lunes, 25 de mayo de 2020

487. Puntos de libro



Durante las escasas treguas que ha permitido el enojoso teletrabajo del confinamiento, Bea se ha dedicado a fabricar divertidos puntos de libro como el que mostramos en la fotografía. Una presumida monstruita –no debe obviarse la jactanciosa coquetería de su lacito– que se aferra a las páginas de mi libro –uno de los Episodios Nacionales de Galdós– y que el lector retira cuidadosamente de la esquina, temeroso de sufrir la dentellada de tan celosa centinela, con esos grandes ojos avizorantes, cuando desea retomar la lectura. A mí me parece que la criatura ha engordado ya algo y ello se debe, sin duda alguna, a los atracones de palabras que su voraz apetito ejercita una vez que la dejamos a solas entre los manjares galdosianos. Hay en los puntos de libro, también llamados por algunos «marcapáginas», «señaladores», «puntos de lectura» o «separadores», entre otros términos difusos, una camaradería silenciosa con el lector. Y desde hace un tiempo, también con el escritor. Durante las jornadas en que escribía mi novela, al abrir el archivo del procesador de textos del ordenador para iniciar una nueva sesión de escritura, aparecía siempre, en la esquina inferior derecha de la pantalla, un pequeño globo en forma de mensaje que me daba la bienvenida y que luego me impelía a hacer clic en él preguntándome antes si deseaba seguir por donde lo había dejado la vez anterior. «¿Quieres continuar por donde lo dejaste?» –me inquiría, servicial–. En ese trabajo solitario que es la escritura, aquella deferencia del programa informático, aquel gesto de complicidad, tan solícito y amable, me parecía proceder de alguna suerte de amigo que en su abstracción ejerciera su compañía silente, discreta y leal, conocedor de las lides que el escritor entablaba cada día con el lenguaje indómito. Un testigo fiel que aún guardaba en su memoria la última batalla y que en la reanudación de la liza te recordaba que él la había seguido hasta el final, respetando desde su silencio, las escaramuzas contra las palabras. Y ahora, como esos asistentes de los boxeadores, tras una de las rondas del pugilato, el mensaje en la pantalla te recoloca la protección dental y te empuja de nuevo al ring. Pero el punto de libro acompaña, sobre todo, al lector. Guardo numerosos puntos de libro dispersos entre las páginas de novelas y poemarios. Casi siempre hay una razón de ser en la unión de unos y otros. Es fácil que en el Cantar de Mio Cid se halle un marcapáginas con la efigie de Alfonso VI extraída del códice del siglo XII, el Libro de las estampas. O que a un poemario lo acompañe el punto de libro con el retrato de su autor; o que un separador con la catedral de Oviedo se halle entre las páginas de La Regenta; o que otro recuerde el día de la presentación de aquella novela; o que aquel folleto teatral se haya reconvertido para darse asilo en el texto que lo inspiró. Puntos de libro, también, la saliva y el dobladillo hereje en una página, pero cuya apostasía nace de la bendición de haber pasado por allí el dedo de un lector; punto de libro, la romántica y tradicional flor reseca, recuerdo de alguna lectura compartida en el campo, o despojo de la que se halló un día prendida en el pelo de ella antes de amojamarse, como se acartonan el amor y el tiempo y la vida, entre los nichos de papel. Punto de libro, en fin, este simpático engendro fabricado por Bea durante un confinamiento, que me recordará un día que los libros, una vez más, volvieron a salvarnos.

lunes, 18 de mayo de 2020

486. 'Cielo y Chanca'



El barrio almeriense de La Chanca constituye uno de esos espacios míticos capaces de espolear el alma de los artistas, tan permeables a las sugestiones que los paisajes singulares y sus ocultos arcanos, solo visibles a su sensibilidad avezada y acechante de la belleza, ejercen sobre su creatividad. La Chanca, humilde barrio donde se quintaesencian las culturas acrisoladas en la copela de sus calles estrechas, marineras, afeudaladas bajo el señorío secular de la Alcazaba, con sus cuevas y casas cúbicas que ya enamorasen en su día a Juan Goytisolo en uno de sus libros de viajes, La Chanca, decimos, solo espera la mirada atenta del poeta para expiar su miseria en la dignificación siempre redentora de los versos.

No nos extraña, pues, que el poeta José Antonio Santano, haya puesto al servicio de esa manumisión de La Chanca respecto del yugo de su precariedad, los versos de uno de sus últimos libros (con Santano y su portentosa fecundidad las reseñas de sus obras siempre se quedan antiguas)  titulado Cielo y Chanca y publicado por la editorial Alhulia.
La primera parte del libro, «Blanco silencio», la conforman 25 cuartetas que aspiran a una esencialidad prístina que depura las palabras hasta hacer palpables la blancura y el silencio que da título a la sección. Diríase que sus versos, en su despojamiento de lo accesorio, son rayos de sol que en la implacable siesta andaluza reverberan desde las paredes encaladas de las casas de La Chanca hasta envolvernos también a nosotros en una luz sacrificial que nos fagocita hasta confundirnos con su totalidad cegadora, trallazos de luz que son espasmos gozosos en la claridad.  De estos breves poemas destaca el uso de asociaciones sintagmáticas nominales que generan nuevas unidades léxicas como «magia silencio», la «rutina cansancio» de las campanas, «luz laberinto», «gruta secreto», etcétera.
La segunda parte del poemario, titulado significativamente «Silencio roto», como si Santano quisiera despertarnos de la autocomplacencia de la primera parte,  lo constituyen ya poemas más extensos donde La Chanca se despereza y sus tipos humanos y sus paisajes cobran vida y contorno. Para ello, en numerosas ocasiones, Santano se vale de lo que otros han dicho sobre el barrio: Goytisolo (de ahí el significativo título «Señas de identidad» del primer poema), pero también artistas plásticos como los pintores Jesús de Perceval o Cantón Checa o fotógrafos. Entonces Santano reformula la mirada de aquellos con la hermosa écfrasis de su juicio poético y ese eclecticismo artístico parece trasunto de la multiculturalidad abigarrada del libro, con menciones al gitanismo y al origen árabe del barrio, heredero aún hoy de su historia en la morfología de sus calles y casas y en sus gentes. Hay poemas donde esa comunicación entre el pasado árabe de La Chanca y el barrio actual parece desafiar los vórtices del tiempo.
La tercera sección, «Ciudad marina», se llena de nostalgia y parece remansarse en la reflexión metafísica, volviendo al silencio de la primera parte en un ejercicio de circularidad que da unidad al poemario. La «Adenda» final es una preciosa coda que homenajea los hogares de los amigos, allí donde el poeta siempre puede volver para encontrar la paz al abrigo de la amistad.
En los últimos tiempos, Santano ha publicado también Maraparaíso (Diputación de Córdoba) y Tierra madre (Alhulia, Premio José Antonio Ochaíta de Guadalajara), que habrá también que leer parar que él también nos aloje en su casa donde el amor «solea el zaguán de regreso a los besos».


lunes, 11 de mayo de 2020

485. Calle Reding



En una de las intersecciones con la emblemática calle Unió de Tarragona, nace la calle Reding, estrecha, casi un pasadizo, flanqueada a izquierda y a derecha por una sucesión de bolardos metálicos, como un escuadrón de soldados liliputienses ataviados con sus corazas que pretendiese honrar la memoria del general que da nombre a la calle. En el margen de las angostas aceras se abren pequeños negocios que acicatean la curiosidad del transeúnte, pues las más de las veces su género no responde a los productos comunes de las calles principales. Si quisiéramos comprar un gremlin, seguro que tendríamos que acudir a la calle Reding, y apuesto a que Michael Ende imaginó para la tienda en que Bastian adquiere La historia interminable algo parecido a una calle Reding. Al final del callejón se abre la Plaza Corsini, donde se erige el Mercado Central, construido al gusto modernista. En Málaga hay también un paseo de Reding y en Bailén una plaza de Reding.
Teodoro Reding (1755-1809) fue general del ejército español en el llamado Tercer Regimiento Suizo de Reding. En 1802 fue destinado a Málaga para contener las epidemias de fiebre amarilla que asolaron la ciudad. La fiebre se llevó a 7000 personas, 200 de las cuales pertenecieron a hombres de su regimiento. Su denuedo contra la epidemia le valió luego el cargo de gobernador de Málaga, función que desempeñó con una clara vocación de servicio y unas políticas sociales, sanitarias y urbanísticas que pretendían redundar en el bienestar de los malagueños, especialmente de aquellos más desfavorecidos. En 1808, durante la Guerra del Francés, participó en la exitosa batalla de Bailén bajo las órdenes del general Castaños, infligiendo la primera derrota a las tropas de Napoleón. En el cuarto de sus Episodios Nacionales, el titulado Bailén, Benito Pérez Galdós hace que su protagonista, Gabriel, forme parte de la división comandada por Reding. Bailén, que no es, al menos para mí, el mejor libro de la serie, describe aquel capítulo de nuestra Historia patria con la plasticidad en él frecuente, aunque la novela encalla en la profusión de detallismo sobre los datos estratégicos de la contienda, quizás interesante para los amantes de la literatura bélica pero no, desde luego, para quien esto escribe. Lo mejor, quizás, de Bailén, es el memorable pasaje donde se describe La Mancha, infiriendo de la sugestiva monotonía de sus planicies el inapelable acierto de Cervantes para convertir aquella tierra en la patria de don Quijote.
Participó después Reding en la campaña de Cataluña contra el ejército bonapartista pero fue derrotado en Valls por el general Laurent de Gouvion-Saint-Cyr,  batalla en la que resultó herido. Murió dos meses después, al contraer una infección por tifus, tras visitar el hospital militar de Altafulla. El 23 de abril de 1809 –el año pasado se cumplieron 210 años– fue enterrado en la Catedral de Tarragona, aunque más tarde sus restos fueron depositados en el lujoso panteón del cementerio de cuyo mantenimiento se encarga el Ministerio de Defensa. Reding fue uno de los primeros en ocupar el nuevo cementerio extramuros que se había habilitado en 1809 para poder ubicar a los numerosos muertos causados por la guerra contra los franceses.
Enfilando la estrecha y oscura calle Reding, uno no puede más que sugestionarse pensando en las dos epidemias –fiebre amarilla y tifus– a las que se enfrentó el ejemplar héroe militar. Pero conforme uno avanza y llega, al fin, al espacio abierto de la plaza Corsini, y descubre su mercado y recuerda la barahúnda comercial de otro tiempo que nos parece muy lejano aunque no lo sea tanto, y halla las terrazas atestadas y los niños jugando a la pelota y la tremolina de la vida, entonces, la estrecha y oscura calle Reding se queda atrás y el general vuelve a ganar en Bailén y nosotros nos damos a la luz. Fase 1.

lunes, 4 de mayo de 2020

484. La revancha del tigrillo



Entre las teorías conspiranoicas que se postulan para explicar el origen de la pandemia que nos azota –y no, por cierto, la más descabellada– está aquella que afirma que el virus es el modo en que el planeta se venga ahora de la humanidad como castigo por los agravios con que sistemáticamente hemos ido sometiendo su soberanía natural. Recuerdo ahora, con la nostalgia de la cotidianidad robada, aquel concurso literario ecológico que organizamos en mi instituto cuyo lema, ideado por mi compañera Eloísa, era «La venganza de don Mundo», jugando con el título de la obra de Muñoz Seca, aunque a los alumnos se les escapara el guiño literario. Pero disculpen esta concesión a la melancolía. A lo que iba. He pensado todo esto mientras leía, a modo de homenaje póstumo, Un viejo que leía novelas de amor, el libro de Luis Sepúlveda, a quien también ha desterrado de la vida la ira regia de ese tirano arrogante que hasta en el nombre se corona de soberbia. En la novela del escritor chileno, Antonio José Bolívar Proaño, que vive en El Idilio, un remoto pueblo amazónico, ocupado en leer novelas románticas, es requerido por el gobernador del lugar para matar al tigrillo, que está causando estragos entre la población. En realidad, la cólera del ocelote se debe a que los cazadores extranjeros que, como los buscadores de oro, pululan a sus anchas por la zona provocando todo tipo de abusos, han matado a las crías de la hembra y herido de muerte al trigrillo macho. El animal, pues, cegado por el dolor, arremete contra todo hombre que penetra incauto por la selva. Antaño, Antonio José Bolívar Proaño había sido acogido por los indios shuar hasta el día en que cometió, involuntariamente, un error que vulneraba el código de la tribu. Pero durante su estancia con los indígenas, supo apreciar el respeto de ese pueblo por la Naturaleza, su pacto cruel pero honroso con ella, las leyes no escritas de la selva, la simbiosis de la vida dentro de la vida. Es por eso que el gobernador le encomienda la misión. Cuando Antonio José Bolívar Proaño cumple con su cometido, arroja al río, entre lágrimas, a la hembra y maldice a los gringos que provocaron aquel desajuste en el cauce natural de las cosas. La novela, que por momentos tiene algo de El corazón de las tinieblas, de Conrad, y que subyuga como lo hacen todos esos libros que colocan al hombre frente al colosal misterio de la Naturaleza en su majestad (Don Segundo Sombra, de Güiraldes, La vorágine, de José Eustasio Rivera, el mismo Conrad…) es un canto a la coexistencia y la armonía del hombre con su entorno y, a la vez, una denuncia a quienes transgreden esa alianza sagrada. Va mucho más allá de la ecología y, por supuesto, no tiene nada que ver con la baratija del mantra naturalista de perroflaúticos, porreros, talibanes del veganismo y demás ralea. El libro de Sepúlveda sondea los arcanos de la vida profunda sin atenerse a modismos circunstanciales. En la parte final, cuando el protagonista se esconde de la tigrilla bajo una canoa y la siente pasear por encima de la madera, aquel siente que va a morir. La misma tigrilla, que «capta el olor a muerto que muchos hombres emanan sin saberlo», marcaba con sus orines la presa, «considerándolo muerto antes de enfrentarlo». Bolívar se queda dormido y sueña que el brujo shuar masajea su cuerpo con puñados de ceniza fría para salvarlo, mientras atisbaba los ojos amarillos de la muerte en todas direcciones. Entonces el sortilegio chamánico tuvo efecto. Pero ahora no puedo dejar de sugestionarme pensando –llamadme paranoico– que la tigrilla de Sepúlveda ha vuelto buscando su revancha.