Hace unos meses, recibí un correo de Eloy Moreno, el autor de El bolígrafo de gel verde. Allí me contaba las peripecias por las que había pasado hasta conseguir publicar su primera novela: “Hace un año decidí ser yo mismo quien la editase y distribuyese. Para darla a conocer, cargaba una maleta llena de libros y recorría con mi coche las poblaciones cercanas a mi ciudad. Normalmente, me pasaba días enteros en diferentes librerías y allí me dedicaba a promocionarla hablando directamente con los lectores. Como no tenía otros medios, también fui dándola a conocer a través de las redes sociales y los blogs dedicados a la literatura. Después de un tiempo, en la editorial Espasa se hicieron con un ejemplar, lo leyeron y, les gustó tanto, que compraron los derechos de la novela. Y el 13 de enero de 2011 salió a la venta en toda España”. Me llamó la atención, sobre todo, la humildad de quien, pese a haber conseguido publicar en una editorial grande como Espasa, continuaba manteniendo la cercanía con el lector, lejos de envanecerse en esa torre de marfil tras las que se parapetan algunos escritores (la vanidad no es patrimonio exclusivo de los autores consolidados y es más peligrosa, y hasta tragicómica, en los noveles).
La historia de El bolígrafo de gel verde tiene, pues, una prehistoria, la de su propio autor, cuyo tesón y fe bien podrían ser trasunto del protagonista de la novela. Ha transcurrido medio año desde ese correo hasta que el fin de semana pasado me enfrasqué en su lectura. Estoy casi seguro de que nunca antes había leído un libro que superase las 300 páginas en tan poco tiempo. Obviamente, ese no es el criterio valorativo que se espera de una reseña que se precie, pero nadie puede negar que bajo las llamadas lecturas del tirón subyace y triunfa el primer objetivo de la ficción: el entretenimiento.
La novela narra la historia de un empleado informático que lleva una vida absolutamente anodina hasta que decide cambiarla. Bajo mi punto de vista, el argumento se divide en dos partes de calidad desigual. En la primera, de mayor interés, el protagonista toma conciencia de su estancamiento vital y es en esa descripción de su realidad, que podría ser la de cualquiera de nosotros, donde hallo el mayor mérito de la novela. Lo trivial, lo cotidiano, los aspectos más insignificantes (o quizás no lo sean tanto) de la realidad quedan literaturizados y se erigen en una auténtica y desgarrada poética de la costumbre. Es tal la comunión entre el lector y esas grandes naderías de lo cotidiano, que resulta imposible no verse reflejado en las páginas del libro. Es, además, una radiografía fiel de nuestro tiempo. Por sus páginas desfilan temas tan familiares como las hipotecas, la violencia en el seno del hogar, la alienación del fútbol, las madres solteras, la educación de los hijos en las familias donde ambos cónyuges trabajan, la religión, los prejuicios, el abuso de autoridad en el trabajo, los “enchufes” laborales, las difíciles relaciones humanas, la abulia o la incomunicación, entro otros. La segunda parte, en cambio, en la que el protagonista lleva a cabo la búsqueda de su renacimiento vital cae en el tópico del viaje iniciático y catártico, que se demora demasiado, y donde el personaje, en un peligroso viraje hacia el tono de los libros de autoayuda, halla las respuestas y el conocimiento de sí mismo mediante el hallazgo del origen, ese punto cero representado aquí en la vuelta a la infancia. Desde el punto de vista estilístico desmerece en la novela la utilización abusiva de determinados juegos de palabras, como los retruécanos, artificio forzado e innecesario que adultera la sencillez natural que tan bien gestiona el autor en la primera parte y que es el registro que mejor comulga con esa lírica de la cotidianeidad. Son mejorables los pasajes introspectivos, demasiado repetitivos y almibarados.
Aunque apta para cualquier adulto, creo que los treintañeros disfrutarán especialmente con la lectura de algunas evocaciones de marcado carácter generacional.
La novela, es ante todo, un canto a la superación, una invitación a despertar del letargo autómata. Y en su prehistoria, la obra de Eloy Moreno pone de manifiesto una realidad a tener en cuenta: la de tantos buenos escritores que se pasean inquietos en su oscura covacha anónima, animales intelectuales en celo, esperando su oportunidad al margen de premios literarios y padrinazgos inmorales.
Píramo, me has dejado instalado en la duda. Conforme iba leyendo tu reseña, me estaba faltando tiempo para apuntarme el título y el autor del libro, porque si bien sabía de las peripecias del autor y del ingente número de lectores que acumula ya, me faltaba ese empujón final que da el que te lo recomiende alguien de confianza. Pero me ha puesto en guardia esa pega que le pones a la obra cuando hablas del "peligroso viraje hacia el tono de los libros de autoayuda". Así es que, como cantaba Serrat, "desdúdame", por favor.
ResponderEliminarJavier, el libro no pertenece a la gran literatura. Sabiendo, como sé, que eres un lector exigente, el libro quizás te deje un poco tibio, sin menoscabo de reconocer que la primera parte tiene el mérito de captar la atención y esa lírica de lo cotidiano que apuntaba en el artículo y que me parece un acierto. Con "el viraje hacia los libros de autoayuda" me refería a ese tufillo de la insulsa moralina del "conócete a ti mismo" del viaje iniciático, tan manido, acompañada de música grandilocuente, con un impostado tono épico.
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