Justamente hoy, habría cumplido 90 años Fernando Fernán-Gómez. Siempre el verano estuvo vinculado de alguna manera especial a su vida. En verano celebraba nuestro autor su cumpleaños y al verano le debe su más jubilosa experiencia amorosa junto a Emma Cohen. O quizás aquel “mi mejor verano” se lo deba simplemente a Emma. Qué más da: sucedió en verano. Pero también hubo veranos en los que Fernando Fernández (el nombre artístico llegaría después tomando el modelo de su madre Carola Fernán-Gómez) hubo veranos, digo, en los que vio cómo se truncaban los cumpleaños de muchos o cómo el odio alistaba para su ejército el corazón de los hombres. Son los años de la guerra civil y la posguerra españolas.
El testimonio de aquella etapa negra de su historia, de nuestra historia, es el que recoge una de sus obras más aplaudidas: Las bicicletas son para el verano, Premio Lope de Vega en 1977, aunque estrenada en 1982. El título de esta obra de teatro se debe a un pasaje de la misma en el que Luis le pide a su padre una bicicleta; éste le responde que se la comprará más adelante, a lo que Luis replica que más adelante no le servirá de nada porque “las bicicletas son para el verano”. El padre de Luis nunca podrá comprarle la bicicleta porque ese mismo año estalla la guerra y se acaban todos los veranos de la infancia.
El tema de la guerra civil ha sido y es uno de los motivos más frecuentados por nuestros escritores. Hoy todo el mundo se apunta a este nuevo reflorecimiento del tema cainita. Ya en su día denuncié el oportunismo con el que algunos se han subido a este carro; es legítima y hasta necesaria una literatura de la guerra civil que nos ayude a recordar, a no volver a equivocarnos y a restaurar la dignidad de sus muertos. Quien tenga esos valores en mente a la hora de emprender una obra así actuará siempre con nobleza; pero quien lo haga desde una posición meramente lucrativa es un inmoral. De estos hay algún ejemplo lamentable de sentimentalismo barato que explota el dolor ajeno para medrar.
La obra de Fernán-Gómez está al margen de todas estas consideraciones. Primero, por su cronología. Publicada a los dos años de morir Franco, la obra debió de simbolizar para muchos de los que asistieron al estreno del 82 el nuevo verano de la democracia tras el largo invierno de la dictadura, aunque probablemente no fuera esa la intención de su autor. Segundo, por su sincero valor testimonial. Con su veta marcadamente autobiográfica (es recomendable una lectura paralela de las memorias del autor, El tiempo amarillo. Memorias (1921-1987)) se evita la descripción de los hechos desde el lenguaje de la crónica; tampoco está presente cualquier tipo de resentimiento que habría propiciado la caída en el maniqueísmo. Es simple y llanamente la experiencia cotidiana de una familia durante aquellos terribles años: el miedo, la incertidumbre informativa, los rumores, los cambios en las formas más elementales de la vida diaria, todo sujeto a las peculiaridades propias de los personajes, que están siempre en primer plano. La guerra es el telón de fondo (los ruidos de las bombas y metralletas en la lejanía) pero se vive desde esa intrahistoria que acuñara Unamuno, no la de los grandes nombres, no la de las batallas, sino la de la piel de un ser humano sometido a las atrocidades de cualquier guerra; por eso mismo, aunque las referencias a la realidad específicamente española de aquellos años son frecuentes, la obra aspira a la universalidad.
La lectura de la obra nos ayudará también a valorar nuestra cotidianeidad, a la que en ocasiones tachamos de rutinaria sin saber que la rutina es, a veces, el indicio más fehaciente de la felicidad. Hoy es muy frecuente y, ciertamente muy rutinario, por ejemplo, ver a los niños montando sus bicicletas en verano.
A mí Fernando Fernán Gómez me gustaba hasta cuando se enfadaba. Él, Paco Rabal y Agustín González creo que son los actores que mejor se han enfadado en el cine español.
ResponderEliminarY qué gran obra escribió. No sé si tuviste oportunidad de escuchar la otra tarde en la SER una versión radiada de la obra.
Ah, y era un gran devoto de Azorín. Le dedicó una vez una tercera en ABC preciosa.
Recuerdo con mucho cariño la época en la que leí y trabajé esta obra en la facultad. Me impactó mucho el momento de las lentejas. Sin duda, es una obra digna de ser recordada.
ResponderEliminarJavier, es verdad. Hay enfados suyos antológicos, es verdad. No escuché esa versión a la que aludes pero espero verla sobre las tablas alguna vez.
ResponderEliminarTisbe, la escena de las lentejas es de antología. De hecho la colocan en muchos manuales de texto de lengua. Estremece pensar que la realidad superaba a la ficción.