lunes, 29 de julio de 2019

455. Insértenme un 5G



Escucho en la radio con inquietud posapocalíptica que la nueva tecnología 5G se va a erigir como el «internet de las cosas», es decir, que los objetos electrónicos podrán «hablar» entre sí al conectarse a internet. Sin entrar en cuestiones técnicas, no me digan que eso de que los procesos robotizados mantengan conversaciones propias de manera autónoma no les causa, al menos, un escalofrío made in Isaac Asimov. El otro día leí en un periódico que se había producido un accidente de tráfico en Las Vegas donde un coche autónomo había atropellado a un robot que estaba perdido en la carretera. La empresa propietaria del robot ha denunciado a la empresa de coches por homicidio imprudente, que digo yo que será por «roboticidio». Lo de «imprudente» ya no lo sé, porque ignoro si la conciencia de la prudencia o de la alevosía están ya injertadas en el ghost in the shell de las máquinas.
A todo esto, ¿dónde están los humanos? Porque aquí las máquinas hablan entre sí y hasta tienen accidentes de tráfico. Nosotros todavía nos matamos con el coche pero lo que es hablar…Los más añosos recuerdan cómo en las antiguos compartimentos de los trenes, los viajeros entablaban largas conversaciones con desconocidos que amenizaban los largos trayectos ferroviarios. Hoy los vagones de tren son una siniestra ringlera de zombis conectados a sus teléfonos móviles. Los muertos vivientes se ven en todas partes: en las salas de espera del médico, bajo las marquesinas de las paradas de autobuses, en los aeropuertos, caminando cabizbajos por la calle, cazando bichos virtuales, en los conciertos, en una reunión de amigos en una cafetería… La palabra ha sido desterrada por el rey tirano del lenguaje binario computacional. Los unos y los ceros son una perfecta metáfora de nuestra sumisión a la tecnología: el uno, la soledad; y el cero, la anulación de lo que somos.
Las viejas consejas de las abuelas junto al crepitar del fuego, los romances, las reuniones familiares en torno a la radio, el ágora de los oradores en las plazas públicas, la tertulia literaria, la conversación cómplice hasta la madrugada, todos los contextos donde la palabra oral ofrecía su ensalmo están en peligro de extinción, sustituidos por la alienación del hombre asido al morral de su móvil. Y claro, cuando no hay más remedio que hablar, porque nuestra vida cotidiana todavía exige que hagamos el esfuerzo de articular palabras, la cosa se reduce, cada vez más, al mero unga bunga. Véanse, si no, los últimos resultados PISA sobre la comprensión y la expresión oral. Nuestros jóvenes ya solo saben decir «en plan» cada tres palabras que pronuncian, y los supuestos profesionales de la comunicación, salvo felices excepciones, cometen errores de bulto o empobrecen el idioma o, directamente, como nuestros políticos, lo humillan más abajo de aquel nivel ínfimo del que hablara el Marqués de Santillana en su famoso Proemio.
Así las cosas, estoy pensando seriamente en abandonar mi condición humana y convertirme yo también en un robot, de esos que hablan entre sí y tienes accidentes de tráfico, y fundar junto a ellos una Arcadia de androides donde la palabra hablada sea bandera, donde poder conversar con alguien no sea un privilegio. Es eso o insertarnos todos, no sé si en el cerebro o en el corazón,  uno de esos chips prodigiosos que llaman 5G que permiten a un robot hacer –triste paradoja–, lo que nuestro hombre digital ha perdido por el camino de un mal entendido progreso.


lunes, 22 de julio de 2019

454. ¿Dónde están los viejos?



Pues ya empezamos mal, con ese «viejos» peyorativo con que he titulado el artículo de hoy. Pero no me lo tengan en cuenta; lo del título es solo un señuelo ofensivo para ver si acude a estas páginas el hombre de 72 años que hace una semana, de forma anónima, me escribía para reprocharme el menosprecio con que había tratado a las personas mayores en mi penúltima columna. En esa ocasión, titulaba yo el artículo «¿Dónde están los jóvenes?» y denunciaba la escasez de estos en los eventos literarios, a los que siempre asiste una nutrida legión de octogenarios contumaces pero muy pocas veces estudiantes o personas jóvenes en general. En tono de chanza, comparaba dichos eventos culturales con geriátricos, clubes de lectura del asilo y demás regodeo sarcástico, supongo que del todo improcedente. Este señor de 72 años me desea una larga vida intelectual y física, y espera –dice– que nunca tenga que sentirme ninguneado por razones de edad. Y me ha tenido toda la semana sin poder pegar ojo por las noches, con un terrible cargo de conciencia. Estará usted contento. Porque yo nunca quise ofender a mis mayores, por los que profeso una admiración y un respeto como con pocas cosas en la vida. Al contrario, lo que se infería de mi reflexión era que las personas de más edad son un modelo para la gente joven, pues insisten en la felicidad de la cultura sin que los años hagan mella en su entusiasmo. Es a la conciencia de la gente joven a la que el artículo trataba de zarandear.
¿Y dónde están, pues, los viejos? No me haga usted ponerme eufemístico, le creo más inteligente que todos esos biempensantes de lo políticamente correcto. Los viejos. Pues los viejos están donde son más necesarios. Haciéndose cargo de los nietos que los hijos no pueden atender por razones de trabajo y educándolos en los valores que una vida dilatada ha sabido ponderar con experiencia y sabiduría; están concentrándose ante las escalinatas de los ayuntamientos para luchar por el derecho a unas pensiones dignas después de decenas de años de sacrificio y trabajo (ya quisieran algunos jóvenes conservar ese espíritu reivindicativo); están llenando librerías, patios de butacas, rutas educativas y museos en todo tipo de eventos culturales, dando ejemplo en la obstinación de su amor por el arte a todos los jóvenes que desprecian con indiferencia lo único que podrá hacerles libres y felices; algunos están instruyéndose en escuelas para adultos para compensar los años duros en los que no pudieron tener el privilegio de recibir una formación reglada en un aula; están leyendo periódicos, informándose del mundo en el que viven con la energía aún de cambiarlo. Y están escribiendo, como lo hizo hasta su último aliento Andrea Camilleri, que nos dejó hace unos días, a sus 93 años, conservando su mente lúcida y el amor intacto por la palabra.
Los viejos no son lo viejos. Son los jóvenes que no hace tanto tiempo lucharon por las libertades y derechos de los que ahora disfrutamos la generación de la democracia; son los jóvenes que hacían bullir las universidades con consignas libertarias o las llenaban de revistas literarias y veladas poéticas, los que fomentaban el debate constructivo y diverso en el ágora de las facultades; son los depositarios de hermosas palabras que ya nadie usa, de una cortesía de otro siglo que ahora tanto añoramos, son el futuro que les queda y el que legan a sus descendientes.
¿Que dónde están los viejos? Están en nuestra carne, ahora joven, dentro de no tantos años, cuando otro pipiolo articulista de provincias nos llame viejos y sonriamos condescendientes y le perdonemos la inconveniencia porque qué sabrán estos bisoños de hoy en día lo que es la vida.

lunes, 15 de julio de 2019

453. ¿Dónde están los jóvenes?



De un tiempo a esta parte mi mujer y yo padecemos lo que hemos dado en llamar jocosamente “el síndrome del IMSERSO”. Y es que en la mayor parte de las actividades culturales a las que asistimos en nuestra ciudad o fuera de ella, mi mujer y yo rompemos, a la baja, la media de edad de la concurrencia. Bueno, en realidad, no la rompemos. Dudo mucho que se resienta apenas unas décimas, pues las edades del público son tan elevadas que la aritmética ni siquiera notaría nuestra pequeña variable.
Si vamos al cine para ver un biopic de algún escritor, la sala nos recibe remedada en salón de ocio del geriátrico; si acudimos a la presentación de un libro, aquello parece el club de lectura del asilo; si contratamos una visita guiada a un museo o una ruta por el casco antiguo de una ciudad, allá vamos cogiendo del brazo al anciano de turno que apenas puede ya caminar; si vamos al teatro, soportamos toses, caramelos de menta y sorderas –joven, ¿qué es lo que ha dicho el actor en su última intervención?– y así con todo. ¿Por qué no hay personas jóvenes en todos esos eventos? Se podrá decir, tal vez, que las actividades que elegimos no son precisamente un festival de la diversión, aunque a nosotros no se nos ocurre mejor plan para nuestro ocio que la cultura y la felicidad que esta nos reporta. Pero dando por bueno el reproche, quiero pensar que la juventud no limita su esparcimiento a los videojuegos, las discotecas y las borracheras. Y esta intuición la corroboré no hace mucho tiempo en una mesa redonda sobre literatura en la que me invitaron a participar en la Universidad de Alicante. Cuando se le preguntó al auditorio –esta vez, sí, jóvenes universitarios–, que cuántos de ellos escribían, el número de manos alzadas parecía las lanzas del cuadro de Velázquez. Y entonces, si tal es el interés por la escritura entre la gente joven, ¿por qué nunca había visto a ninguno de ellos en uno solo de los eventos literarios de la ciudad? ¿Cómo se puede tener pasión por la literatura si cuando se nos brinda la visita de uno de los grandes maestros a los que poder interpelar directamente y de los que aprender de su experiencia, en la sala de actos no hay ni uno solo de esos jóvenes que dicen querer dedicarse a la escritura? ¿Por qué cuando se celebra un congreso literario en la ciudad, apenas hay estudiantes de Filología y, si los hay, lo están solo por los créditos que van a embolsarse? Y no me vale el pretexto de la faceta autodidacta del escritor, desvinculada de toda influencia y tradición. Sin la lectura de los grandes maestros, sin su magisterio, el escritor novel solo puede escribir algo que ya han escrito antes otros y seguramente mejor. Una vez una alumna me pidió que valorase unos poemas que había escrito. Le respondí que antes de valorarlos quería que leyese unos cuantos libros de poesía que le recomendé. Me hizo caso y cuando los terminó ya no quiso que leyese yo los suyos.
 Me dicen que muchos de estos jóvenes eligen para su ocio cultural literario sesiones de algo que llaman jam poética. Que sí, que estará muy bien y que será, seguramente, su manera de autoafirmarse generacionalmente, pero dudo mucho que una jam poética por interesante que sea, pueda nunca cubrir las lagunas de sus carencias o dar un vuelco eficaz a sus concepciones literarias. Tampoco percibo ya aquella eferevescencia universitaria de revistas literarias y veladas poéticas de antaño que ahora, como mucho, surgen gracias a la iniciativa solo de los profesores.
Ojalá cambien las cosas y cuando mi Bea y yo seamos ancianos y acudamos aún a todos los eventos literarios de nuestra ciudad, como devoradores de la cultura que somos (quizás con unos dientes menos) veamos, entre los asistentes, a una parejita de jóvenes entusiasta,  y Bea y yo podamos mirarnos a los ojos y sonreír y cogernos de la mano

lunes, 8 de julio de 2019

452. Poda



Jamás he sido partidario de reseñar un libro que no me ha satisfecho, y menos aún si es una primera novela. ¿Qué utilidad tiene? Sí, quizás podamos disuadir definitivamente a un lector dubitativo, ayudarlo en esa criba ingente que es elegir una nueva lectura, hoy que la oferta literaria resulta tan atrozmente desbordante y para la que se necesita una orientación más o menos fidedigna que separe el grano de la paja. Ya se sabe, ars longa, vita brevis. Pero aparte de esta consideración práctica, ¿qué otra cosa se consigue escribiendo una crítica negativa? Por principio, prefiero invitar a la lectura. O lo que es lo mismo, prefiero el escrutinio benévolo, condescendiente y hasta entusiasta del cura y el barbero que el malsano goce de la sobrina dando con los libros en el fuego.
Pero tampoco me gusta asistir al bochornoso espectáculo de la crítica oficialista, esa que dirige como un gurú indiscutido los gustos de los lectores, que le da jabón a un libro en las páginas de los periódicos y en las emisoras de radio solo porque el libro lo ha escrito mengano. Porque, sin querer arrogarme yo, pobre crítico de provincias y diletante de las letras, autoridad alguna, no puedo comprender cómo a ningún columnista literario que se precie de tener educado el rigor, le haya parecido la primera novela de Manuel Jabois, un libro sencillamente mediocre. Y solo se me ocurre que tal evidentísima desviación del criterio obedezca simplemente a que lo ha escrito Manuel Jabois. Y, claro, pienso entonces en otros escritores noveles, que no tienen el arrimo de una columna en El Mundo o en El País, o en un espacio en la Cadena SER y que escriben infinitamente mejor que Manuel Jabois, que incluso abordan sus mismos temas con brillantez sobresaliente y que, sin embargo, deben esperar su turno, si llega, para que su libro sea aceptado por alguna editorial inteligente que, obviamente, no será Alfaguara ni ninguna de las otras gigantes. 
Todo el buen oficio que Manuel Jabois ha demostrado ya como columnista tiene su discretísimo envés en su primera novela, Malaherba. Prosa desaliñada, rayana en la agramaticalidad (pocas veces durante una lectura, he tenido que echar hacia atrás y releer las oraciones para entender el sentido de un pasaje como en este libro); falta de hondura en las evocaciones y en las impostadas reflexiones; anecdotarios superfluos; divagaciones a la deriva, como pecios desorientados de una novela que ha hecho aguas muy pronto; inseguridades estructurales; ambientación paupérrima de la década de los 80, que se nutre de cuatro tópicos dispersos por aquí y por allá, casi como una obligación contextual metida con calzador… Si acaso, algún acierto en la mirada infantil de los dos niños protagonistas, mirada limpia despojada de prejuicios que convierte a Tambu y a Elvis en alegorías roussonianas de la inocencia, antes de descubrir el reverso del mundo más allá de sus certezas y seguridades bajo la coraza de la niñez. Y también cierta fortuna en la construcción de la atmósfera de barriada que tantos escritores de la generación del 78 parecen querer recuperar ahora en sus obras.
Escribir una novela no se parece en nada a escribir una columna, salvo en el respeto reverencial por la palabra y en el interés de lo que uno tiene que decir. Por lo demás, se necesita más trabajo de marquetería, menos urgencia por publicar lo que sea y como sea, más unidad de conjunto, menos fragmentarismo disperso y pegado con cola, más sufrimiento, más material de derribo. ¿Cómo nadie se lo ha dicho a Jabois? ¿Cómo su editor no le aconsejó todo eso antes de dar por bueno lo que parece un esbozo deslavazado de novela? ¿Cómo nadie le dijo que para que su novela funcionase necesitaba que su Malaherba sufriera una buena poda y una nueva siembra?

lunes, 1 de julio de 2019

451. La ternura




¡Es de Lope! Si los espectadores del siglo XVII pudieran asistir a la representación de la última comedia escrita y dirigida por Alfredo Sanzol, sin duda, pronunciarían esta archiconocida expresión con la que queda patente la calidad de la misma. Eso mismo pensé yo cuando tuve la oportunidad de ver La ternura en el Teatro Infanta Isabel de Madrid. Tras recibir el Premio Max al Mejor Espectáculo Teatral de 2019, vuelve a las tablas para goce y regocijo de los espectadores que aún no habíamos tenido la ocasión de disfrutar de la ingeniosa pluma del nuevo director del Centro Dramático Nacional.
La ternura es el fruto del proyecto “Teatro de la Ciudad”, iniciado en 2016, cuya finalidad era trabajar sobre la comedia en general y sobre Shakespeare en particular. Sanzol, haciendo un juego que supera la simple mimesis, ha escrito una comedia al más puro estilo isabelino impregnada de la inconfundible huella del genio de Stratford. De hecho, no son pocas las reminiscencias y guiños que aparecen en el texto que nos ocupa al universo shakespeariano: La tempestad, Noche de Reyes, Sueño de una noche de verano y otros tantos títulos desfilan por esta comedia romántica de aventuras. Este espectáculo entronca, pues, con la actual tendencia a la recuperación de los clásicos no sólo con la representación de piezas del teatro áureo sino con la creación de obras nuevas siguiendo los esquemas del teatro del siglo XVII. Jóvenes dramaturgos y grandes conocedores del teatro del Siglo de Oro que muestran un profundo amor y respeto por los clásicos y que se atreven a demostrar que este tipo de teatro funciona, que es capaz de pellizcar el alma de los más exigentes espectadores. Bendita osadía y aventura  de la que Sanzol y otros, como Álvaro Tato, salen merecidamente victoriosos.
 El argumento de la obra que nos ocupa es sencillo. La reina Esmeralda y sus dos hijas viajan en un navío de la Armada Invencible porque Felipe II ha decidido casar a las princesas con unos nobles ingleses. La reina, hastiada del género masculino y de su superioridad frente a las mujeres, decide provocar una tempestad cuando pasan cerca de una isla desierta. Allí vivirán las tres damas, libres, felices, dueñas de sus destinos y sin hombres. Mas pronto descubrirán que la isla está habitada por el leñador Marrón, quien hace veinte años se refugió en este idílico lugar para vivir con sus dos hijos varones alejados de las mujeres. Para protegerse, deciden vestirse de hombres. He aquí el nudo del enredo. A partir de este momento, los seis personajes vivirán un sinfín de aventuras, malentendidos, engaños, cambios de identidad, hechizos y planes fallidos por parte de la reina y del leñador, quienes no podrán contener la fuerza del amor. Los jóvenes leñadores y las princesas acabarán cayendo en las redes del sentimiento más universal y atemporal que existe.
Todo ello enmarcado por una escenografía carente de decorados en la que destacan los diálogos chispeantes e ingeniosos que aseguran la risa –y la carcajada- de los espectadores y las magníficas interpretaciones de un elenco de actores a los que les basta la palabra para llenar el escenario.
Alfredo Sanzol ha escrito una pequeña joya que nos invita a reflexionar sobre la imposibilidad de vivir sin amor, sobre los manidos tópicos que nos hacen tener ideas preconcebidas entre hombres y mujeres, sobre la dificultad de los padres por proteger a los hijos del dolor que acarrea la vida y sobre la necesidad de que el verdadero amor esté impregnado de respeto, cariño y, sobre todo, de mucha ternura.