Una de las tareas más arduas de la investigación literaria es la de reconstruir el texto original de una obra. Es lo que se conoce con el nombre de edición crítica, que la RAE define como la establecida sobre la base, documentada, de todos los testimonios e indicios accesibles, con el propósito de reconstruir el texto original o más acorde con la voluntad del autor. El lector sabrá deducir más adelante por qué destaco en negrita esta última frase. Se desprende de tal definición que la empresa debe estar coordinada desde la multidisciplinariedad. Formarán parte de ese equipo, fundamentalmente, los filólogos, pero también, entre otros, los paleógrafos, los historiadores o los antropólogos, ramas auxiliares de un tronco mayor llamado ecdótica.
Tal reconstrucción es tanto más complicada cuanto más antigua es la obra que se trata de reparar. Así, los textos medievales, por ejemplo, han sido sometidos a numerosas deturpaciones fruto del descuido o la voluntariedad de los amanuenses que, unas veces por ignorancia y otras por una absoluta falta de pudor, modificaban a su antojo los textos que copiaban. En la literatura de carácter oral (valga el oxímoron etimológico) esas modificaciones son frecuentísimas. Es famosa la deformación de aquel romance donde Nerón contempla el incendio de Roma desde la roca Tarpeya que comienza: "Mira Nero de Tarpeya / a Roma como se ardía...", convertido luego en "Marinero de Tarpeya". Otro fenómeno muy común que propiciaba esas adulteraciones es el de la ultracorrección. Uno de los copistas de la Crónica de 1344, confunde el topónimo Viseo, ciudad portuguesa donde una parte de la tradición quiere colocar la penitencia y muerte del último rey godo, Don Rodrigo, con visco, pretérito perfecto simple, entonces en desuso, del verbo "vivir". Así, se dice que "fue hallado un sepulcro en visco"; pero como esta frase no tiene sentido, el copista posterior la arregla poniendo: "fué fallado un sepulcro en que visco", a raíz de la cual, se crea una variante donde se acepta que Rodrigo vivió sus últimos días de penitencia en su propio sepulcro y no en la cueva donde lo situaba la tradición.
Hay casos donde la crítica textual no tiene razón de ser. Por ejemplo, en la literatura de carácter oral. Tratar de reconstruir la primera versión de un romance popular o de un cantar de gesta no culto es desvirtuar la esencia misma del género, cuyo espíritu reside precisamente en esa vida en variantes que perpetúa la obra. Y, aunque lo que voy a afirmar roza el anatema, hay veces en que, con dolor agudo en mi conciencia, he pensado que la maravillosa edición monumental de Menéndez Pidal sobre el Cantar de Mio Cid, con su incuestionable mérito, sólo sirve para fijar un texto, el que hoy disponemos, de una obra que, por su propia naturaleza, no puede someterse a tal fijación. En ese mismo sentido pienso también en la reconstrucción del Cantar del cerco de Zamora que tan magistralmente realiza Carola Reig a partir de los indicios métricos de las crónicas.
Otras veces, y quiero ir acercándome ya al objetivo de este artículo, son los mismos autores de los textos los que complican la labor de la crítica textual. Un caso paradigmático puede ser el de Juan Ramón Jiménez. La continua depuración de su poesía para la consecución de lo que él llamó "poesía pura", llegó a ser obsesiva. Él mismo modificaba sus textos y sólo con la publicación de su poemario Leyenda, se ha conseguido mostrar la poesía completa del de Moguer tal y como él deseó que se publicara. Sin embargo, queda la duda metodológica de decidir si las variantes anteriores a las correcciones que el autor hace de su propia poesía deben ser tenidas en cuenta o no, más allá de la voluntad final del poeta.
Y el caso que nos ocupa ahora, que ya parece que estoy desmintiendo el título de este artículo; el caso de Valle Inclán. Si Juan Ramón Jiménez "aseó" su obra para elevarla a la desnudez de la poesía pura, el controvertido escritor gallego de la Generación del 98 hace lo propio pero con un fin estrictamente tipográfico, es decir, Valle modificó sus propios textos sólo para hacer que éstos se ajustasen a unos principios estéticos de carácter editorial, preocupados por el diseño. Veamos varios ejemplos.
Un texto con diálogos vulnera el aspecto compacto de lo que hoy llamaríamos "texto justificado", ya que el margen de la derecha quedaría desigual. Pues bien, Valle Inclán, elimina el diálogo y coloca toda la conversación en estilo indirecto. De este modo, completa los huecos de la derecha y compacta por ambos márgenes el texo.
Más ejemplos. Valle siempre colocaba al final de los capítulos de sus obras un grabado de cierre, que consistía generalmente en unas pequeñas flores estilizadas. Pero puede ocurrir que en la reimpresión de la obra, se haya cambiado el tipo y tamaño de letra o el tamaño de la caja y que, por tanto, no quepa el grabado de cierre. Solución: ampliar el texto para que ocupe una página más y colocar entonces el grabado, ahora sí, con espacio suficiente. Valle Inclán complicará más adelante estas problemáticas: se empeñará en que el grabado de cierre tenga la misma longitud de izquierda a derecha que la última línea de texto; de modo que si la última línea de texto se queda corta y no coincide en longitud con el grabado de cierre, Valle alarga la línea incorporando palabras que se avengan con la coherencia del texto pero que, al mismo tiempo cumpla la función estética que hemos mencionado.
Otra obsesión de Valle Inclán fue la de no dejar blancos en las planas. Modifica los textos originales para evitar líneas cortas y, si no hay más remedio, las rellena con adornos, ya sean las sangrías o los márgenes derechos; se consigue así lo que se llama un página mazorral.
Los comienzos de los capítulos solían empezar con letras capitulares, mayores que las del resto del texto. El primer problema que tiene Valle, editor de sus propias obras, es que hay letras capitulares que no posee por no haberlas fundido nunca, como es el caso de la "Y", la "I", la "J" o la "V". La solución es cambiar el inicio de los textos originales por palabras que no empezaran por las letras enumeradas más arriba. Podría haber fundido las letras que le faltaban pero quiso optimizar los gastos de la edición. Valle quiso, además, que no se repitieran con demasiada frecuencia las letras capitulares de los diferentes capítulos, de modo que cambió también algunos inicios para no hacerse estéticamente repetitivo. Otras veces, la línea inmediatamente inferior a la letra capitular era más corta que aquélla. Nuevos cambios subsanaban la dificultad.
Ejemplos como estos y otros muchos se suceden en todas las obras de Valle Inclán. Él mismo llegó a declarar que lo que modifico no tiene interés para los lectores. Y no es cosa mía... Depende de los tipógrafos. Cuando corrijo las galeradas me suelen advertir: faltan unas líneas, o que es línea corta o larga, o que sobran... y yo, por complacerles, hago las correcciones necesarias para que tipográficamente resulten bien los capítulos y finales. Y es verdad. Los cambios poco alteran el sentido último de las frases y al lector tanto le da. Pero pienso ahora en el escritor encorsetado por la tiranía tipográfica. Las modificaciones, por mínimas que estas fueran, ¿no harían mella en algún reducto escondido de la primigenia convicción creativa del autor? ¿Acaso un periodista a quien le limitan el número de caracteres en una de las páginas del periódico donde trabaja no reconoce, en su fuero interno, que "como estaba antes, estaba mejor. Qué lástima..." ? ¿Acaso el matiz de una palabra de más o de menos en un texto no produce en el creador una sensación de pequeña insatisfacción? Quien lo probó lo sabe, que diría Lope.
[La fotografía, así como parte de la información que he recogido aquí sobre la relación de Valle Inclán y la imprenta están extraídas del cuaderno informativo editado por la CAM, Valle Inclán y la imprenta. La estética editorial de la Generación del 98, publicación que responde a la organización por parte de la Casa Museo Azorín en Monóvar de una exposición sobre el tema y que concluyó el pasado 15 de noviembre]
No sé qué me parece más sorprendente: si las curiosas anécdotas que cuentas a propósito de las cuestiones tipográficas o tu disensión "pidaliana".
ResponderEliminarBromas al margen, me ha encantado tu artículo. La verdad es que a Valle siempre le perdió la estética pero no sabía que le perdiera hasta ese extremo.
Como sé que te gusta que los participantes de tu blog recomendemos libros complementarios, yo recomiendo uno de Andrés Trapiello que es una maravilla: "Imprenta moderna. Tipografía y literatura en España, 1874-2005", de Campgràfic Editors.
ResponderEliminarQué interesante, lo desconocía, pero veo que también en el blog cambiáis la imagen, y la nueva es magnífica. Las sensaciones visuales suponen mucho en lo que queda en la mente de los lectores.
ResponderEliminarUn abrazo
Realmente son muy curiosas las manías tipográficas de Valle. Me han gustado mucho tus reflexiones iniciales sobre la edición crítica de textos medievales. Y sí, estoy de acuerdo en lo que denominas "tiranía tipográfica", pues debe ser verdaderamente difícil encorsetar un texto en unos espacios limitados. Seguro que pierde parte de su esencia. Enhorabuena por otro artículo brillante, como siempre.
ResponderEliminarJavier, como habrás comprobado, ya hemos recogido tu recomendación. Nuevamente, gracias, barbero oficial. Respecto a lo de Pidal, ya sabes que hablo con la boca chica. Pronto recibirás el cuaderno que te prometí. Ando algo liado.
ResponderEliminarGracias, Capitán. Sólo espero que no me entre la obsesión de Valle Inclán y eso resienta al contenido. De momento, sigue siendo un blog de palabras.
Tisbe, espero seguir aprendiendo a tu lado en esas excursiones literarias que de vez en cuando nos montamos. Compartirlas contigo las hace aún más memorables.