Si nuestro blog hubiera nacido el año pasado, podríamos haber dedicado la presente entrada al cuadragésimo aniversario de la muerte de Don Ramón Menéndez Pidal. Así, habríamos satisfecho, con un bonito número redondo, la voluntad un tanto febril de los amantes de las efemérides. Pero es el caso que el presente espacio de no más de un mes y medio de vida, quiso ver la luz en 2009. Y hete aquí, que para regocijo de aquéllos, también el 2009 nos va a servir. Tal día como hoy del año 1869, nacía nuestro filólogo más insigne. Así que hoy celebramos el 140 aniversario de su venida al mundo. Casi es mejor efemérides ésta que la otra. ¡Qué obsesión por recordar las muertes de los grandes que nos dejaron! Como si eso fuera una buena noticia. ¿No es mejor rememorar la fecha mesiánica en la que la ciencia y la cultura reciben a un nuevo guía? En realidad todo esto es ocioso. A Pidal no le hace falta una fecha para que se hable de él. Y el caso es que a mí, admirador apasionado como soy del maestro, ya hacía tiempo que me apetecía dedicarle unas palabras, de las que quisiera se destilara sólo agradecimiento hacia su figura. El primer sentimiento que se genera dentro de mí al hablar de Menéndez Pidal es el de un apabullante acomplejamiento. Uno se empequeñece ante su alargadísima sombra y cree que sólo va a decir naderías. Naderías o no, asumiré el riesgo. Lo que inicialmente llama la atención cuando uno quiere aproximarse a la faceta humana de don Ramón es que la mayoría de sus biógrafos o personas que tuvieron la oportunidad de entrevistarle, apenas consiguen extraerle alguna declaración que se refiera a su más profundo fuero interno. El único momento, si el biógrafo o entrevistador es avezado, en el que Pidal menciona algún acontecimiento más personal, más íntimo, es cuando habla de su propia obra. Y es que en Menéndez Pidal es donde mejor se percibe esa fusión perfecta entre la obra y el hombre, inseparables la una del otro. Así, si sus recuerdos infantiles le remiten a la Naturaleza y a las excursiones por el puerto de Pajares, es para rememorar los romances asturianos con los que solazaba la caminata o los que su hermano Juan, en esas mismas salidas campestres, recogía de las gentes; si habla de su madre es para destacar su relación indirecta con el romancista Durán; si lo hace del padre, es para recordar la canción que escuchó de boca de unos niños el día de la muerte de aquél sobre el puente burgalés de San Pablo, que luego acogería las figuras del Cid, su Cid. Y así, desfilan amigos, profesores, anécdotas, sentimientos, satisfacciones, todas vinculadas siempre a su pasión científica. Rehúye las preguntas más personales o las despacha con rapidez y enseguida cambia de tercio para enfrascarse en largos monólogos sobre tal o cual punto referente a su labor. Es como si su vida no le pareciera interesante fuera de su centro intelectual, pese a vivir experiencias tan exóticas como la de arbitrar en un conflicto de fronteras entre Perú y Ecuador; pero también entonces se dedica a asediar a los diplomáticos hispanoamericanos para que le recojan romances de sus países; o el asesoramiento para el rodaje de la película El Cid, dirigida por Anthony Mann, de cuya experiencia se conservan documentos gráficos ya manidos, pero curiosos, donde Don Ramón conversa ufanamente con Charlton Heston. Cuando se le pide que relate una de las emociones mayores de su existencia, Menéndez Pidal nos sorprende con la anécdota (que luego no lo será tal) del día en que halló sobre su mesa de trabajo el manuscrito del Poema de Roncesvalles, rescatado y dejado allí silenciosamente por Amado Alonso, que lo había encontrado convertido en bolsa, cosida por un archivero que guardaba allí sus útiles de escritura. Hasta su viaje de novios con María Goyri no puede clasificarse entre las estampas típicas de una luna de miel. Conoció Don Ramón a su futura esposa en un Congreso Pedagógico de Acción Católica donde se ponían en tela de juicio las ideas feministas de Concepción Arenal. Salió valiente en su defensa, con la vehemencia de los 18 años, María, y su intervención mereció el aplauso del público, entre el cual estaba Emilia Pardo Bazán quien se acercó para abrazarla. El viaje de novios, como dije, no es de los que se estila hoy día. No hay fotos de los novios subiendo en camello el Teide ni tostándose en cualquier playa caribeña. Ellos eligieron la ruta del Cid. En ese mismo viaje, a María se le ocurre cantar ante una aldeana de Osma el romance de la Boda estorbada, que ésta cree reconocer en otra versión, de modo que lo canta junto a otros romances con los que distraía su labor de lavandera. Don Ramón y Doña María, que habían prolongado su luna de miel en Osma para contemplar el eclipse de sol que allí se iba a producir, olvidaron la conjunción astral porque ya poco significaba para nosotros ante el sol de la tradición castellana que allí alboreaba tras una noche de tres siglos, desde que Juan de Ribera publicó el último pliego suelto de romances orales en 1605. Uno de los romances cantados por la lavandera remitía a la desgraciada muerte del príncipe don Juan, primogénito de los Reyes Católicos e inédito hasta entonces, publicado y estudiado después por la misma María Goyri. La empresa de Pidal en su búsqueda de romances de tradición oral fue ingente y nos ofrece una nota curiosa al conocer que, emprendida esta labor en tierras de Granada, Federico García Lorca ejerció de cicerone del maestro. Podríamos encontrar innumerables ejemplos de vivencias relacionadas con su propia obra que es una prolongación o todo su ser realmente, el más auténtico suyo, a decir de su biógrafa Carmen Conde. Pero cualquiera puede acudir a esta u otras biografías y artículos relacionados.
Yo deseo hablar de lo que a mí me produce leer a Menéndez Pidal. En los últimos meses ando en el estudio de la épica medieval española, sobre todo en el ámbito de las gestas perdidas; y es imposible caminar sin las obras de Pidal. No voy a hablar del contenido de las mismas, que merecería interesantísimo aparte. Pero, independientemente de éste, lo que llama la atención es el enorme amor que Pidal deposita en todos sus estudios, la sentida emoción que se desprende de sus escritos. Esto sorprende en un texto científico, sobre todo porque el sentimiento mencionado no actúa en menoscabo del indiscutible rigor que ostentan y que es requisito indispensable en este tipo de obras. A Pidal difícilmente se le puede rebatir una afirmación científica porque sus construcciones teóricas no tienen fisuras. Es una elaboración orgánica perfecta. Y cuando la justificación falta, por carencia de argumentos documentales, y tiene que acudir a la intuición, la exposición de ésta es tan lúcida, tan sujeta, que algo tan subjetivo como una intuición, se convierte en dogma por puro credo de la palabra. Rigor y amor. De modo que cuando uno lee a Pidal tiene la sensación de estar leyendo ciencia de autoridad y, al mismo tiempo, esa emoción derrama sobre las palabras placer literario, lirismo. Decía Spizzer que Menéndez Pidal dice las cosas más estupendas con la mayor sencillez y esa sencillez brota del equilibrio de la emoción. El mismo Pidal reconoce que para su labor es imposible prescindir del amor: ¿Cómo sería posible que alguien trabajase sobre historia de España, a no ser superficialmente, sin tener un sentimiento vivo e intenso de todo cuanto constituye el espíritu de nuestro pueblo? Su amor a España, utilizado de forma maniquea por los que caminan por otros vericuetos menos aconsejables que los de la cultura, es un amor sano y apolítico. En su magisterio, Pidal ha creado una conciencia nacional científica que faltaba en España y los estudios medievalistas no habrían alcanzado la sólida trabazón que requerían sin su luz. La lástima es que ella se apagase y nos dejase a oscuras como en el eclipse de Osma.
Yo deseo hablar de lo que a mí me produce leer a Menéndez Pidal. En los últimos meses ando en el estudio de la épica medieval española, sobre todo en el ámbito de las gestas perdidas; y es imposible caminar sin las obras de Pidal. No voy a hablar del contenido de las mismas, que merecería interesantísimo aparte. Pero, independientemente de éste, lo que llama la atención es el enorme amor que Pidal deposita en todos sus estudios, la sentida emoción que se desprende de sus escritos. Esto sorprende en un texto científico, sobre todo porque el sentimiento mencionado no actúa en menoscabo del indiscutible rigor que ostentan y que es requisito indispensable en este tipo de obras. A Pidal difícilmente se le puede rebatir una afirmación científica porque sus construcciones teóricas no tienen fisuras. Es una elaboración orgánica perfecta. Y cuando la justificación falta, por carencia de argumentos documentales, y tiene que acudir a la intuición, la exposición de ésta es tan lúcida, tan sujeta, que algo tan subjetivo como una intuición, se convierte en dogma por puro credo de la palabra. Rigor y amor. De modo que cuando uno lee a Pidal tiene la sensación de estar leyendo ciencia de autoridad y, al mismo tiempo, esa emoción derrama sobre las palabras placer literario, lirismo. Decía Spizzer que Menéndez Pidal dice las cosas más estupendas con la mayor sencillez y esa sencillez brota del equilibrio de la emoción. El mismo Pidal reconoce que para su labor es imposible prescindir del amor: ¿Cómo sería posible que alguien trabajase sobre historia de España, a no ser superficialmente, sin tener un sentimiento vivo e intenso de todo cuanto constituye el espíritu de nuestro pueblo? Su amor a España, utilizado de forma maniquea por los que caminan por otros vericuetos menos aconsejables que los de la cultura, es un amor sano y apolítico. En su magisterio, Pidal ha creado una conciencia nacional científica que faltaba en España y los estudios medievalistas no habrían alcanzado la sólida trabazón que requerían sin su luz. La lástima es que ella se apagase y nos dejase a oscuras como en el eclipse de Osma.
Píramo, tras la lectura de tus palabras me atrevo a afirmar que has sabido plasmar la profunda admiración que sientes hacia el insigne maestro. Evidentemente, la Filología Hispánica habría quedado huérfana en muchos aspectos sin sus estudios. Es realmente admirable la dedicación casi exclusiva que tuvo a investigar, como encomiable es también el amor con que lo hacía.
ResponderEliminarEn estos tiempos en los que se tiende a la politización de todo y de todos es acertado defender que el amor de Pidal por lo español no es cuestión de derechas o de izquierdas. Todos los filólogos deberíamos tomar ejemplo de un hombre que vivía con apasionada emoción todo lo que hacía.
Soy testigo directo de la casi "idolatría" (permíteme esta expresión) que sientes por don Ramón y estoy segura de que con personas como tú esa luz de la que hablas seguirá estando viva y nunca caerá en la oscuridad del recuerdo.
Me ha gustado mucho tu artículo sobre Pidal, escrito desde la pasión y la admiración que te sé de hace tiempo hacia su figura.
ResponderEliminarCon Pidal, me pasa lo que sólo me ocurre con muy poca gente: Azorín, Dámaso Alonso, Andrés Trapiello, Andrés Amorós, Luis Antonio de Villena y pare usted de contar. Y es que, primero, que los entiendes y, segundo, que no te aburres leyéndolos sino todo lo contrario. No verás en ellos, no, diagramas, flechas y demás artificios. Tampoco encontrarás términos pedantes. Ahora, sabiduría, por un tubo. Y, además, una mina de pasatiempos.
Me he reído cuando lanzas tu pulla al respecto de los viajes de novios que en la actualidad se estilan. Marta y yo también elegimos un viaje "pidaliano" para la ocasión y nos decantamos por Mérida y tierras de Salamanca para la ocasión.
Pues Pidal también viajó a Italia: en 1911 con motivo de la fundación de la Escuela Española de Arqueología en Roma. Después fue Nápoles (1951), otra vez Roma (1952), donde recibe el premio Feltrinelli, de crítica e historia literaria, otorgado por la Academia dei Lincei; Palermo y Spoleto (1958); y Venecia (1962). Yo no sé si iría acompañado de María Goyri en alguno de estos viajes. Lo único que yo sé es que mañana yo me voy a Italia sin Beatriz. Y la florentina Beatrice de Dante no me vale. Un beso fuerte, mi niña. Aguárdame. Tuyo.
ResponderEliminarTengo un gran interés en profundizar en ese esporádico encuentro entre Lorca y M. Pidal en Granada. Por lo visto Jimena juega un papel importante. Dispones de más información sobre esos momentos? Estoy detrás de los romances que G. Lorca recogió en Granada... y si se sabe de otros lugares...
ResponderEliminarGracias.