domingo, 13 de octubre de 2019

461. Los 'hunos' y los 'hotros' y la casa sin barrer




Qué cansancio de país esta España nuestra en la que todos los santos días andamos a la greña por todo. Cuánto ruido y cuánta crispación interesada y cuántos ofendidos y cuántos ofensores y qué hartazgo de exaltados y qué asco de urdidores malintencionados y qué náusea de incendiarios profesionales. Y qué ganas de meterse uno en un iglú en mitad del Ártico y mandarlos a todos a paseo.
 Alejandro Amenábar ya debía de saber lo que se le venía encima cuando decidió rodar su última película, y eso que, como ha dicho Pérez-Reverte, Mientras dure la guerra tiene la virtud de la ecuanimidad que algunos degradarán a la tan traída y llevada equidistancia para menoscabar su trabajo. Y así es como Amenábar acabará ofendiendo a los ‘hunos’ y a los ‘hotros’ por usar la famosa dicotomía unamuniana. Los ‘hunos’ lo acusarán de maniqueo, los ‘hotros’ de tibio y así ya tenemos a Amenábar en el paredón, listo para ser fusilado por tirios y troyanos. Porque en este país no cabe la visión comedida, aquí eres rojo o azul y no hay medias tintas. Y así nos va. A nadie se le escapa la adscripción ideológica de Amenábar; por eso es aún más meritorio su comedimiento a la hora de plasmar aquellos primeros días de la guerra cainita que tiene muchos más matices y complejidades que las simplificaciones a las que se la ha venido sometiendo. ¿Acaso alguien no se cree que a Amenábar le habría gustado cargar más las tintas contra su adversario ideológico natural? Pero Amenábar es un intelectual y al intelectual se le presupone la sujeción de la brida emocional en pro de la lucidez y de la honestidad. De eso sabe algo Manuel Chaves Nogales. La figura de Unamuno, excepcionalmente interpretada por Karra Elejalde, se erige en la cinta como la más clara alegoría de las contradicciones que todo conflicto bélico e identitario ejerce sobre quienes lo sufren. Que un intelectual de su categoría transitase en la ambigüedad ideológica, dando bandazos inciertos a un lado y al otro, solo confirma lo que la duda significa para el hombre de estudio: inteligencia y no arrebato. La película ensaya sobre la figura de Unamuno el gran cisma de nuestro patriotismo reciente. En ese sentido es memorable la escena donde el gran escritor vasco discute durante horas con Salvador Vila o aquella otra en que los falangistas de nuevo cuño corean el himno monárquico sin conocer muchos de ellos la letra de Pemán, que sustituyen por el tarareo, que no es  más que el balbuceo de una patria impuesta. A las contradicciones de Unamuno quizás le falten algo de profundidad y de análisis. Del mismo modo, determinados histrionismos como el de Millán Astray (genial Eduard Fernández) durante el famoso debate en la Universidad de Salamanca, cuando superado por la inteligencia de Unamuno emite un balbuceo ridículo que luego sustituye con el grito de España, pueden estar bien como metáfora de la falta de argumentos de la fuerza bruta, el “viva la muerte” de Astray, pero quizás habría que huir de esquematizaciones fáciles, si bien podemos disculpar, dado el esfuerzo de contención de su director, la parodia final de Franco posando a caballo.. El dictador, por cierto, aparece muy bien configurado, sobre todo en su vertiente de inteligente estratega militar y gestor del poder (interesantísima la inspiración cidiana para su intervención en el Alcázar de Toledo, renunciando a la conquista inminente de Madrid, conociendo como sabe que alargará la guerra pero que se arrogará la peformance de una épica que le valdrá para consolidarse).
De todos modos, más allá de politiqueos, a mí lo que me gusta es ver a Unamuno haciendo animalitos de papel en el Novelty. En la paz de la tertulia. En el iglú. Mientras, siguen peleando los ‘hunos’ y los ‘hotros’ y así andamos: con la casa sin barrer. 83 años después.

lunes, 7 de octubre de 2019

460. Ofendiditos


 Me entero por un artículo del dramaturgo Alberto Conejero de que la compañía cinematográfica Warner Bros se ha visto obligada a emitir una nota explicativa donde deja claro que una de sus última películas, Joker, no constituye un alegato a favor de la violencia. Y yo me pregunto, ¿de verdad alguien en su sano juicio ha pensado realmente que la productora, el director, los actores y toda la larguísima nómina de profesionales que participaron en la cinta se habían confabulado para dar al mundo un ideario programático y sectario del mal a través del cine? Pues seguramente sí, porque de lo contrario, la ya casi centenaria empresa estadounidense no habría tenido que salir a la palestra para desmarcarse de su supuesta connivencia con el Maligno. Está claro, pues, que alguno de los miles de ofendiditos que fiscalizan nuestra moral y nuestra conciencia, arrogándose sin pudor esa autoridad, ha debido de poner el grito en el cielo porque –oh, anatema– el Joker es un sádico criminal y, lo que es peor, el séptimo arte lo legitima. Sin entrar en la infinita lista de cineastas, literatos, cantantes, pintores o escultores que, por esa regla de tres, tendrían también que pedir disculpas o explicar su intención a estos pieles finas de la moral, lo verdaderamente terrible es la cortedad intelectual de quienes mezclan churras con merinas e introducen de manera sonrojante la ética –su ética– en el campo de la pura ficción, territorio que por su propia naturaleza libérrima debe siempre permanecer ajena a ese tipo de juicios. Tener que explicarle a cualquiera de estos adalides del terrorismo moral la diferencia entre personaje, narrador y autor de una obra literaria, por ejemplo, es lo que da verdadero miedo, más aún que las atrocidades ficticias del Joker. Miedo porque demuestra el retroceso intelectual de quienes así se ponen en evidencia y miedo también por el retroceso en la libertad creativa, censurada precisamente por aquellos que creen estar defendiendo una suerte de progreso moral. Pensar que Dostoyevski es Raskolnikov o que Vladimir Nabokov es el depravado Humbert en lugar de pensar que ambos, desde la ficción, están buceando por las oscuridades del ser humano, es para hacérselo mirar. Como si no hubiera, como dice Conejero, escritores abyectos que han escrito novelas hermosísimas y, al revés, maravillosos seres humanos que han creado obras donde la vileza se enseñorea de cada una de sus páginas. ¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra? La libertad de expresión artística, siempre que no esté concebida expresamente para hacer daño a particulares o que limite la libertad de otros (cosa esta última difícil porque uno siempre tiene la libertad de no consumir el arte del que no guste) debiera permanecer soberana por encima de cualquier prejuicio. Que el arte tenga que dar explicaciones, o peor aún, pedir disculpas por cuestiones externas al propio debate artístico demuestra hasta qué punto la injerencia de la dictadura moral ha traspasado todos los límites. El arte solo puede responder ante sí mismo, él es su tribunal y también la Historia, que reubica casi siempre con justicia el destino de una obra de creación. Y si nos ponemos morales, más inmoral me parece el caradura que expone en ARCO un calcetín colgado de una percha que todos los crímenes de Raskolnikov, Humbert y Joker juntos.