El pasado viernes acudí a la representación de la conocida farsa de Molière El médico a palos en el Teatro Castelar de Elda. Como es sabido, la obra pone en escena las andanzas de un leñador, Sganarelle, caracterizado por su holgazanería. Su esposa, cansada de su comportamiento, le recrimina su escasa disposición para el trabajo a lo que él responde azotándola con una caña. Martina, indignada, urde un plan para vengarse de su esposo, quien constantemente alardea de saber latín. Casualmente, Martina se encuentra con un alguacil y un criado que andan por aquellos parajes en busca de un doctor. Ella no duda en recomendarles al mejor médico de toda la comarca que no es otro sino Sganarelle. Para que su venganza sea perfecta, Martina desvela a los desconocidos que dicho doctor es un hombre humilde, en apariencia ignorante, que únicamente confesará su sabiduría tras recibir golpes con un palo. La vendetta, por tanto, está en marcha. Seguidamente, los dos hombres encuentran a Sganarelle quien, tras propinarle una buena tunda de palos, accede a acudir a casa de un noble para sanar la extraña enfermedad de su hija: ha enmudecido repentinamente y no acierta más que a emitir gritos y sonidos guturales. Tras esta patología se esconde un motivo amoroso, pues la joven Lucinda finge su mudez para evitar el casamiento que su padre había concertado.
A partir de este momento, se sucede toda una serie de acontecimientos hilarantes que desembocan en un desenlace feliz en el que no falta la crítica social, pues se acaba descubriendo que todos los personajes-no sólo el médico- fingen en alguna medida. Así, el anciano padre de Lucinda finge desear el bien de su hija cuando en realidad se mueve por el interés económico, Jacqueline es una simple criada con conocimientos de algunos remedios caseros mas aparenta ser enfermera, la joven Lucinda simula su mudez, el alguacil presume de ser la mano derecha del rey de Francia cuando no es más que un simple recadero y Sganarelle que, si bien por miedo a ser apaleado, finge ser un médico que cura a base de latinajos con los que parece un brujo aficionado pronunciando su primer sortilegio, no duda y aprovecha la confusión para recaudar dinero.
En conclusión, el dramaturgo francés supo plasmar ya en el siglo XVII un mundo lleno de apariencia, caracterizado por la falsedad y la hipocresía. Un cuadro social este, que bien podría trasladarse a la actualidad. Aquí radica, sin duda, el rasgo esencial que convierte una obra de teatro en una pieza clásica pues gracias a la atemporalidad de su temática adquiere una vigencia universal. ¿Acaso no vemos constantemente a personas sin escrúpulos que fingen ser médicos y que trabajan en clínicas clandestinas sin temor a jugar con la vida de los enfermos, con traición y alevosía -éstos bien merecerían ser apaleados-; padres que conciertan los matrimonios de sus hijas en función del capital económico del pretendiente y eruditos a la violeta que pueblan los medios de comunicación?
Por otra parte, no dudo de que el público del Teatro Real de París de 1666 disfrutara con las repeticiones humorísticas de la obra que, quizás, para el respetable más purista del siglo XXI puedan resultar algo pesadas, pero lo cierto es que para un auditorio entregado y tan participativo como lo era el del siglo XVII supondrían un aliciente más que condujo a la farsa al éxito, pues en la corte de Luis XIV hubo cincuenta y dos representaciones. Imagino un teatro rebosante de un público jubiloso y bullicioso que ante la petición de vino por parte del médico no dudaría en responder al unísono: "Es por el polvo del camino". Este tipo de detalles que me permiten fabular cómo sería la representación son los que valoro en la puesta en escena de este tipo de piezas. Como ya comenté en otro artículo, en materia de teatro del Siglo de Oro soy clásica y por ello aplaudo también el vestuario que lucía el elenco de actores pues está inspirado en ilustraciones de la época. Como curiosidad destaco que el traje de médico es una réplica exacta del que lució el propio Molière en el estreno de la obra. A ello se unía un decorado acertado y una iluminación correcta.
En definiva, recomiendo a los aficionados y/o apasionados del teatro clásico acudir a esta representación pues considero que su director, Francisco Negro, ha logrado realizar una adaptación del original siendo fiel al espíritu de su creador. Ha conseguido equilibrar la balanza para ofrecer al espectador de nuestro siglo una pieza con un mensaje cargado de actualidad pues en tiempos como los que corren, es urgente reflexionar sobre la hipocresía y las falsas apariencias que reinan en nuestro mundo.
La sociedad en que vivimos nos obliga a asumir roles más o menos artificiales; unas veces por comulgar con ella y seguir así la dirección del viento; otras porque ejerce sobre nosotros una perversión que aceptamos por interés. Dependerá de la personalidad de cada uno para intentar huir del despotismo social, pero pocos lo consiguen. El mismo Sganarelle es la metáfora del individuo obligado a desempeñar un papel que no le corresponde pero, tras la resistencia inicial, asume su nueva función social sacándole partido de modo inmoral. Que no nos falten los Molière para abrir los ojos y no caer en la trampa. Afortunadamente hay roles que no son impuestos y salen del corazón. Como admirar y querer a mi Tisbe desde el otro lado de la pared, cada vez más resquebrajada.
ResponderEliminarHola Tisbe, ¡qué sorpresa me he dado al ver que eras tú!, jeje. Está muy bien la web, muy interesante; espero que la mía con el tiempo llegue a este nivel de calidad, un saludo.
ResponderEliminarHola Tisbe, cuál es tu nombre para citarte en un trabajo universitario?
ResponderEliminarHola, María José. Tisbe se llama Beatriz Pastor Becerra. ¿Qué trabajo es ese? Gracias por tu honestidad intelectual
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