca.  El autor ya había visto escrito su nombre en letras de molde a través de distintos artículos suyos publicados en revistas y periódicos, el primero de todos aquel que tituló Fantasía simbólica dedicado a Zorrilla en el centenario de su nacimiento y publicado en el Boletín del Centro Artístico y Literario de Granada en febrero de 1917. Se conserva también un manuscrito suyo de 1916 que tituló Mi pueblo y que se considera el primer texto literario escrito por el futuro poeta; en él describe, con un estilo marcadamente escolar, su niñez en Fuente Vaqueros. Sin embargo, Impresiones y paisajes es su primer libro.
La obra recopila las impresiones surgidas de los viajes de estudio que Lorca emprendiera entre 1916 y 1917 de la mano de su maestro Martín Domínguez Berrueta, a la sazón catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Granada. Berrueta, inspirado en el ideario pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza, otorgaba a estos viajes una importancia capital para la formación intelectual de sus alumnos. Merced a ellos, Lorca tomó íntimo contacto con el patrimonio artístico e histórico de España y conoció a figuras como Machado, en Baeza, o Unamuno, en Salamanca, que debieron de influir en su vocación, aún dormida, de escritor.
Aunque el libro está en deuda con las tendencias literarias imperantes en la época (el impresionismo de Azorín en las descripciones;  el modernismo de Rubén Darío y el decadentismo de Juan Ramón Jiménez en la languidez estetizante; el regeneracionismo de Machado en la posición crítica ante los paisajes y sus gentes), lo cierto es que hay momentos en los que Lorca se despoja del inevitable peso de sus modelos y deja entrever estilos e ideas propiamente suyas.
Así, los reproches a los cartujos de Miraflores, en Burgos, en cuya clausura ve un acto de cobardía y egoísmo y un intento vano de purgar sus pecados porque “sepultan aquí sus cuerpos pero no sus almas” y "el silencio y la soledad son los grandes afrodisíacos"; les reclama, asimismo, abandonar su retiro y acudir al mundo, donde serán más útiles:

"Si estos hombres desdichados por los golpes de la vida soñaran con la doctrina del Cristo, no entrarían en la senda de la penitencia sino en la de la caridad. La penitencia es inútil, es algo muy egoísta y lleno de frialdad [...] debían no huir del mundo, como hacen, sino entrar en él remediando las desgracias de los demás, consolando ellos para ser consolados" 

Los aullidos de los perros que oye desde su celda del monasterio de Silos, son descritos tétricamente y se anticipa así a la importancia que estos animales tendrán en su poesía como símbolo de muerte y de desolación:

"Hay algo ultrafuneral que nos llena de pavor en el aullido del perro [...]. Sí, es la muerte, la muerte, la que pasa por los ambientes con su enorme guadaña ensangrentada que los perros ven a la luz de la luna... Es la muerte inevitable que flota en los ambientes en busca de sus víctimas, es la muerte el pensamiento que nos inquieta al conjuro diabólico del aullido... "

Del mismo modo, otro de los símbolos más lorquianos aparece ya en esta primera obra. La luna:

"La luna sale majestuosa entre montes. ¡Salud, compañera del viajero enamorado y sensual. Salud, vieja amiga y consoladora de los tristes. Auxilio de los poetas. Refugio de pasionales. Rosa perversa y casta. Arca de sensualidad y de misticismo. Artista infinita del tono menor. Salud, sereno faro de amor y llanto! ¡Ah los campos! Cómo renacen a otro mundo con la luna"

En la visita a un hospicio gallego, Lorca nos trae también su compromiso social; refiriéndose a la desvencijada puerta del hospicio, el poeta escribe:

“Quizás algún día, teniendo lástima de los niños hambrientos y de las graves injusticias sociales, se derrumbe con fuerza sobre alguna comisión de beneficencia municipal donde abundan tanto los bandidos de levita y aplastándolos haga una hermosa tortilla de las que tanta falta hacen en España”

Abundan en el libro sus ideas sobre el arte, en el que prima la emoción por encima de la factura. Ante una escultura del San Bruno de Pereira, Lorca afirma:

"Estamos en España soportando una serie insoportable de esculturas ante las cuales los técnicos se extasían, pero que no poseen en sus actitudes, en sus expresiones un momento de emoción"

Esta crítica, por cierto, habría de suponer la ruptura con su maestro Berrueta. 
Existen en el libro multitud de metáforas musicales (él era todavía más músico que escritor y, de hecho, dedica la obra a la memoria de su maestro de música Antonio Segura Mesa); hay un capítulo en el que Lorca explica que al tomar el órgano de la iglesia de Santo Domingo de Silos y tocar el allegretto de la séptima sinfonía de Beethoven, irrumpe un fraile que le ruega emocionado que siga tocando la pieza. Es quizás, el personaje más personal del libro y una muestra que Lorca saca conscientemente a la palestra para reafirmar su actitud vitalista, tan en contra de la clausura, representada en ese fraile nostálgico de la música del siglo, encerrado ahora en el triste canto gregoriano. Por cierto, se sabe que este fraile era Ramiro de Pinedo, gran amigo del pintor Darío de Regoyos y de Miguel de Unamuno, de quien le muestra a Federico varias de las famosas pajaritas de papel que éste le había regalado en sus numerosas visitas a Santo Domingo. 
Hay también en el libro escenas de vivo pintoresquismo que rompen la monotonía de las descripciones, como la "Tarde dominguera en un pueblo grande" que por su bucólica y, a la vez, costumbrista estampa,  constituye uno de los momentos más felices de la obra.
En ocasiones, aparece una tierna exaltación de lo femenino, eleúsica a veces, como el capítulo que dedica a la esposa del Cid o, sobre todo,  aquel hermoso pasaje donde afirma que las “tareas sacerdotales debiera tenerlas la mujer”:

"Las tareas sacerdotales debiera tenerlas la mujer, cuyas manos que son azucenas rosadas, se perdieran entre las blancuras de las randas, manos dignas de alzar la hostia y de bendecir, lirios de verdadero encanto sacerdotal, y cuyas bocas pudieran posarse en el cáliz como suaves granates de pureza apasionada, únicos labios iniciados por su belleza o por su significación simbólica, para recibir las armonías místicas e inefables de la sangre del cordero celestial. Es feo que estos hombrotes burdos hundan sus labios en las prístinas claridades del gran misterio y sacrificio"

En definitiva, un libro para acercarse al primer Lorca, ahora que, desgraciadamente, rememoramos el último, el Lorca del último viaje hasta Víznar.

3 comentarios:

Javier Angosto dijo...

Como siempre, me ha encantado tu artículo. Déjame, eso sí, que añada dos posibles influencias: la de Bécquer (señalada por José Luis Cano) y, quizá, la de Valle-Inclán, con ese "viento de leyendas de ánimas y cuentos de lobos. (...) Viento lleno de poesía popular, cuyo encanto miedoso nos enseñó la abuela al conjuro de sus cuentos...".
Y luego quisiera preguntarte, a ti que eres experto en el romancero, si compartes la afirmación de Lorca: "La figura de Doña Jimena es la nota más femenina y subyugadora que tiene el romancero".

Píramo dijo...

Gracias por tu aportación, Javier. Completamente de acuerdo respecto a las dos influencias que mencionas. De hecho, en referencia a la de Bécquer, Lorca se define a sí mismo a lo largo del libro y de manera repetida, como un romántico.
En lo que se refiere a la afirmación de Lorca sobra la figura de Jimena, pienso que Lorca exagera un poco, aunque tampoco le falta razón. Jimena es en el romancero la fiel esposa que asume la soledad con resignación cuando Rodrigo es desterrado; es la madre amantísima que tiene que ocuparse sola de sus hijas; y es un ejemplo de comportamiento cristiano. Pero, a la vez, hay otra Jimena en el romancero, aquella que pide vehementemente justicia al rey tras la muerte de su padre a manos de Rodrigo, a quien ama, para lavar su afrenta, aunque esto vaya en perjuicio de su amor. Pero hay otras mujeres subyugadoras en el romancero como doña Lambra o la manipuladora doña Urraca, que trama la muerte de don Sancho en Zamora y que también ama a Rodrigo.

Anónimo dijo...

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