lunes, 19 de noviembre de 2018

423. 'Pájaros de niebla'



Cuando uno se topa con un prólogo de la extremada calidad con la que Juan Carlos Elijas ha escrito el suyo, el reseñador tiene ya poco más que añadir. Debiera, pues, limitarme a decir amén y a no incurrir en redundancias o matizaciones que siempre acabarían por desmerecer un preámbulo prácticamente perfecto. Reconforta sobremanera hallar a personas como Elijas, que todavía creen en el trabajo bien hecho, cargado de compromiso y respeto, riguroso e inteligente, tan lejos de esos otros prologuistas que cubren el expediente con cuatro generalidades y luego estampan su nombre en la portada de un libro que no es suyo para seguir acumulando méritos. En el caso que nos ocupa, Jaume Palau, el beneficiario del prólogo de Elijas, debiera sentirse enormemente agradecido y hasta abrumado. Es lo que sentiría yo ante un regalo así.
Pero Pájaros de niebla (Silva Editorial), tiene más cosas además de su magnífico prólogo, y de ellas habrá que hablar, aunque sea someramente, en el poco espacio de que disponemos aquí. Del nuevo libro de relatos de Jaume Palau podemos empezar diciendo algo que ya sabíamos: que el autor tarraconense domina con insultante solvencia los difíciles resortes narrativos del género. Su lectura, pues, se desliza, eficaz, con la naturalidad de quien hace sencillo lo dificultoso, de tal manera que uno llega al final de cada relato mecido por la hipnosis de una prosa ensamblada para el viaje peregrino de los ojos. Pero si el viaje es placentero por el traqueteo confortador del tren de las historias sobre las traviesas de las palabras, en cada estación donde se detiene, observamos la desolación de los viejos apeaderos de la vida, con su abandono y decadencia y su señorío de abrojos. Porque Pájaros en la niebla es la lírica de la renuncia y de los sueños rotos, del hastío y de la vida sin horizontes. Ya el primer relato constituye un pórtico que podría funcionar como poética de la obra. Personajes desnortados, sujetando la inútil brújula de la pérdida, desfilan por el libro como fantasmas, como meros sobrevivientes de una frustración que los fagocita. Y no importa la clase social a la que pertenezcan, desde el drama de las favelas a los falsos oropeles de los lujosos hoteles, apartamentos y cruceros, la mayoría de personajes se enfrenta a algún tipo de abismo: la insatisfacción vital, el fracaso, la miseria, la enfermedad, todo ello vertebrado siempre en un innegociable sentido ético. Especialmente atractivas son algunas evocaciones históricas, tremendamente sugestivas, como las de Qin Shi Huang y sus guerreros de terracota o la historia bíblica de Yrit, narradas con esa reminiscencia a la tradición y a la oralidad, así como algunas estampas poéticas, como aquella evocación otoñal o aquella otra que cierra el libro y que guarda resabios de la delicadeza oriental. Al libro, quizás, le haga falta alguna poda de algunos relatos que perjudican al conjunto. Y debiera tenerse cuidado también con algunos pasajes próximos a la literatura de autoayuda (“La cometa”) y a algunos finales efectistas que pueden resultar algo impostados. El final, por ejemplo, del relato “Pájaros de niebla”, es tan efectista como inverosímil, y aunque no se nos escapa su sentido último, creo que la magnífica crudeza, casi naturalista, de sus páginas previas, reclamaba un final en el mismo tono, sin concesiones, por esta vez, a la literatura. Con estas salvedades que, por supuesto, responden únicamente a la opinión personal de quien esto escribe, el libro de Palau conecta con el lector porque, a la postre, todos somos pájaros con alas de trascendencia, pero abrumados por esta espesa, inmisericorde niebla, que es vivir.

lunes, 12 de noviembre de 2018

422. Es sueño y es dorado



Cuando la luz se posa sobre los objetos del mundo, cuando los acaricia, cuando los baña con su liturgia jubilar, con su milagrosa epifanía, les confiere carta de naturaleza, los corporeiza, les da la existencia misma; en cierta forma, se apiada de ellos, de su condición humilde y perecedera.
Esa misma luz es la que viene deslumbrándonos desde hace años, abriéndose paso por entre los intersticios de los versos de José Luis Vidal y alcanzando el cenit de su resplandor en aquella inolvidable y maravillosa antología preparada por Antonio Moreno titulada El señor de los balcones. La luz de Vidal, que es también patrimonio de su insuperable bonhomía, es motivo recurrente de su poesía, también en su último poemario, En el sueño dorado (Renacimiento). Una luz tutelar, nutricia, madre. Por eso, cuando la luz declina en sus poemas sobre el atardecer, los objetos del mundo se aferran a las últimas hilachas de fulgor para evitar su holocausto ontológico (“Cómo se aferran las encinas / entre cadáveres de luz, / cómo se aferran”). Los amaneceres, en cambio, son una cosmogonía demiúrgica y misericordiosa: “Por esta luz / que vence mis recelos / me levanto, / abro los ojos /. Y en el fulgor / de la mañana que bosteza / y se viste de huesos, carne, piel… / veo solo un amor / que está al principio / y al final / de todo lo que ocurre”. La luz, además, es la constatación de la belleza del mundo (“la cosecha de mis ojos”), y permite detenerse en los instantes. La poesía de Vidal adquiere entonces una actitud estática y extática, contemplativa; las cosas son aquí y son ahora y simplemente suceden: “Oigo, / y solo escucho. / Veo, / y solo miro. / Está todo tan cerca… / Y no tiene importancia”. En ese recogimiento próximo a una suerte de misticismo laico, el objeto evocado queda trascendido de su naturaleza física e individual para formar parte del todo, y con él el poeta mismo, que se siente partícipe del cosmos en comunión con todo lo creado hasta confundirse con esa totalidad: “Ya es posible ser rico, / ya es posible ser mundo / de tu entraña creadora / y preguntarte, cielo”.
El poeta no es más que uno más de los seres agradecidos por la bendición de la luz. Se trata de una poesía celebratoria, de corte guilleniano (hay, incluso, un poema titulado “Mediodía”). En el poema “Sucede”, el poeta paseante descubre la vida que sucede alrededor, se empapa de ella, y cuando termina su paseo, se detiene sobre una roca y en ella dirige la mirada sumisa a sus pies de peregrino y baja los párpados, amorosamente agradecido.
Sin embargo, el poeta no puede evitar la desazón al constatar su propia finitud, la extinción de la belleza amenazada por la muerte, y su anhelo de trascendencia se le impone como una nostalgia de nuestra razón de ser primigenia. En el poema “Heno”, el color dorado del forraje (nunca amarillo) es la promesa de la luz sólo atisbada pero nunca conseguida en su plenitud. El heno, en su humildad estabular, es trasunto del hombre y su limitación. Es entonces cuando el poeta se rebela contra su destino: “Non moriar”, se titula uno de sus poemas, “mi cuerpo no se extinguirá”, dice en “Seda”, y se agarra a las palabras, único asidero tan desesperado como inútil para defenderse de la muerte. Así, las palabras, “gritan / como cerezas / en la boca. / Se arrugan / como flores / bajo el soplo / de la luz”.  Porque el hombre y su carne pueden ser también bellos y merecen reivindicarse: “Vuestros cuerpos… a veces / emiten, al azar, / unas notas hermosas / de afortunado amor. / Y entonces son más grandes / que vuestros corazones”. Pero la muerte es una verdad demasiado cierta: “Esta tierra que cruzo / me llama a cada paso; / quiere mi longitud, no mi altura”. Y el extraordinario último poema, casi un descenso a la verdad, porque a la verdad siempre se desciende, nunca se asciende, es una asunción valiente de la fatal evidencia. El libro de Vidal es, pues, ese engaño en donde nos debatimos. Leer a José Luis Vidal es leer el tuétano de lo que somos, en la gloria y en la miseria de esta áurea aventura de vivir, relegada a dorado. Relegada a sueño.


 



lunes, 5 de noviembre de 2018

421. El cementerio está dentro



Como la Literatura suele obrar estos milagros, mi puente de Todos los Santos ha sido más bien un viaducto hacia el pasado levantado por los ingenieros del tiempo y de la nostalgia. Así que, transitando su piso de adoquines, jalonado mi paseo por su balaustre con las efigies de mis propios santos laicos, he llegado hasta el Día de Difuntos de 1836 y me he encontrado a Mariano José de Larra, afanado sobre el escritorio de su despacho, en el número 3 de la madrileña calle de Santa Clara, patrona, por cierto, de las telecomunicaciones,  con expresión cariacontecida y desazón de espíritu. Apenas unos meses antes, Larra había perdido su escaño como diputado por Ávila tras el Motín de La Granja de San Ildefonso (seguimos con los santos), quizás la última tentativa de sentirse útil y partícipe en la regeneración de la deteriorada vida política y social de aquella España desnortada, más allá de sus acerados artículos en El Español. Tampoco van bien las cosas con Dolores Armijo. El opúsculo de hoy expulsa la bilis negra de su tribulación: es día de Todos los Santos y él es un muerto más por quien tañe el bronce herido de las campanas. ¿Sólo él es el muerto? “Vamos [dice para sí], ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso [se apodera de él y comienza] a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio […]¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? […] ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y ésa la obedecen”. Viene luego una enumeración de los nichos y mausoleos de Madrid con sus correspondientes epitafios: el Palacio Real, la Constitución (“el cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23”), la comercial Calle de Postas, la Inquisición, (“hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez”, aunque sospecha de su resurrección), los periódicos, en cuyo epitafio se aprecia, en relieve, una cadena, una mordaza y una pluma (¿la de los escritores o la de los escribanos?) o los Ministerios, cuya lápida reza: “Aquí yace media España; murió de la otra media”; años más tarde Machado escribiría sus célebres versos: “Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”. ¿Les suena todo esto? Pues de ello hace casi un siglo y medio.
Poco más de un año después, Larra confirma su vocación de muerto. Su hija Adela, de seis años, halla el cadáver de su padre cuando se disponía a darle las buenas noches. Se había descerrajado un tiro en la sien. La Juventud Literaria costeó el sepelio y evitó que Larra, como suicida, sufriera un entierro de misericordia. En 1944, Dámaso Alonso publica Hijos de la ira. Abre el libro el poema “Insomnio”: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres”, reza el primer verso. En la época de Larra había menos de 152.000 habitantes en la villa. Ya se sabe: los cementerios crecen. Los pueblan los vivos.