La editorial Cátedra nos sorprendía hace unas semanas
con la publicación de las poesías inéditas de Pedro Salinas a cargo de la
profesora Montserrat Escartín. La noticia, obviamente, hay que recibirla con
satisfacción, pero, a la vez, reabre el viejo debate sobre la conveniencia de
hacer públicas las obras ocultas de un escritor. Es evidente que si Pedro
Salinas hubiera deseado publicar esos poemas, lo habría hecho sin ninguna dificultad.
Lo mismo ocurre con Carmen Martín Gaite, cuyas novelas inéditas está rescatando
su hermana de los cajones. Y últimamente también les ha sucedido a Roberto
Bolaño o a Félix Romeo, por citar sólo algunos ejemplos recientes.
El debate se sostiene sobre dos pilares: el literario
y el moral, que muchas veces se entrecruzan y al final vienen a ser casi lo
mismo. El motivo más frecuente que lleva a un escritor a no publicar sus obras
es su insatisfacción ante el resultado final, ya sea porque el conjunto le
parezca insuficiente o porque estime que necesita unas correcciones o retoques.
En esos casos, ofrecer la obra póstumamente se antoja desleal con los dos
aspectos antes mencionados, el literario y el moral: primero, porque se entrega
a la comunidad literaria una obra cuya calidad el autor no aprobó en vida; y,
segundo, porque se traiciona la voluntad del propio autor, que seguramente no
se habría sentido identificado con el libro. Todo aquel que haya probado alguna
vez el arte de la escritura, sabrá que no hay nada más sonrojante que dar a la
luz un texto propio que nos parece malo o no todo lo bueno que quisiéramos.
Nadie acepta una fotografía en la que uno sale desfavorecido y prefiere pedirle
al fotógrafo otra tanda. Imaginemos el caso radical de Juan Ramón Jiménez, cuyo
proceso de depuración poética le llevó a modificar sus versos hasta la
obsesión. Imaginemos cómo se sentiría el moguereño si se publicaran los esbozos
o los tanteos de un poema que había de ser, con el tiempo, otro muy distinto.
Claro está que, en este asunto, cabe matizar mucho.
Dejando de lado el posible oportunismo de las familias y de las editoriales que
buscan con la publicación de estas obras póstumas un rédito económico, también
existen otros objetivos más nobles. Por ejemplo, para la crítica especializada,
estas obras pueden resultar muy interesantes para trazar los entresijos de los
procesos creativos de un escritor, extrayendo conclusiones estéticas sobre su
quehacer literario al tomar como referencia los descartes del autor o las
diferentes variantes previas a la ejecución definitiva del texto. Es decir, que
pueden concebirse no como obras literarias en sí mismas sino como estudios
críticos. Otras veces, la muerte ha truncado un proyecto de publicación y
entonces se hace justicia, sobre todo si las posibles correcciones se advierten
irrelevantes. Y, finalmente, hay ocasiones en las que está bien ser traidores
forzosos. Franz Kafka dejó inconclusa su obra El proceso y, de haberla
terminado tampoco hubiera accedido a publicarla. Sin embargo, nunca podremos
estar lo suficientemente agradecidos a su amigo Max Brod por no hacerle caso. Y
aunque las circunstancias son totalmente diferentes y no pueden compararse, qué
habría sido de nuestra literatura si Juan Boscán no llega a recopilar las obras
de Garcilaso de la Vega, el más clásico de nuestros poetas.
La palabra “póstumo” procede del latín “postumus, post-humus”,
literalmente, “después de la tierra”, es decir, después de enterrado, después
de muerto. Soplemos sobre esa tierra que cubre los grandes secretos literarios
pero seamos honestos siempre. A veces, merece la pena soplar. Otras, en cambio,
compensa cubrir amorosamente con las manos el secreto hallado y, marcharnos,
con el único tesoro del tizne de esa tierra sobre nuestras palmas.
Tengo encargado el libro de Salinas. En principio no pensaba hacerlo: al cabo, los autores consagrados (y Salinas es un caso clarísimo), de no ser que mueran de repente, van publicando lo que quieren publicar, y lo que no quieren publicar no lo publican. Pero por lo que luego he ido averiguando, parece ser que la edición de Cátedra no recoge sólo poemas "guardados en los cajones" sino que incluye también poemas que Salinas publicó en revistas y que luego ya no fueron recogidos en forma de libro.
ResponderEliminarEn cuanto a tus reflexiones, Píramo, como siempre, me parecen muy puestas en razón.
Se deberían respetar los cajones cerrados...
ResponderEliminarLas obras póstumas nos permiten conocer más la obra de un autor, pero se plantea el dilema que tú señalas. No es lo mismo que el escritor en cuestión haya fallecido antes de poder publicar o que él mismo decidiera que esos textos no debían ver la luz. En este último caso, se está faltando a la voluntad del escritor, que es el legítimo dueño de su obra. Imagino, por ejemplo, que a doña Emilia Pardo Bazán no le haría ninguna gracia que sus cartas a Galdós vieran la luz. Es una intromisión en su intimidad, en una esfera de su vida privada. Ahora bien, como filólogos es normal que nos guste leerlas, pues gracias a ellas podemos conocer el lado más íntimo de algunos escritores.
ResponderEliminarJavier, si la antología recoge también poemas publicados en revistas pero no recogidos en ningún libro, entonces merece la pena. Gracias por tu comentario.
ResponderEliminarInma, y echarles doble llave.
Tisbe, tienes toda la razón. Al leer las cartas entre Pardo Bazán y Galdós que me regalaste, siento una mezcla de sana curiosidad y sentimiento de culpa, como si estuviera profanando la intimidad de dos escritores que, además, admiro. Es una lectura incómoda.