CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

domingo, 24 de noviembre de 2013

229. Monserga épica


 
Antes de que los defensores de la llamada fantasía épica se me lancen a la yugular o, peor aún, antes de que me preparen un bebedizo venenoso a base de savia de mandrágora cultivada en el inhóspito y escarpado Valle de la Amazona Enamorada, allá en la región del Quinto Círculo del Lapislázuli, antes de todo eso, quiero decir algo en mi descargo.

La épica de la que yo vengo es la del rudo y noble cabalgar de las tiradas monorrimas de los cantares de gesta y soy vasallo de don Ramón Menéndez Pidal, que es mi señor natural. Se comprenderá entonces que elfos, duendes, orcos, trasgos, enanos, dragones, hobbits  y demás criaturas que pueblan el nutrido imperio de la épica fantástica, me la traigan al pairo.

Maticemos ahora. Nada tengo contra el género en cuestión. Rechazarlo simplemente por la fantasía que atesora o por la lista innúmera de los personajes maravillosos que lo integran, sería negar la propia naturaleza de la literatura, que ha echado mano de lo sobrenatural desde las obras fundacionales más universales, empezando por Homero o el Gilgamesh, aunque con un origen religioso y un inestimable valor antropológico; por no hablar de toda la literatura caballeresca o de la épica europea, particularmente la nórdica, tan lejana en espíritu del realismo, austeridad e historicidad de la nuestra. El género es tan legítimo, pues, como cualquier otro. Y es, además, un tesoro de contento para la chiquillería y para el lector adulto. Mis alumnos devoran los libros de Laura Gallego y degluten trilogía tras trilogía sin visos de hartazgo. A ver quién censura semejante logro. Lo que ha acabado con mi paciencia, pues, no es el género en sí, sino el abuso con el que, de un tiempo a esta parte, se nos ha castigado. Y cuando hay abuso, hay tópicos y vueltas de tuerca que acaban por desgastar la rosca. Uno de los indicios más claros de que un género se agota es cuando es un blanco fácil para la parodia. De eso ya nos dio alguna lección Cervantes. Es exactamente lo que ocurrió con aquella saga cinematográfica que, bajo el título de Scary Movie, ridiculizaba las películas de terror, en un momento en el que el género estaba sufriendo una alarmante falta de imaginación y un estancamiento evidente. ¿Hay algo más escarnecedor para una película de terror que comprobar cómo sus modelos y motivos argumentales pierden el respeto y el culto del público para convertirse en objeto risible? Algo similar ocurre con la fantasía épica. El cine, particularmente, ha hecho mucho daño al género. Y prueba de ello es el malestar que los lectores sienten al ver sus novelas traicionadas por la adaptación cinematográfica. Yo ya siento un hastío insoportable cada vez que nos pasan los mismos moldes de siempre: paisajes de ensueño, marcos pseudomedievales, viajes eternos, narrador en off con la voz del que dobla a Morgan Freeman, retahílas de genealogías interminables, exhibición gratuita de magia por doquier, aderezado todo ello con esa banda sonora compuesta por unos coros femeninos en estado de sobreexcitación dionisíaca. Particularmente recurrente es el Señor Oscuro. Siempre hay un Señor Oscuro que no se sabe muy bien por qué, ayudado de sus hordas, quiere instaurar la Oscuridad Perpetua. Qué manía con la oscuridad. Ya no sabemos si el malo malísimo sufre de fotofobia o es que con la crisis le cuesta pagar las facturas de la luz. Qué fijación, oiga.

La fantasía épica, con todo su encanto de portentosa imaginación, sin renunciar a su espíritu, debe buscar nuevas formas de expresión que eviten el soporífero e indigesto atracón con que quieren cebarnos. Y ese sí es un reto épico.

domingo, 17 de noviembre de 2013

228.Señor de los balcones


 
El poeta Antonio Moreno comparte el mismo nombre y apellido que aquel otro Antonio Moreno que alojara hospitalariamente a don Quijote en su casa de Barcelona. La comparación no es baladí: hay que tener la nobleza de espíritu de aquel personaje cervantino para dar asilo en una antología a un poeta prácticamente desconocido y hospedar con el esmero habitual de la editorial Renacimiento a esa maravillosa y valiente locura que es hacer poesía en nuestro tiempo. El poeta hospedado es  José Luis Vidal, del que Antonio Moreno ha rescatado una centena de poemas procedentes de sus últimos 7 libros. La antología se titula El señor de los balcones, que es, además, el título de su segundo poemario de 1992.
Gran parte de la poesía de Vidal es una celebración del mundo que, en su perfección y belleza, es un obsequio que nos es dado. Más que una exaltación del cosmos, se trata de una equilibrada actitud contemplativa en la que el poeta, como criatura también integrante de la armonía de las cosas, participa con humildad del triunfo de la belleza que le rodea. Esta visión estática y, en ocasiones también extática, se resuelve con pequeñas estampas que muchas veces se limitan al milagro del instante, del “ocurrir”, y a la atención de los pequeños seres, de tal forma que, salvando las distancias genéricas, podríamos hablar de haikus amplificados como en el poema “Junto al agua”. El motor de toda esta perfección que mira asombrado el poeta, es esa suerte de ente demiúrgico que acapara gran parte del “tú” poético y que bien puede emparentarse con Dios desde una perspectiva religiosa, bien con una concepción panteísta de la Naturaleza, con el sol como especial protagonista, o bien con la propia poesía, como constructora de la realidad a través de la palabra.
No obstante la simbiosis del poeta con el cosmos, hay momentos en que existe un deseo explícito de reivindicación individualista, de objetivación del yo. Pero esta aspiración es, a su vez, tan humanamente legítima como dolorosa porque pone de manifiesto la concreción y finitud del ser humano, lombriz mortificada ante toda esa belleza que duele, y la inevitable búsqueda de una trascendencia insatisfecha, sólo vislumbrada, presentida en el envés de su alma y negada ante la certeza de la muerte, como esa “terca ceniza” que es ilusa al cifrar su esperanza en aquel rescoldo de resplandor. Llega entonces el miedo a dejar de ser en el mundo y el poeta clama codiciosamente por un instante más en la tierra. Esta desazón desesperanzada parece ser el tono de los últimos poemas, los incluidos bajo el significativo título Donde nunca hubo nada. La infancia se convierte entonces en ese lugar edénico, custodia de las esperanzas, ilusiones y promesas incumplidas, que “mirando atrás”, el poeta se pregunta si será capaz de proteger, igual que se embosca el ruiseñor al amparo del roble. La conclusión probable es que los anhelos sean como la última hojarasca del castaño, removida por el viento en un último intento vano de alzarse del suelo donde serán inevitablemente pisoteadas.
La poesía de José Luis Vidal escapa de todo elemento circunstancial, si acaso aquel poemita de la tacita de café, tan deliciosamente doméstico, lo que permite la universalidad de su innegable hondura, limpia y sustantiva. Poesía de altura apta para el alma, que como aquel piar cautivo, “restos de un júbilo rebelde”, “libre y audaz no obstante el hierro”, pide vuelo e infinitos azules.

Jose Luís Vidal durante la presentación del libro en la Librería 80 Mundos de Alicante

domingo, 10 de noviembre de 2013

227. Viajes literarios: Monóvar



En la Plaza de la Rosaleda de Monóvar, la brisa levantina cimbrea las ramas de una palmera solitaria. Esta palmera no siempre estuvo ahí. Hubo un tiempo en que formaba parte del huerto de la casa de Azorín, en el número 6 de la Calle Salamanca. Viéndola así, entre columpios infantiles y disputándose las alturas con las antenas de las casas que la flanquean, tiene esta palmera un algo de majestad decadente. Todo en Monóvar evoca estas soledades singulares. Hasta la Torre del Reloj se erige exenta, sin iglesia ni edificio alguno que la integre. Ella sola se basta para dar sus horas y para tañer sus campanas desacralizadas, allá en lo alto, al final de la empinada escalinata. Al emitir su eterno sonido metálico, el tiempo se estrecha y da vértigo pensar que las vibraciones que deja en el aire son las mismas que escuchaba José Martínez Ruiz: “A todas horas el desgrane de las campanas. Sentirse unido a la ciudad por el hilo de seda que baja de la torre hasta nuestra persona. La torre que impone a las generaciones; la torre, dueña del tiempo en Monóvar, graciosa y terrible”.

Sola y arruinada está también la casa natal de Azorín, que nosotros pudimos ver por última vez antes de su derribo definitivo el pasado 24 de octubre. En el segundo piso de la casa, guardaba la familia del pequeño José Martínez “las semillas, las frutas colgadizas y las ristras de caseros embutidos” y una pequeña escalera conducía al gallinero: “nunca han estado las gallinas, con sus gallos, más aupadas. Pero, a parte de la grey de corto vuelo, se divisan desde las ventanas el panorama de los tejados y la torre de la iglesia”, la de San Juan Bautista. La calle donde hasta hace poco sobrevivía esta casa, recibe el nombre de Calle Azorín, aunque “posible es que, con el tiempo se llame de otro modo; las glorias del mundo pasan”. Pero no todavía. La otra casa, la que se ha convertido en Casa-Museo de Azorín, con ser punto de visita obligado para el peregrino literario, comparte también con la ciudad esa desazón que desprenden las cosas desubicadas. Mezcla heterogénea de mobiliario traído de su casa de Madrid, objetos personales encerrados en vitrinas, estancias readaptadas para exposiciones temporales, bibliotecas repletas de libros que mueren en sus anaqueles, el huerto de la famosa foto con Gabriel Miró sin su palmera… Y esa máquina de escribir, con la que Azorín escribió, entre otras, su obra Judit, silenciadas ya sus picas tipográficas, mero espectáculo para el fetichismo literario.

Si ascendemos a una de las colinas que dominan la ciudad, hallaremos la Ermita de Santa Bárbara, cuyos arcos fueron comparados por Azorín con los de las iglesias de Padua o Florencia. En la plazoleta que se abre a la fachada hay un mirador desde donde se puede divisar Monóvar desde las alturas. Azorín, andariego observador, debió de subir muy a menudo a este mirador: “Las cúpulas que elevan el vuelo por el azul entre las palomas y las nubes”. También se aprecia el Castillo de Monóvar, de época almohade, que ya con 73 años, permanece dolorosamente en los recuerdos adolescentes de Azorín: “eso es lo doloroso; el castillo lo tengo en el corazón […] Me causa íntima y profunda tristeza el no haber, de muchacho, subido al castillo”. Al otro lado de la ermita, otro mirador nos ofrece las hermosas vistas de la “región azul”, con la peña del Cid recortándose en el horizonte: “Todo el valle anegado de luz: luz fina, cristalina; oleadas de luz. Luz batida por manos angélicas. El Cid que nos saluda; la eminente peña del Cid, que está en la región azul. El Cid que avanza su cuadrada testa sobre el valle”. El Cid, otro desterrado.

Abandona Monóvar el viajero todavía con esa sensación de fantasmagoría errante, que son las cosas de esta ciudad. Al llegar a casa, el mismo viajero coge un libro de Azorín y lee. Y ya está todo bien. Vuelve la reubicación definitiva. La eterna que une al lector y su libro.
 
ÁLBUM DEL VIAJE
 
Torre del Reloj
 

 
Detalle del pozo del huerto en la casa de Azorín

Huerto de la casa de Azorín
Azorín y Miró en el huerto de la casa del primero

Salón de la casa de Azorín

Máquina de escribir utilizada por Azorín

Biblioteca personal de Azorín

Casino de Monóvar

Ermita de Santa Bárbara

Castillo de Monóvar
Monóvar desde las alturas

"La región azul"

 

Casa natal de Azorín
La casa natal de Azorín, derribada hace pocos días

Palmera transplantada del huerto de la casa de Azorín