lunes, 30 de mayo de 2022

573. Naturalismo 'light'

 


Entre los múltiples homenajes que se prepararon el año pasado para conmemorar el centenario del fallecimiento de Emilia Pardo Bazán, destaca la versión teatral de Los pazos de Ulloa. La adaptación del texto corre a cargo de Eduardo Galán, quien se enfrenta a una ardua labor pues condensar una extensa novela y someterla a los mimbres del teatro, con una duración que no excede las dos horas, es todo un reto. Helena Pimenta, quien fuera directora de la CNTC, se encarga de la dirección de este otro clásico de nuestra narrativa decimonónica.

El resultado final de esta adaptación es, en líneas generales, correcto. En escena aparece reflejado el hilo argumental básico de la novela: la llegada a los pazos de don Julián, un clérigo apocado sin auténtica vocación que cumple escrupulosamente los preceptos de la religión cristiana; el matrimonio de don Pedro Moscoso con su prima Nucha y su tormentosa relación -en la que no faltan las infidelidades con la criada Sabel, con la que tiene un hijo bastardo- y el control que ejerce Primitivo por encima, incluso, del marqués de Ulloa.

Si en la novela es don Julián uno de los personajes principales, en este nuevo espectáculo actúa también como narrador que relata determinadas acciones que no pueden representarse o bien resume y comenta ciertos aspectos que permiten que la trama avance a grandes saltos. De hecho, la obra comienza con una suerte de introito, de contenido innecesariamente pedagógico, en el que se compara con don Fermín de Pas, el otro gran clérigo de la literatura del siglo XIX, con el que comparte ciertos rasgos pero de quien lo separa un perfil psicológico totalmente opuesto. La comparación, por tanto, resulta poco adecuada pues don Julián es un personaje con entidad propia per se, sin necesidad de tener que legitimarse al compararse con el de Clarín.

La labor de condensación a la que se ha aludido anteriormente conlleva una serie de desaciertos, como la rápida y abrupta caracterización inicial de los personajes al inicio de la representación, en la que se apuntan ya dos de los temas principales: la violencia que impera entre las relaciones de todos los personajes y el contraste entre la rudeza del mundo gallego rural, caciquil y analfabeto, y el refinamiento del entorno urbano (dicotomía perfectamente representada en los personajes del marqués de Ulloa-Primitivo y don Julián).

Por otra parte, la imposibilidad lógica de que aparezca Perucho en escena, el hijo ilegítimo del marqués, resta también intensidad a la representación. Así, la memorable y espeluznante escena en la que los brutos habitantes de los pazos emborrachan al indefenso niño ante los escandalizados ojos de don Julián será relatada por este sin llegar a alcanzar el clímax que hallamos en las páginas de la novela.

Otros aspectos importantes en la obra de Pardo Bazán son aquí esbozados o tenuemente perfilados, como las reflexiones políticas y sociológicas, el analfabetismo, el caciquismo, la escasa sensibilidad del marqués ante la belleza artística y algunos momentos oníricos que atormentan a don Julián o Nucha. La adaptación ofrece al espectador un lienzo inacabado, esbozado con pinceladas de brocha gruesa, pero alejado del deleite que produce la lectura atenta de la novela, la cual sí es una auténtica joya artística. Es, por tanto, una válida y digna aproximación al universo creativo de doña Emilia mas no supone una auténtica inmersión en él ya que, por ejemplo, el espectador conocedor de la novela percibe la imposibilidad de recrear las escenas naturalistas que salpican la novela y que generan una ambientación en la que el determinismo biológico, las pasiones incontrolables, la rudeza, la animalización de ciertos personajes y algunas descripciones escabrosas se enseñorean en las magníficas páginas de la escritora gallega.

Para este homenaje teatral, Pimenta se ha rodeado de un elenco de intérpretes que realizan su labor con solvencia. Quizás don Julián podría haber sido encarnado por un actor algo más joven que transmitiese más inocencia e inseguridad. Sobresale Marcial Álvarez, el marqués de Ulloa, quien modula magistralmente su registro interpretativo desde la crueldad más espeluznante cuando maltrata a Sabel o a Nucha hasta un carácter más amable y jovial cuando viaja a Santiago de Compostela para visitar a su tío y a sus primas. El resto de actores hacen una buena ejecución, si bien algunos no pueden explotar la infinidad de matices psicológicos de sus personajes por la limitación a la que se han visto reducidos por exigencias de la versión teatral. De nuevo, la lectura de la novela permitirá al lector disfrutar de, por ejemplo, la maldad y la capacidad de manipulación de Primitivo o de la evolución de la pobre Nucha, cuyo deterioro final es simplemente sugerido en las tablas.

La puesta en escena es clásica y acertada, puesto que tanto el vestuario como la escenografía nos sitúan claramente en el siglo XIX. El escenario representa una casa rural en madera sin lujos, propia de esa nobleza gallega venida a menos, aferrada a unos privilegios que se resiste a perder. Con solo una mesa, una cama, un reclinatorio y una puerta central sobre la que se proyectan algunas imágenes, los personajes nos llevan desde la ciudad a los pazos con naturalidad.

En definitiva, Galán y Pimenta han conseguido una adaptación muy aceptable, que respeta el espíritu de la obra original y que supone un homenaje digno de encomio en cuanto que contribuye a reivindicar la figura de doña Emilia; pero el resultado final no llega a las cotas de excelencia que logró la escritora gallega. Es una forma válida de acercarse a su obra y de recordarla, pero no se ha de perder de vista que el mejor homenaje para Pardo Bazán es leerla, dar vida a sus personajes en cada bisbiseo y recrearnos en la ambientación naturalista que impregna la obra.

lunes, 23 de mayo de 2022

572. Blanca Portillo o el silencio hecho palabra

 


Cuando el silencio se enseñoree también de nosotros y nos convirtamos en los vasallos que laboran la eternidad en los estériles campos de sus callados feudos, en los manuales de Historia del Teatro todavía alguien podrá leer el nombre de Blanca Portillo como ahora leemos los de María de Navas, Francisca Baltasara, María de Zayas, María Guerrero o Margarita Xirgu. Porque la excelencia de la actriz madrileña, cosechada a fuerza de tesón y contra toda adversidad espuria, es hoy el blasón con que triunfará del tiempo y su inquina.

Su último trabajo, la adaptación para las tablas del discurso que Juan Mayorga leyera durante la ceremonia de su ingreso en la Real Academia, es un milagro de las artes escénicas. Y no solo por el evidente riesgo que constituye querer versionar para el teatro un acto meramente académico, sino por el titánico esfuerzo que supone para la actriz permanecer durante casi dos horas defendiendo ella sola un texto de vocación ensayística y rigor intelectual, y hacerlo con tal apasionamiento que la palabra erudita –con su acaso de inevitable frialdad– se convierta en un homenaje al teatro a través del concepto del silencio, a la postre, pretexto y fin al mismo tiempo. Blanca Portillo, ataviada con traje de gala, lee para los académicos el texto de Mayorga, quien ya fantaseara con la posibilidad real de que fuera un actor el que llevara a cabo aquel acto protocolario, trasunto tal vez del desdoblamiento teatral, y una leve intrahistoria (la de la actriz en paro y olvidada, que recibe el encargo del flamante aspirante a la Academia) basta para hilar argumentalmente la escasa trama. Al hilo de las reflexiones del texto –una auténtica clase magistral que debiera representarse en todas las facultades de Filología–, la actriz interpreta fragmentos de algunas piezas teatrales –pero también de otros géneros– que tienen el silencio como protagonista: el silencio autoritario del Creonte de Antígona o el impuesto por Bernarda Alba; el silencio desamparado que habita los espacios entre las réplicas de los diálogos de Chéjov; la incontinencia rebelde de Sancho ante el silencio marcado por su señor don Quijote; el «silencio articulado» –como lo definió mi Beatriz durante la cena posterior a la obra– del teatro del absurdo; el silencio divino que sufre el personaje del Inquisidor en el cuento interpolado en Los hermanos Karámazov; el silencio incómodo de la pieza musical 4’33”, de John Cage (reproducido hasta el último segundo por la actriz durante la representación, en un pasaje de la obra tremendamente arriesgado y audaz); o el silencio enamorado de Segismundo ante Rosaura (emocionado homenaje a uno de los papeles cumbre de Blanca Portillo). Por no hablar de la reflexión metafísica del silencio, convertido en ontología, especialmente durante la introducción;  la reivindicación política a él vinculada; o la lección teórica del silencio relacionada con sus posibilidades técnicas en el escenario: las pausas, las acotaciones o los apartes. El texto de Mayorga lo podrá encontrar el lector curioso publicado por la editorial La Uña Rota.

 En el debe del montaje, algunas incorporaciones de sesgo feminista que no por legítimas son menos forzadas o erróneas (como el reproche a los miembros de la RAE por su rechazo a los dobletes gramaticales de género; la supuesta superioridad interpretativa de las actrices por encima de los actores; o ese bonito ejercicio de sororidad en el que Portillo reformula el famoso pasaje final donde Bernarda Alba pide silencio a sus hijas, convirtiéndola, en su hermosa reinterpretación, en una supuesta víctima más del sistema patriarcal, que es otra forma de silencio).

Donde no hubo silencio, sin embargo, fue en la aclamación final desde el patio de butacas, que se prolongó durante minutos. Nada extraño si uno piensa, con razón, que esta obra de Blanca Portillo adquirirá con el tiempo algo de legendario, como aquel Lorca de Juan Diego Botto, y que el eco de esos aplausos desafiarán el silencio de los siglos. Aunque nosotros, ya silencio perpetuo, no estemos allí para comprobarlo.

lunes, 16 de mayo de 2022

571. 'Summertime blues'

 


Estas últimas semanas he andado meciéndome entre el melancólico vaivén de la agradabilísima prosa de Diego Prado. Seguramente sea la melancolía el sentimiento que mejor se aviene con el ejercicio de la lectura y, comoquiera que Diego Prado administra con maestría la nostalgia y los mundos languidecientes, la experiencia ha sido adictiva, pues a ver quién es el embustero que se resiste a refocilarse en el alma de blues que todos llevamos dentro. El autor ya advierte en el prefacio de su novela que el argumento parte de un hecho real, la muerte en 1960 del ídolo del rock and roll Eddie Cochran en un accidente de tráfico y la posterior custodia de su guitarra por parte de un joven policía llamado David Harman. Sobre la base de este acontecimiento, Prado fabula mezclando realidad y fantasía, y pasa lo de siempre: que todo ente de ficción acaba siendo real en tanto que existe en la literatura, aunque esta premisa solo es cierta si los personajes tienen verdad, y los personajes de Prado –créanme– tienen mucha verdad; así que doy fe de que Johny y Jane y Whitaker y todos los demás existieron realmente. Johny, un bala perdida que está enamorado de la chica bien de un pueblecito de Alabama que es fan de Cochran, promete conseguirle a aquélla la guitarra del cantante. Con esa meta, acude junto a su amigo, el larguirucho Whitaker, al concierto de Cochran en Somerset, el último que daría el músico, pues de camino al aeropuerto para regresar a EEUU se produce el fatídico accidente. A partir de aquí y con la guitarra casi expedita, Prado activa los resortes de la ficción.

Leer Summertime blues ha sido como estar viendo una de esas películas americanas ambientadas en los años 60, sujetas a un clasicismo canónico que se agradece mucho en estos tiempos de rupturismos literarios. Y no solo porque la novela beba del lenguaje cinematográfico o porque el libro constituya un friso de los acontecimientos históricos más relevantes que jalonan aquella década en EEUU (entre ellos la guerra de Vietnam a la que el autor dedica varios capítulos), sino porque Prado es capaz de crear la atmósfera precisa para transportarnos a aquel tiempo y a aquel país ensamblando con precisión todos los motivos recurrentes que el lector, a la postre depositario del imaginario colectivo, espera encontrarse, y todo ello sin menoscabo de la originalidad y auspiciado por un innegable talento narrativo. Así, los tipos humanos, la concepción del mundo, los registros lingüísticos y, por supuesto, la banda sonora, se acomodan perfectamente a las expectativas del lector, que halla el placer del reconocimiento a la vez que se embarca en una buena historia. Se agradece también la noble voluntad del autor de concebir su libro como un artefacto literario desde el punto de vista estilístico, y aunque, persiguiendo esa empresa, quizás concatene sin la necesaria dosificación metáforas y comparaciones literarias, tampoco estorban, aunque la limpieza de la prosa, tan agradable y amabilísima per se no las requirieran con tanta profusión.

Por lo demás, Summertime blues es un homenaje a los ideales, a la amistad y la memoria. Sobre este último tema descubrirá el lector el acierto estructural de dos historias paralelas en planos temporales distintos que acaban encontrándose. Y hay algo también del valor de la intuición, a veces aderezada con su pizca de esoterismo. Pero para mí, como dije al principio, Summertime blues es sobre todo un canto a la melancolía, al tiempo periclitado, al exilio de quienes sienten que ya no se reconocen en la época en que viven, pecios ellos mismos del naufragio del tiempo y del desecanto que acaban arrastrados por el oleaje a una playa solitaria donde el verano es solo una canción de blues. Y no: there ain't no cure for the summertime blues. Afortunadamente.

lunes, 9 de mayo de 2022

570. 'El Ruletista'

 


La editorial Impedimeneta anda ya por la sexta edición de El Ruletista desde que en 2010 decidiera recuperar este relato corto semi inédito de Mircea Cǎrtǎrescu. El cuento formaba parte de un volumen mayor titulado El sueño, y fue publicado en 1989, aunque no superó la censura comunista y el autor rumano tuvo que transigir con la mutilación del libro, poda que suprimió completamente ese relato y parte de los otros que integraban la obra. Hubo que esperar a 1993 para ver publicado el libro completo, esta vez con el título de Nostalgia. Pero de la intrahistoria de El Ruletista y del libro de cuentos donde acabó inserto puede dar mejor cuenta su traductora, Marian Ochoa de Eribe, autora también del pequeño estudio preliminar que abre la edición de Impedimenta.

A mí me interesa más bucear por las causas que han contribuido a que ese cuento haya seguido reeditándose casi ininterrumpidamente durante una década. Más allá de la lealtad de los lectores de Cǎrtǎrescu y de la socorrida brevedad del librito, hay en El Ruletista un magnetismo que se parece mucho al que ejerce el innominado protagonista del relato. El llamado Ruletista, con el que el narrador dice haber tenido una irregular relación de amistad desde la infancia, decide superar sus penurias económicas prestándose al ritual de la ruleta rusa, de cuyo trance sale siempre milagrosamente indemne. Tanta es la suerte que acompaña al incauto, que llega un momento en que decide ir incorporando más balas al tambor del revólver hasta cargarlo por completo con los seis cartuchos. Cǎrtǎrescu describe, con un gran dominio de la atmósfera, la sordidez de los conciliábulos y sus protocolos, y denuncia, aunque veladamente, la ociosidad de la clase acomodada, que disfruta de forma insana con el morbo de esa ceremonia trágico-lúdica apostando su dinero a costa de la vida de vagabundos harapientos y demás parias de la sociedad. Pero es el ruletista en cuestión quien acapara toda nuestra atención. Cuando las ganancias de las apuestas han conseguido paliar sus urgencias monetarias y, por lo tanto, hacen innecesaria ya su participación en la macabra liturgia, el protagonista sigue jugándose la vida asumiendo cada vez más riesgos y convirtiendo el acto en un espectáculo que aliña con todo tipo de sofisticadas performances. En realidad, detrás de esa actitud enfermiza subyace la radicalidad metafísica que el coqueteo con la muerte exacerba hasta diluir la frontera entre ser y no ser, de acuerdo con la tendencia onirista de la literatura rumana de los 80 que incorporaba el sueño como simbionte de la vida hasta confundirse con ella, premisa filosófica que, por otro lado, ya había cultivado, entre otros, Calderón en nuestro teatro áureo. Durante el relato, se intercalan reflexiones metaliterarias del narrador, un exitoso escritor ya anciano, insatisfecho de su balance literario y que parece cifrar su inmortalidad en la narración de este cuento postrero, igual que el protagonista desafía también la lógica de la vida, agrandando la leyenda de su gesta para alcanzar la inmortalidad incluso en la muerte. El sesgo de la literatura onirista llega aquí a su culmen al asumir el narrador su condición de ente de ficción dentro del relato (a la manera de Unamuno en Niebla), condición en la que fía su eternidad, pues se obrará su resurrección cada vez que el lector se acerque a su historia y le insufle de nuevo de vida. De tal manera, que la inmortalidad legendaria del ruletista y su éxito en la memoria colectiva de los lectores está unida a la propia inmortalidad del narrador: un canto a la posteridad merced a la Literatura. La última bala del cartucho.

 

A Ana Robles, que vació el tambor del revólver cuando yo era un ruletista y la vida, una ruleta rusa.

lunes, 2 de mayo de 2022

569. Clubes de lectura

 


Siento por las presentaciones de libros una contradicción extraña. Por un lado resultan necesarias para la puesta de largo de una obra, para su saludo entre las sociedad lectora, que acude, como en un ritual, al bautismo de la nueva criatura y acompaña al padre en la celebración. A veces se usan, de forma retórica, esos términos de corte religioso para referirse a este tipo de actos. Así, se dice que tal o cual presentador oficiará la ceremonia; que el poeta salmodió sus versos para la feligresía literaria y que los asistentes, en esos templos de la literatura que son las librerías, comulgaron con la oblea del papel. Y hasta la compra del libro se antoja comprometedora, como cuando el monaguillo pasa el cepillo al terminar la misa. Y así, aquella presentación queda revestida de cierta solemne formalidad que quiere legitimar lo que en realidad es: una transacción comercial. Porque, durante las presentaciones de libros, no puedo dejar de pensar que toda esa puesta en escena no deja de ser un ejercicio mercantilista donde el escritor debe seducir cual mercader bereber al público asistente, ardid del que también participa el presentador, ese hombre que pasaba casualmente por allí y que leyó el libro y que quedó maravillado y extasiado y alguna hipérbole más. Una presentación es, a veces (concedamos que no siempre), la solapilla o la contracubierta o la faja de los libros hechas teatro vivo. Y claro que las editoriales tienen que vivir y las librería que ceden su espacio deben facturar, pero para determinado escritor, para quien la literatura lo es todo excepto un negocio, debe de resultar bastante incómodo formar parte del bazar. Y si accede es, ante todo, porque la literatura es un acto de comunicación y el que escribe aspira siempre a poder comunicarse.

Por supuesto, en esto de las presentaciones hay honrosas excepciones. Pero donde nunca habrá trampa ni cartón es en los clubes de lectura. Allí no hay ya que convencer a nadie para que compre tu libro; todos lo han comprado por voluntad propia y sin más intermediario que el boca-oreja, la curiosidad o, si la carrera del escritor es dilatada, la lealtad de quien apuesta sobre seguro. En los clubes de lectura hablan, sobre todo, los lectores. Allí se permite el agasajo y la impertinencia; el halago y el escarnio público; el pudor y el huroneo morboso. Se puede ser bondadoso o maleducado. Pero se habla de hechos consumados, los recogidos en las páginas del libro del que se debate. Y como cada lector es un mundo, y la inteligencia y la sensibilidad admiten en ese foro muchas y variopintas capas de permeabilidad, aparecen en las interpretaciones hallazgos inesperados, perspectivas nunca imaginadas por el propio escritor, alternativas argumentales inspiradoras, críticas constructivas que ayudan a mejorar y, sobre todo, el cariño y la complicidad de ese conciliábulo de letraheridos que se reconocen en su pasión por la lectura y que convierten esos actos en un ejercicio de camaradería duradera. El escritor ya no se siente en la obligación de convencer ni de defender su proyecto literario sino que participa como uno más de la discusión, casi como si hablara de un libro ajeno, un libro que ha escrito otro (los libros siempre los escribe El Otro) y descubre complacido, cómo su protagonismo mengua, en beneficio de la obra. Allí la única transacción que existe es la de las ideas y la de las palabras y, si se tercia, la de unos vinos que desaten la lengua. Un club de lectura es siempre algo más que un club de lectura. Tiene vocación de hogar.

A Arturo Espinosa gran maestre de la masonería de todos los clubes de lectura.