Antes de que los defensores de la llamada fantasía
épica se me lancen a la yugular o, peor aún, antes de que me preparen un
bebedizo venenoso a base de savia de mandrágora cultivada en el inhóspito y
escarpado Valle de la Amazona Enamorada, allá en la región del Quinto Círculo
del Lapislázuli, antes de todo eso, quiero decir algo en mi descargo.
La épica de la que yo vengo es la del rudo y noble
cabalgar de las tiradas monorrimas de los cantares de gesta y soy vasallo de don
Ramón Menéndez Pidal, que es mi señor natural. Se comprenderá entonces que
elfos, duendes, orcos, trasgos, enanos, dragones, hobbits y demás criaturas que pueblan el nutrido
imperio de la épica fantástica, me la traigan al pairo.
Maticemos ahora. Nada tengo contra el género en
cuestión. Rechazarlo simplemente por la fantasía que atesora o por la lista
innúmera de los personajes maravillosos que lo integran, sería negar la propia
naturaleza de la literatura, que ha echado mano de lo sobrenatural desde las
obras fundacionales más universales, empezando por Homero o el Gilgamesh,
aunque con un origen religioso y un inestimable valor antropológico; por no
hablar de toda la literatura caballeresca o de la épica europea,
particularmente la nórdica, tan lejana en espíritu del realismo, austeridad e
historicidad de la nuestra. El género es tan legítimo, pues, como cualquier
otro. Y es, además, un tesoro de contento para la chiquillería y para el lector
adulto. Mis alumnos devoran los libros de Laura Gallego y degluten trilogía tras
trilogía sin visos de hartazgo. A ver quién censura semejante logro. Lo que ha
acabado con mi paciencia, pues, no es el género en sí, sino el abuso con el
que, de un tiempo a esta parte, se nos ha castigado. Y cuando hay abuso, hay
tópicos y vueltas de tuerca que acaban por desgastar la rosca. Uno de los
indicios más claros de que un género se agota es cuando es un blanco fácil para
la parodia. De eso ya nos dio alguna lección Cervantes. Es exactamente lo que
ocurrió con aquella saga cinematográfica que, bajo el título de Scary
Movie, ridiculizaba las películas de terror, en un momento en el que el
género estaba sufriendo una alarmante falta de imaginación y un estancamiento
evidente. ¿Hay algo más escarnecedor para una película de terror que comprobar
cómo sus modelos y motivos argumentales pierden el respeto y el culto del
público para convertirse en objeto risible? Algo similar ocurre con la fantasía
épica. El cine, particularmente, ha hecho mucho daño al género. Y prueba de
ello es el malestar que los lectores sienten al ver sus novelas traicionadas
por la adaptación cinematográfica. Yo ya siento un hastío insoportable cada vez
que nos pasan los mismos moldes de siempre: paisajes de ensueño, marcos
pseudomedievales, viajes eternos, narrador en off con la voz del que
dobla a Morgan Freeman, retahílas de genealogías interminables, exhibición
gratuita de magia por doquier, aderezado todo ello con esa banda sonora
compuesta por unos coros femeninos en estado de sobreexcitación dionisíaca.
Particularmente recurrente es el Señor Oscuro. Siempre hay un Señor Oscuro que
no se sabe muy bien por qué, ayudado de sus hordas, quiere instaurar la
Oscuridad Perpetua. Qué manía con la oscuridad. Ya no sabemos si el malo
malísimo sufre de fotofobia o es que con la crisis le cuesta pagar las facturas
de la luz. Qué fijación, oiga.
La fantasía épica, con todo su encanto de portentosa
imaginación, sin renunciar a su espíritu, debe buscar nuevas formas de
expresión que eviten el soporífero e indigesto atracón con que quieren
cebarnos. Y ese sí es un reto épico.