Si yo les hablo de la novela titulada Mosén Millán, quizás les cueste ubicarla de primeras; si nombro, en cambio, la obra Réquiem por un campesino español, seguro que empezamos a atar cabos. Ambos títulos se refieren a la misma obra de Ramón J. Sender; el primero de ellos fue acuñado por el autor oscense en 1953 desde su exilio mexicano; el título definitivo se usa a partir de 1960; se cumplen, por tanto 50 años del título, que no de la obra. Pero como la cifra, tan redonda, tan bonita, con sus volutas tan sinuosas, hará las delicias de los amantes de las efemérides, me serviré de su febril culto al número para lo que de verdad interesa: hablar (cuando sea) de las obras importantes. Y ésta lo es. Pocos libros ha dado la literatura española de factura tan perfecta. Pese a su corta extensión, nada sobra y nada falta en esta obra maestra.
Mosén Millán prepara la misa de réquiem que conmemora la muerte de Paco el del Molino, fusilado durante los primeros días de la guerra civil. Nadie acude a la iglesia, salvo sus 3 enemigos que, además, quieren pagar la misa.
Esperando Mosén Millán que acuda la gente, rememora la vida de Paco, a quien bautizó, casó y dio la extremaunción. Entre los recuerdos de Mosén Millán, aquel día en que Paquito le acompañó a dar la extremaunción a un enfermo pobre que vivía en las cuevas de las afueras del pueblo. La experiencia caló hondo en el niño y de esa impresión se gestaría el embrión de su compromiso con las clases más desfavorecidas y, a la postre, su trágico final. Aquel enfermo "tenía los pies de madera como los de los crucifijos rotos y abandonados en el desván [de la iglesia]" , una posible alusión al desdén de la iglesia hacia sus hijos. En el futuro, Paco imaginará siempre a los habitantes de esas cuevas "agonizando entre estertores, sin luz, ni fuego, ni agua. Ni siquiera aire para respirar". Con el advenimiento de la República, las elecciones dan las concejalías a gente contraria al duque, terrateniente amparado en las leyes medievales sobre los bienes de señoríos, que la República abolió. Don Valeriano es administrador del duque e intenta sosegar el ímpetu de los nuevos tiempos, negociando con Paco, que ya se ha señalado como líder en el pueblo, pero la disposición de éste es firme. Hasta que "un día del mes de julio la guardia civil de la aldea se marchó con órdenes de concentrarse".
Toda la crítica coincide en destacar la enorme sobriedad de esta novela, algo mitigada por las escasas caricias bucólicas que nos ofrece el autor cuando nos describe el mundo campesino. Pero es que tenía que ser así. Lo que se narra en ella no admite floritura alguna porque una guerra no tiene nada de lírico. Sin embargo, el aparato simbólico del libro es potentísimo. Así, los fragmentos del romance que la memoria popular ha creado alrededor del suceso y que el monaguillo canturrea espaciadamente como una especie de letanía lúgubre, vertebra toda la obra y la dota del ritmo fúnebre que demanda; hay metáforas veladas de los fusilamientos nocturnos como la del gato de Paco, que escapa de casa y se le da por muerto porque "los búhos no suelen tolerar que haya en el campo otros animales que puedan ver en la oscuridad como ellos"; el lavadero público es el rústico ágora de la aldea y cuando los facciosos ametrallan el lugar se acaba, en cierto modo, con la libertad de expresión; la presencia en la misa de réquiem de Valeriano, Gumersindo y Cástulo, cómplices de los asesinos, representa la hipocresía conciliadora de los vencedores; Cástulo simboliza, además, la tibieza contradictoria de algunos comportamientos durante la guerra: cedió su coche para la boda de Paco y luego lo hizo a las autoridades la noche en que lo mataron; Mosén Millán delata el paradero de Paco porque "sus afectos no eran por el hombre en sí mismo, sino por Dios. Era el suyo un cariño por encima de la muerte y la vida. Y no podía mentir", y con ello se critica la actitud de la Iglesia durante la contienda. Otros muchos símbolos podrían recogerse pero, sin duda, el más hermoso es el del potro de Paco, que se pasea solo por el pueblo desde la muerte de su amo y que irrumpe en el templo el mismo día de la misa. Es el símbolo más hermoso, digo, porque es el de la libertad.
Hermosísima y afinada reseña de tan importante obra que leí, a mediados de los 70, en el tren que me traía a mi casa, durante un permiso militar. Después de tus palabras, creo que volveré a disfrutar (y dolerme) con su lectura. Gracias por estas luces de gálibo que enciendes para nsotros.
ResponderEliminarUn abrazo
(Eliminado el comentario anterior para matizar redacción.)
Sin duda es una obra maestra que no puede caer en el olvido. En la sobriedad de la que hablas, Píramo, reside su grandeza. El momento final en el que se describe la ejecución de Paco es realmente estremecedor.
ResponderEliminarBonita reseña, un beso.
PD. Gracias por despertar en mí el deseo de releer esta novela.
Maravillosa obrita, corta, contundente, sabia, concentrada. No falta ni sobra nada, de acuerdo. Y esa sobriedad en la prosa, lo simbólico de personajes, acciones y palabras...
ResponderEliminarMe quedo con el burrito, el leal compañero de vida y muerte, la libertad que no se somete a más ideas que a las de la fidelidad a su amo.
Gracias por refrescar nuestra memoria literaria.
Un abrazo
Antonio, tienes razón. La novela nos duele. Cuando uno cierra el libro siente en el pecho la congoja de esta España nuestra.
ResponderEliminarTisbe, sabía que la relectura te gustaría. Qué importantes las relecturas para desgranar matices que pasaron desapercibidos.
Esmeralda, estás atinadísima en eso de que en la obra no falta ni sobra nada. Simplemente, una joya engastada con primor en nuestra historia literaria.