Cuando, en 1835, Larra visita Mérida, el panorama que describe de la otrora segunda ciudad del Imperio romano no puede ser más desolador:
La caída del Imperio, las irrupciones de los vándalos y de los godos, la dominación de árabes, han pasado como un trillo sobre la frente de Mérida, y no han sido bastantes a allanar y nivelar su suelo, incrustado de colosales bellezas romanas. Las habitaciones han desaparecido carcomidas por el tiempo; pero las altas ruinas al desplomarse han desigualado la llanura, y han formado, reducidas a polvo, un segundo suelo artificial y enteramente humano sobre el suelo primitivo de la naturaleza. Se puede asegurar que no hay una piedra en Mérida que no haya formado parte de una habitación romana; nada más común que ver en una pared de una choza del siglo XIX un fragmento de mármol o de piedra, labrado, de un palacio del siglo I. Zaguanes hemos visto empedrados con lápidas y losas sepulcrales, y un labrador, creyendo pisar la tierra, huella todos los días con su rústica suela el «aquí yace» de un procónsul, o la advocación de un dios. Trozos de jaspe de un trabajo verdaderamente romano no tienen aquí otro museo que una cuadra, y sirven de pesebre al bruto que acaban de desuncir del arado. Diariamente el azadón de un extremeño tropieza en su camino con los manes de un héroe, y es común allí el hallazgo de una urna cineraria, o de un tesoro numismático, coetáneo de los emperadores. Lo que es más asombroso, gran número de cosecheros se sirven aún en sus bodegas de las mismas tinajas romanas, que se conservan empotradas en sus suelos, y cuyo barro duradero, impuesto de tres capas diferentes superpuestas y admirablemente unidas, parece desafiar todavía el tiempo por más siglos de los que lleva vividos. Las vasijas mismas que se construyen en el país tienen una forma elegante, y participan de un carácter respetable de antigüedad que difícilmente puede ocultarse a la perspicacia de un arqueólogo.
Una vez en Mérida, y rodeado de ruinas, la imaginación cree percibir el ruido de la gran ciudad, el son confuso de las armas, el «hervir vividor» de la inmensa población romana. ¡Error! Un silencio sepulcral y respetuoso no es interrumpido siquiera por el «aquí fue» del hombre reflexivo y meditador.
Una vez en Mérida, y rodeado de ruinas, la imaginación cree percibir el ruido de la gran ciudad, el son confuso de las armas, el «hervir vividor» de la inmensa población romana. ¡Error! Un silencio sepulcral y respetuoso no es interrumpido siquiera por el «aquí fue» del hombre reflexivo y meditador.
Escribe Larra estas palabras en uno de sus artículos de viajes, publicados en la Revista Mensajero. El gran analista de la sociedad matritense abandona la capital, que ya le ahoga (no quepo en el teatro; no quepo en el café; no quepo en los empleos; todo está lleno; todo obstruido, refugiado, escondido, empotrado en un rincón de la Revista Española... J’étouffe. ¡Fuera, pues, de Madrid! ) y decide atravesar Castilla, esa infeliz mendiga [que] despliega a los ojos del pasajero su falda raída y agujereada en ademán de pedirle con qué cubrir sus macilentas y desnudas carnes. Una vez en Mérida se hace con un cicerone, una verdadera ruina, no tan bien conservada como las romanas. Éste le guía por entre los vestigios emeritenses y pronto se descubre su ignorancia hacia el patrimonio autóctono: confunde el anfiteatro con una plaza de toros, la naumaquia son unos baños árabes y asegura que antes de los romanos, ya habitaban Mérida los godos y los moros. Larra, con su habitual ironía, asiente con melancólica guasa a los absurdos de su peculiar guía y junto a él recorre el puente romano, el acueducto, el anfiteatro (que Larra llama "circo"), el circo (que Larra llama "hipódromo"), los restos del teatro (que Larra llama "anfiteatro"), las calzadas romanas, el arco de Trajano, la capilla de Santa Olalla, el templo de Diana y el conventual. Todo en las descripciones que Larra hace de lo que observa denota la honda tristeza que le produce testificar la desidia, la dejadez a la que han sido abandonados los tesoros arqueológicos de la ciudad extremeña. Cuenta Larra la anécdota de un labrador que, cavando en su corral, encuentra un precioso mosaico perteneciente a una antigua domus romana; y que notificado el hallazgo al Gobierno y demorándose tanto las diligencias (el famoso "vuelva usted mañana" de la burocracia española), ha quedado a la intemperie el pavimento descubierto hasta la presente [y] el polvo, el agua llovediza y el desmoronamiento de la tierra circunstante echan a perder diariamente el peregrino hallazgo, lleno ya de quebraduras y lagunas; sin embargo, bastaría una cantidad muy pequeña para construir un cobertizo y comprar la choza, ya que no fuese para continuar la excavación.
Qué diferente esa Mérida anémica, consumida entre las ruinas de la que nos habla Larra, de la Mérida de nuestros días, tan entregada a su patrimonio, tan viva. Larra apenas reconocía el circo por la presencia de la meta; hoy se respeta su arena de 440 x 115 metros de planta y se ha recuperado la spina, las carceres, la porta pompae y parte del graderío. Del teatro Larra dice lacónicamente que está peor conservado. Hoy es, como dijo Menéndez Pidal, director de su reconstrucción desde 1964, príncipe entre los monumentos emeritenses. Larra, que no llegó a conocer la excavación del teatro, iniciada en 1910, quizás sólo pudiera contemplar las legendarias Siete Sillas, parte superior del graderío de un teatro soterrado durante siglos. Hoy está completamente habilitado y en ese magnífico marco presidido por Ceres, se organiza el famoso Festival de Teatro Clásico, que este verano cumple su 55 aniversario y por el que han pasado grandísimos artistas, desde el primer certamen en 1933 en que Margarita Xirgu interpretaba a Medea en la versión de Miguel de Unamuno. Los museos no son ya las cuadras de marras, sino edificios que albergan en su seno riquísimas muestras de su historia. Así, el Museo Nacional de Arte Romano y el Museo Visigodo. Y los cicerones no son unos hombres que viven entre sus ruinas tan ignorantes de ellas como los búhos y vencejos que en su compañía las habitan, sino ciudadanos orgullosos de su ciudad, comprometidos con el legado del que son depositarios. Las oficinas de turismo se vuelcan en la promoción e información que el turista curioso necesita; las tiendas nos emborrachan con cráteras romanas y nos alumbran la imaginación con la luz de sus lucernas. Larra se deja en su descripción innumerables monumentos. No es este el lugar de repasarlos todos. Quien lo desee puede repetir el viaje de Larra pero, a buen seguro, ya no volverá a su casa, como él, lleno de aquella impresión sublime y melancólica que deja en el ánimo por largo espacio la contemplación filosófica de las grandezas humanas, y de la nada de que salieron, para volver a entrar en ella más tarde o más temprano.