Del último libro de Antonio Muñoz Molina se pueden desprender, entre otras muchas conclusiones, dos detalles significativos: uno ya se conocía y es que el escritor jiennense es un grandioso novelista; el otro es una tendencia que viene apuntándose tímidamente desde hace algún tiempo y que ahora Muñoz Molina ha novelizado; me refiero al proceso desmitificador al que se está sometiendo a algunas figuras de la historia reciente de nuestra literatura. En el primer caso, el lector que se acerque a La noche de los tiempos hallará entre su cerca de millar de páginas una prosa envolvente, de enorme capacidad sugestiva y evocadora. Muñoz Molina escribe sin prisas, como si tuviera todo el tiempo del mundo; no necesita acelerar la acción de lo que cuenta y se entrega al ejercicio de la escritura con un ritmo pausado, confidencial, casi susurrante, estableciendo con el lector un vínculo privado cuyo lazo se prolonga cada vez que éste cierra el libro y da descanso a la lectura. El hilo argumental nos traslada al año 1936 y se centra en la figura de Ignacio Abel, arquitecto encargado de las obras de la Ciudad Universitaria madrileña y que vivirá una relación adúltera con Judith Biely, alumna americana de Pedro Salinas y que nos remite inevitablemente a aquella Katherine Withmore, amante del poeta. El marco de esta historia es la guerra civil, de presencia testimonial en el blindado microcosmos amoroso del protagonista (no en el lector) y cuya verdadera conmoción no se hará presente en su vida hasta ese momento en que "uno ya no puede estar seguro de ciertas cosas [cuando] calles usuales de Madrid terminan de pronto en una barricada o en una trinchera o en el alud de escombros que ha dejado la explosión de una bomba. En una acera, al doblar una esquina, se puede ver con la primera luz del día el cuerpo ya rígido de alguien a quien empujaron contra la pared la noche anterior, convirtiéndola por impaciencia en paredón de fusilamiento". Esta falta de conciencia por parte del protagonista del drama fratricida tiene su culmen en aquel pasaje donde Ignacio busca desesperadamente a Judith por las calles de Madrid en una especie de viaje onírico en medio de iglesias quemadas, proclamas republicanas y caos generalizado. Respecto a la técnica narrativa, la novela abre varios frentes argumentales que paulatinamente se van cerrando, algo muy del gusto del autor; es como seguir una espiral donde cada nueva vuelta es una ampliación del asunto, lo que implica multitud de saltos temporales resueltos con magistral dominio. Muñoz Molina es, además, un gran conocedor del alma humana; sus personajes son analizados hasta los últimos rincones de su esencia misma, lo que los hace más humanos, individuos autónomos tratados con una hondura sorprendente.
La noche de los tiempos es la síntesis de toda la obra de Muñoz Molina: en ella encontramos el tempo lento de corte lírico de El jinete polaco; los personajes desarraigados de Sefarad; las evocaciones literarias de Beatus ille; o la nostalgia de la infancia de El viento de la luna. Es, además, una pintura muy viva del Madrid incierto del inicio de la contienda; se describen con gran crudeza los asesinatos, el ingenuo optimismo de los milicianos, la manipulación propagandística. Resulta curioso, además, leer novelizados a personajes reales que caminan por la novela, e incluso mantienen conversaciones con el protagonista, como Negrín, Moreno Villa, Zenobia Camprubí, Margarita Monmatí, Lorca, Alberti o Bergamín, entre otros.
En cuanto a la aludida desmitificación, apuntada al principio, Muñoz Molina la plantea en términos generales cuando alude a las atrocidades que también cometieron los perdedores. Las derrotas generan siempre ese prurito de la épica con que se adorna falazmente a los vencidos. No es que Muñoz Molina se sitúe al lado de los insurrectos pero, dando tan por sentada su repulsa hacia ellos, muestra también los abusos del bando derrotado. Esta deconstrucción se aplica también en la novela a algunos escritores aureolados más allá de su indiscutible magisterio artístico. Es el caso de García Lorca, de quien se destaca su soberbia y sus ansias de pueril protagonismo; o de Bergamín, parapetado en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y que "no se bajaba del coche oficial"; o del histrionismo republicano de Alberti y su mujer que "viajaban a Rusia costeados por el dinero de la República y al volver se hacían fotos en la cubierta del barco, como si fueran dos artistas de cine en gira por el mundo, los dos levantando el puño cerrado, ella envuelta en pieles, rubia, con los labios muy pintados, como una Jean Harlow soviética con cara de pepona española"; o de Pedro Salinas, bien acomodado en su puesto de profesor universitario en Wellesley College y poeta del amor, pero para su querida. El fenómeno no es nuevo. De García Lorca se sabe que no soportaba la presencia de Miguel Hernández y que, por teléfono, pidió a Aleixandre que le echase de su casa porque quería visitarle; el mismo Alberti y su esposa sentían asco del olor del poeta de Orihuela y lo declararon sin pudor alguno. En cambio, José Luis Ferris en su biografía de Miguel Hernández defiende el protagonismo de José María de Cossío (bien relacionado con el bando vencedor) en los intentos de conmutar la pena de muerte del poeta y hace unos meses, se protestó con indignación ante la prohibición por parte de Josefa Medrano en Sevilla de un homenaje literario a Agustín de Foxá. Y es que, como dice Trapiello, algunos ganaron la guerra pero perdieron los manuales de literatura.
En cuanto a la aludida desmitificación, apuntada al principio, Muñoz Molina la plantea en términos generales cuando alude a las atrocidades que también cometieron los perdedores. Las derrotas generan siempre ese prurito de la épica con que se adorna falazmente a los vencidos. No es que Muñoz Molina se sitúe al lado de los insurrectos pero, dando tan por sentada su repulsa hacia ellos, muestra también los abusos del bando derrotado. Esta deconstrucción se aplica también en la novela a algunos escritores aureolados más allá de su indiscutible magisterio artístico. Es el caso de García Lorca, de quien se destaca su soberbia y sus ansias de pueril protagonismo; o de Bergamín, parapetado en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y que "no se bajaba del coche oficial"; o del histrionismo republicano de Alberti y su mujer que "viajaban a Rusia costeados por el dinero de la República y al volver se hacían fotos en la cubierta del barco, como si fueran dos artistas de cine en gira por el mundo, los dos levantando el puño cerrado, ella envuelta en pieles, rubia, con los labios muy pintados, como una Jean Harlow soviética con cara de pepona española"; o de Pedro Salinas, bien acomodado en su puesto de profesor universitario en Wellesley College y poeta del amor, pero para su querida. El fenómeno no es nuevo. De García Lorca se sabe que no soportaba la presencia de Miguel Hernández y que, por teléfono, pidió a Aleixandre que le echase de su casa porque quería visitarle; el mismo Alberti y su esposa sentían asco del olor del poeta de Orihuela y lo declararon sin pudor alguno. En cambio, José Luis Ferris en su biografía de Miguel Hernández defiende el protagonismo de José María de Cossío (bien relacionado con el bando vencedor) en los intentos de conmutar la pena de muerte del poeta y hace unos meses, se protestó con indignación ante la prohibición por parte de Josefa Medrano en Sevilla de un homenaje literario a Agustín de Foxá. Y es que, como dice Trapiello, algunos ganaron la guerra pero perdieron los manuales de literatura.
IMpecables, como siempre, en los artículos literarios. No queda nada por desgranar. Muchas gracias.
ResponderEliminarPíramo, regalé el libro a mi padre el Día del Idem, y lo está devorando, prácticamente. A sus 86 años, lee de manera muy particular esta interesante novela, y más de una vez quiere comentarme sobre ella, a lo que me niego, hasta que yo también pueda leerla. Mañana, seguramente,la "engancharé" y me pondré con ella. Si ya tenía ganas de disfrutar de su lectura, tu comentario me abre aún más el apetito.
ResponderEliminarMuchas gracias. Un abrazo.
Píramo, qué coincidencia. Comentas justo el libro que estoy leyendo. Me está gustando mucho su estilo envolvente del que hablas y, si no una síntesis, sí que es verdad que el lector nota que está en el territorio de Muñoz Molina, tanto por su estilo como por su ejercicio de memoria, marcas de la casa.
ResponderEliminarNi que decir tiene que, como siempre, me ha gustado mucho tu artículo.
Buenos días:
ResponderEliminarHe entrado a tu blog al ver la imagen del libro en los enlaces de Antonio del Camino.
Con ella estoy en estos momentos. Hacía tiempo que no disftutaba tanto con la lectura de una novela y es por culpa de esa falta de prisa que, como bien dices, tiene Muñoz Molina al escribir"nos". Todo un placer.
Saludos.
Yo le regalé a Píramo este libro y he sido testigo del entusiasmo con el que lo ha leído. No hay duda de que Muñoz Molina es un buen escritor y su última novela es una muestra perfecta de ello. Celebro que te haya gustado, puesto que no con todas las lecturas que uno realiza a lo largo de su vida experimenta ese placer tan agradable. Un beso grande.
ResponderEliminarEsmeralda, muchas gracias a ti por tus palabras, siempre tan consideradas.
ResponderEliminarAntonio, espero que entre tu padre y yo abramos tu apetito. Te aseguro que el menú es suculento.
Javier, me alegro de que al final disipases el recelo que te produjo la crítica de ABC. Hallarás al Muñoz Molina que te gusta en estado puro.
Jesús, sé bienvenido las veces que lo desees. Qué importancia tiene, ¿verdad? la falta de prisas, el tiempo regalado sólo para paladear cada frase sin estar sujeto al imperio de la urgencia argumental.
Tisbe, muchas gracias por el regalo de este libro. Ha hecho las delicias de mis madrugadas. Y gracias por conocer mis gustos y satisfacerlos con esa complicidad tan nuestra.
Es una de sus cimas: mucho más compleja de lo parece, y además, es un alarde de documentación y sensibilidad. Una delicia.
ResponderEliminarA mí me defraudó. Muñoz Molina es un gran escritor pero en esta obra no consiguió más que crear un estereotipo del español entre dos bandos, una especie de historia a lo Pedro Salinas y su amante norteamericana, muy bien ambientada, eso sí, verosímil y bonita, pero a mi juicio poco lograda en el fondo, carente del gancho sentimental e intelectual de otras de sus obras. Y me dio pena que no me gustara porque la cogí con ganas, pero como pasa con los grandes, a veces esperemos demasiado de ellos. "No se puede ser sublime sin interrupción", que decía Umbral, me parece que rectificando a... Baudelaire quizá?
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