CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

jueves, 17 de julio de 2025

696. La ballena azul (presentación en Alicante)

 


TEXTO DE LA PRESENTACIÓN EN ALICANTE

Ahora son las 12.30h de la tarde y afuera luce el sol. Pero, tal vez, hace unas ocho horas, pongamos a las 4.20h de la madrugada, una persona aquejada de una profunda soledad, rota, vulnerable y por eso mismo, manipulable, conversa con algún iluminado del Internet profundo, que invita a nuestro personaje a resarcirse de su miseria vital abrazando un nuevo credo a través de un juego mortífero. Los principios de esa nueva religión son, a priori, atractivos, sustentados en un corpus teórico bien cimentado. Se trata de romper con el mundo, de acercarse a la acreencia, porque el mundo es un lugar hostil e injusto y casi todo es mentira y el ruido de la sociedad no permite alcanzar la esencia ni la verdad ni escucharnos a nosotros mismos, del mismo modo en que las ballenas se desorientan en el mar debido al ruido de los motores de los barcos y a la perturbación de los sónares. Así que rompamos con el mundo para una nueva e íntima refundación. Perdamos el miedo, porque el mundo nos quiere asustados; nuestro miedo, alimenta muchas bocas, es abono para muchos intereses espurios. Y nuestro personaje acepta el juego. El juego de la ballena azul. Cincuenta pruebas, una por día, hasta el fatal desenlace.

En realidad, en el libro de Raúl, estas cincuenta pruebas del juego de la ballena azul, ideado por el adolescente ruso Philipp Budeikin en 2013, no son un objetivo en sí mismas sino más bien un pretexto que el autor utiliza para estructurar su libro y para denunciar aquello que realmente le interesa, especialmente los bulos y las consecuencias de su tiranía. Para ello se vale a veces de lo que yo he querido llamar los «prescriptores letales», personas, muchas de ellas con un buen bagaje cultural, que encienden una mecha cuya repercusión acaba produciendo los mayores estragos. Así, por ejemplo, si Léo Taxil se permite la broma de demonizar la masonería, la broma ya no lo es tanto cuando Franco recoge el testigo, aun a sabiendas del desmentido de Taxil. Si los Protocolos de los sabios de Sion, obra publicada en 1902 para justificar los progromos que sufrían los judíos en la Rusia zarista, era en realidad, falsa, no lo fue para Hitler, que la legitimó para sus intereses, ni tampoco lo fue para los 6 millones de judíos muertos durante el Holocausto; si a Wataru Tsurumi le da por escribir El completo manual del suicidio en 1993, los suicidas que su lectura provocó no eran solamente un libro. Si el líder David Lane propaga sus eslóganes supremacistas apelando a la necesidad de preservar la supervivencia de la amenazada raza blanca, las víctimas a manos de Brenton Tarrent o de Breivik no son eslóganes. Porque en todos estos casos, los muertos –dice Raúl Quinto– estos sí, son muy reales.

Otro tanto sucede con las leyendas que circulan por Internet. Si en la Deep Web se asegura que en los sótanos de las pizzerías violan y devoran niños, a qué extrañarse que un tal Edgar Maddison (quizás una de esas personas rotas y solas de las que hablábamos antes) entre, rifle en ristre, en una pizzería de Washington y se líe a tiros. O si se asegura que poderes fácticos ocultos están planificando secretamente un nuevo orden de control mundial a través de las vacunas, el 5G, la mezcla de razas y la difusión de la agenda homosexual, que nadie se extrañe luego (o sí) de los repuntes de los movimientos anticientíficos, xenófobos y homófobos. Podríamos poner más ejemplos, pero tampoco es cuestión de destripar la obra.

El libro de Raúl es un catálogo de las mayores atrocidades producidas en nuestro mundo merced a la lacra de la desinformación, algunas de ellas descritas con espeluznante crudeza. Pero también, como si de un nuevo Benito Jerónimo Feijoo se tratase, Raúl, que es digno heredero del pensamiento ilustrado, trata de desterrar con su denuncia la superstición y el esoterismo en nombre de los cuales (religión, brujería) tantas barbaridades y actos escabrosos se han llevado a cabo.

Finalmente, el libro nos coloca ante el espejo de nosotros mismos y de nuestra animalidad sádica y egoísta. Raúl menciona ejemplos como la asistencia en masa a la última ejecución con guillotina en 1939 en Versalles; o el caso del verdugo Nicomedes Méndez, que al jubilarse creó El Palacio de las Ejecuciones para mostrar ante un público ávido de morbo, los detalles de sus instrumentos de tortura; o el éxito de las películas de Traces of Death, que reproducen secuencias de muertes reales; o las prácticas turísticas de una sociedad adocenada e insensible a los lugares donde se habían producido actos macabros para conseguir luego el like en las redes sociales. Una frivolidad, pensemos quizás. Pero Brenton Tarrent también retransmitió en directo en Facebook desde su cámara Gopro su masacre en una mezquita neozelandesa.

La ballena azul es un libro perturbador e incómodo, como lo son siempre los libros que trascienden. El arte es una mentira y por eso mismo es verdad, dice en algún lugar Raúl Quinto. O «el arte debería romper los ojos y escribir unos nuevos». Con un estilo oracular, de fraseo corto y ritmo contundente, casi alucinado, como los vídeos sicodélicos que proponen en el juego de Budeikin, Raúl Quinto consigue escribir en nosotros esos nuevos ojos de la cita de marras. Contiene, además, el libro, el irrenunciable valor ético y estético que del autor cartagenero conocemos. Entretanto, esta noche, a las 4.20h de la madrugada, nuestro personaje insomne volverá a apostarse ante la pantalla de su ordenador. 

lunes, 14 de julio de 2025

695. Te robo mi vida

 


Hacía tiempo que no visitaba la literatura de Luis Leante. Uno se pregunta por las absurdas razones que nos apartan durante años de los lugares que una vez nos hicieron felices. La inescrutabilidad de los itinerarios lectores y todo eso. Y ha sido volver a sus páginas, y reconocer aquellas viejas sensaciones de la narratividad clásica, el magisterio de la evocación y del ritmo envolvente al servicio de algo tan esencial como contar historias: tan sencillo y tan difícil a la vez. Ahora que la novela aspira al hibridismo (pero siempre lo ha hecho) y a la experimentación (pero nadie puede innovar ya después de Joyce), yo reivindico, con Luis Leante, la novela-novela de toda la vida.

Ya las primeras palabras de Interpretación de la mentira (M.A.R. Editor) consiguen eso que los pedantes llamamos una buena captatio: «Todas las muertes son absurdas, pero algunas lo son más que otras». La reformulación del famoso inicio de Anna Karenina no es baladí, pues la novela de Leante es, entre otras cosas, una exploración profunda de las relaciones familiares –aquí fundamentalmente infelices–, de sus secretos, sus miserias, sus mezquindades y sus apariencias, tanto en el seno del clan de los Lezcano, una familia de porte aristocrático venida a menos, como en el del protagonista innominado que toma la voz narrativa, de origen humilde y cuya relación paterno-filial está llena de interesantes aristas. Entre los primeros, pronto destaca Celso D’Atri, apellido que no solo remite al esqueje que supone su presencia en la familia Lezcano, sino también al concepto de «otredad» inserto en la raíz del apellido italiano, que tanta importancia tendrá para el recurso metaliterario con que nos sorprenderá Leante al final del libro, relacionado con el tópico cervantino del manuscrito encontrado, y que no podemos desvelar aquí.

Celso y el protagonista se conocerán en el pueblo donde veranea la familia de aquel, Hondares, topónimo trasunto de la región de Murcia –tal vez de su Caravaca natal– a la manera en que Muñoz Molina usa el de Mágina para referirse a Úbeda-Jaén. No es el único guiño autobiográfico que se puede rastrear en la novela: Ediciones 28, el lugar donde publica Celso su libro, parece remitir a Libros 28, la librería de San Vicente del Raspeig a la que el escritor estuvo vinculado estrechamente hasta su desaparición. Celso, que aspira a ser escritor, deslumbra con su inteligencia y maneras a nuestro protagonista que, inoculado también del virus de la escritura, tratará de imitarlo, al principio, en vano. El transcurso de la novela abarca aproximadamente algo más de 40 años, a través de los cuales asistimos al deterioro de Celso y al éxito literario de su otrora amigo de la infancia, además de desvelarnos los entresijos de la muerte con la que se inicia la novela. El primer éxito de Celso lo convierte pronto en un juguete roto y olvidado, incapaz de repetir la popularidad que le granjeó su primer libro en el siempre inestable e impostado mundo literario (no pasa desapercibida la alusión velada a la fanfarria del Premio Planeta). El sorprendente final nos hace reflexionar sobre la utilización espuria de la literatura para canalizar a través de ella los ajustes de cuentas de la vida personal, pero también de la posibilidad de redimirse en la ficción (o en la autoficción) creando un mundo alternativo donde poder salvarse. El resultado es una fascinante artefacto caleidoscópico donde la verdad, la mentira y las voces narrativas se acaban entreverando en la siempre dramática lucha por la identidad.

martes, 8 de julio de 2025

El padre de Steiner

 


Querido Fernando:

 

Deslumbrado todavía por la hermosura de tu novela, te pongo estas líneas para darte las gracias por las horas de felicidad que su lectura me ha dispensado. Me refiero a Las cinco vidas del traductor Miranda, que aún no había leído. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto del gozo de leer. Y, al terminar de hacerlo, recordé algo que contó George Steiner en una entrevista con Bernard Pivot. Dijo que, desde niño, cada vez que leía un libro, su padre le obligaba a escribir algo sobre el mismo, con el argumento de que ese gesto constituía una manera de agradecer el esfuerzo al autor y de responder a lo que el libro proponía. Agradecimiento y responsabilidad, pues, en el sentido más noble de ambos vocablos. Y algo de eso me gustaría dejar en estas palabras.

Varios amigos me habían elogiado tu novela, pero no me avisaron de la conmoción estética a la que me iba a enfrentar. Comencé a leerla y, casi al instante, me sentí transportado a aquel momento de la fetua y sus pavorosas consecuencias, así como seducido por la brillantez con que vas construyendo a los personajes. Encarnas en ellos magníficamente tus dos obsesiones: la identidad y la culpa. Y las regulas con precisión: la culpa difusa de Miranda, la brutal de Salman Rushdie/ Joseph Anton por la desolación y muerte que su libro ocasiona, y la insinuada al final del terrorista tan sabiamente innominado. Y a la culpa ostensible del mundo musulmán se opone la matizada del cristiano occidental. Lo mismo cabe decir de la identidad: la exhibida, pero turbadora, de Miranda; la sigilosa y atormentada de Joseph Anton, y la martirizada del terrorista musulmán. La construcción de este último personaje y el acierto de que sea el único que se expresa en primera persona me han parecido hallazgos sensacionales. Carece de nombre, con lo que no es nadie pero puede ser todos. Y eso lo transforma en una alegoría del musulmán en Occidente. Está familiarizado con la atrocidad y eso nos lo aleja; pero esconde una herida tierna que nos explica (y hasta cierto punto “justifica”) su “ira naranja” y eso nos lo aproxima. Sin parecerse en nada, me ha recordado en su concepción a un personaje igualmente incómodo: el Torquemada de Galdós, que nos resulta miserable en su condición de tenebroso prestamista, pero al mismo tiempo amable en cuanto ayuda a los demás aunque sea de forma también oscura. Esa duplicidad lo humaniza. Y eso es lo que también has lograd tú. Un prodigio de construcción, Fernando.

¡Qué personajes! Salman y Miranda ungidos por su oficio; el terrorista sacramentado por su pasado y su misión; y Chiasa bendecida por el amor. Uno no quiere separarse de ellos. Todos están vivos, animados por una profunda vibración cordial que se advierte en sus palabras y en su comportamiento, así como en sus relaciones. Pasean su humanidad por las líneas de la novela con una inocencia y una suerte de pureza que los vuelve inolvidables. Y en su misma constitución tirita un fondo de compasión (en el sentido más puro de la palabra), una piedad que sin duda pones tú, que los hace fraternalmente nuestros. La verdad es que dan ganas de quedarse a vivir en tu novela.

Todo eso ya es mucho, pero además, cuando detuve la lectura y logré desprenderme de la fascinación, me di cuenta de que había sucumbido al ritmo encantatorio, casi hipnótico, de tu prosa; de que, con tu escritura, podías llevar al lector a donde quisieras. Y que lo hacías con tanta brillantez como solvencia. Me tenías atrapado, rehén ya para siempre de tu inmensa soberanía verbal. No podía soltar el libro. No podía dejar de leer. Toda interrupción me resultaba insoportable. Y hacía tanto tiempo que no me sucedía eso…

Antes -sospecho que te ocurrirá lo mismo- yo vivía en el paraíso de la admiración. Casi cualquier novela me fascinaba o, al menos, me interesaba; y las grandes obras de la literatura universal no suscitaban en mí el resentimiento de la envidia, sino la dicha de la admiración. Hoy todavía reconozco, incluso en las obras más fallidas, el fervor con que el escritor repujó una frase, el esfuerzo que puso en buscar un adjetivo o idear una situación. Pero ya no leo con la alegría de antes y pocas veces me llega el entusiasmo. Pues bien: quiero que sepas que Las cinco vida del traductor Miranda me ha devuelto el entusiasmo y la alegría de la lectura, Fernando. Y eso es de agradecer.


Y el lenguaje. ¡Qué envidia me has dado, Fernando! ¡Qué capacidad, qué precisión! Me ha asombrado el increíble acarreo lingüístico de tu novela: la riqueza del léxico, el rescate de palabras oxidadas por el olvido o desterradas por la negligencia con que a menudo hoy se escribe. Pero más aún me han sorprendido la adjetivación tan atrevida como precisa, las maravillosas metáforas y símiles de que te sirves, y, sobre todo, el perfecto ritmo de la prosa, ese ritmo hipnótico, encantatorio, del que hablaba antes. Me acordaba de Maupassant y su teoría sobre el alma de las palabras. Según él, las palabras tienen alma, pero muchos lectores y algunos escritores solo les piden un sentido. ¿Y cómo se encuentra el alma de las palabras? Al asociarlas con otras. Entonces encuentran su más profunda verdad. Y es que siempre hay un sustantivo preciso para decir algo y un adjetivo exacto para precisarlo y un verbo justo -solo uno – para animarlo. La tarea del artista es encontrarlos. Y eso es justamente lo que has hecho, Fernando.

Por último, creo que le ética es parte fundamental de la experiencia estética, y no me cabe duda de que tu novela tiene una profunda resonancia política y moral. Indagas en la culpa personal, política y social. Pero a través ellas insinúas otra culpa que me ha recordado a Sender. Cuando explicaba la actitud de Mosén Millán y otros personajes de su célebre Réquiem por un campesino español, aseguraba que todos ellos eran “culpables de inocencia”. Creo que todos los lectores de tu novela, en algún momento, nos sentimos también culpables de inocencia, en el sentido de que, al no actuar ni denunciar, nos ponemos al servicio del poder y del mal.

Por otra parte, en estos tiempos de descarada censura y estúpida “cancelación”, tu libro constituye todo un alegato en favor de la libertad de expresión. Pero, junto a esa evidencia, me gustaría destacar cómo esa palabra de raigambre moral que alumbra todos tus textos va erigiendo poco a poco una clara defensa de los dos valores esenciales del humanismo clásico: la tolerancia y la responsabilidad.

En fin, aunque de manera deslavazada y un tanto caótica, creo haber cumplido con el precepto del padre de Steiner: agradecer la felicidad que me has brindado y responder al enorme esfuerzo que has desplegado con, al menos, unas pocas consideraciones. Tiempo habrá de hablar con más detenimiento.

Muchas gracias, Fernando.


Fernando Villamía (escritor)

lunes, 7 de julio de 2025

694. Mono de feria

 


Me encantan las ferias de libros. Pero solamente como lector. Lo de posar en un caseta en calidad de autor, eso ya es otra historia. Cuando una librería o la editorial donde publico me proponen participar en alguna de esas ferias, échome a temblar. A la timidez patológica que me caracteriza se une luego la sensación de que mi presencia allí resulta estéril, que seguramente se venderían los mismos pocos ejemplares de mis novelas estuviera o no presente en mi turno de firmas. Los paseantes se detienen ante la caseta, hojean los libros, miran el cartel que te anuncia para saber quién diablos eres, luego lo cotejan con tu rostro –sí, soy yo–, vuelven a tomar la novela, leen la contraportada, echan otro vistazo a mi cara, como si la historia que se resume en la sinopsis tuviera que tener algún tipo de relación frenológica con mi morfología facial, sueltan una sonrisa cortés y condescendiente, devuelven el libro al aparador y se marchan. Los tenderos me animan a aprovechar las posibles dudas de los potenciales compradores apostados en la caseta para venderles las bondades de mi novela, pero yo solo me atrevo a un tímido «hola» y a una mirada esquiva que acaba por disuadir al lector. Admiro sinceramente a algunos escritores compañeros de caseta que despliegan todas sus habilidades de mercaderes bereberes para ganarse la confianza del pobre incauto, pero yo soy incapaz de participar del bazar. Para aquellos que, como yo, no se ganan la vida con los libros porque tienen sus propias fuentes de ingresos más allá de la escritura, la mercantilización de sus novelas se antoja un envilecimiento que humilla la pasión y el amoroso afán con que esos libros nacieron. Entiendo que las editoriales y librerías deben hacer su negocio, y agradezco la gentileza de invitarme, pero yo no valgo para estas cosas. Alguna vez me ha resultado sonrojante asistir a la insistencia cicatera de algunos autores que agobian a los paseantes a la manera en que los vendedores de flyers atosigan a los transeúntes en cualquier zona de ocio de Salou o Benidorm. Algunos, sobre todo los autopublicados, se pertrechan de todo tipo de carteles gigantes y pomposos que ondean al viento con sus rostros de writers profesionales e interesantes y viven su experiencia de escritores por un día aunque a nadie les interese. De verdad que la literatura no ha podido degradarse en eso. Pero sí. Un día coincidí en mi caseta con el exjugador de baloncesto del Real Madrid, Juan Antonio Corbalán, que firmaba a la misma hora que yo su libro de memorias ante decenas de admiradores. Cuando agotó las unidades y dio por terminada su jornada, se despidió de mí estrechándome la mano, no sin antes, en un acto de clara compasión por su competencia desleal, comprar un ejemplar de mi novela. Creo que fue de los pocos ejemplares que vendimos ese día. Los escritores que nos movemos en los circuitos independientes somos muchas veces convidados de piedra, maniquíes o monos de feria en este tipo de eventos, donde el reclamo está en los escritores mediáticos, en los presentadores de televisión, en los tiktokers, en el señor disfrazado de Gerónimo Stilton o en los jugadores de baloncesto. Hay una sensación de fracaso tras una feria del libro que resulta peligrosa para la autoestima del escritor si no llega a ella convencido de que ese no es su verdadero sitio y de que hay otros espacios donde su contribución, si es honesta, resultará más interesante. Y en último término, el éxito o el fracaso solo se dirimen ante la mesa del escritorio.