Vaya por delante mi máximo respeto a Miguel Narros,
director teatral cuya trayectoria profesional es impecable y está avalada
por importantísimos reconocimientos
–como el Premio Nacional de Teatro- que lo han consagrado como uno de los
grandes nombres de la escena española.
Como es sabido, Miguel Narros falleció el pasado mes
de junio mas tuvo fuerzas para dirigir una nueva versión de La dama duende,
obra archiconocida de Calderón de la Barca que ya en los años 50 había llevado
a escena. Esta reactualización de la comedia se estrenó en el Festival de
Alcalá días antes de su triste desaparición. Tras permanecer en cartel en el
Teatro Español –del que Narros fue director en dos ocasiones-, ha comenzado la
gira por diferentes puntos de nuestro país.
Esta comedia de capa y espada nos presenta la historia
de doña Ángela, una joven viuda que vive bajo la celosa protección de sus
hermanos, don Luis y don Juan. Don Manuel Enríquez, capitán del ejército de su
majestad, llega a Madrid para solucionar unos asuntos y se hospeda en casa de
su amigo don Juan. Antes, ayuda a una misteriosa joven -doña Ángela- que
solicita su ayuda al ser perseguida por un caballero que resultó ser don Luis.
Don Juan de Toledo, para evitar que el capitán supiera de la existencia de su
hermana, la esconde y evita que su alcoba tenga acceso al resto de la casa.
Pero tras una alacena que hay en sus aposentos se esconde un pasadizo secreto
que conecta su cuarto con el de don Manuel. He aquí el enredo. Doña Ángela y su
criada aparecerán y desaparecerán de la alcoba del invitado sin que éste ni su
criado Cosme entiendan qué está ocurriendo, quién es ese misterioso duende que
deja cartas y revuelve sus objetos personales. A través de esta disparatada
situación, Calderón critica las supersticiones de la época –encarnadas en el
criado Cosme- y, principalmente, nos plantea la necesidad de las damas de vivir
su propia vida, de ser libres y de romper los lazos que las ataban a estrictas
normas de comportamiento que encorsetaban su capacidad de decisión.
La combinación
de un buen director y de un texto
impecable de uno de los mejores autores de nuestro teatro áureo parecía
asegurar que La dama duende sería una de esas obras que dejan huella. Sin
embargo, cuando hace unas semanas acudí a la representación en el Teatro
Principal de Alicante, sentí algo de decepción pues esperaba, entusiasmada,
disfrutar de una obra clásica en estado puro. Obviamente, no se trata de un
experimento extraño de esos iluminados que acaban destrozando el espíritu
original de la pieza (déles Dios mal galardón), pues Narros es respetuoso con la esencia que envuelve a las piezas del Siglo
de Oro. Ahora bien, esta versión presenta
algunos desaciertos como la sobreactuación de determinados personajes
(la efusividad de don Juan cuando se reencuentra con su amigo don Manuel es
demasiado cargante); la exageración en algunos momentos en que los personajes
ríen a carcajadas; la prosificación de ciertos parlamentos que nos arranca de los agradables brazos del
verso; el exceso de movimiento de unos actores sobreexcitados, que pisoteaban
las tablas con tal ímpetu que a veces impedía incluso escuchar sus
intervenciones. Tampoco me pareció acertada la escena en que don Manuel acude
al cementerio para poder encontrarse con doña Ángela. Allí lo esperan las
criadas que aparecen vestidas con ropas de reminiscencia árabe, fumando cigarrillos
y haciendo unos sinuosos movimientos que, quizás, quisieran reflejar la
turbación del caballero pero que no encajan en una obra clásica.
El resultado de la puesta en escena es, pues, aceptable, pero no sobresaliente. Es de
justicia reconocer la ardua tarea de dirigir una obra clásica y de
interpretarla. Sólo por eso, este montaje tiene toda mi consideración y no
desmerece, en absoluto, la impecable carrera de su director. Éste recibió una
larga ovación del público y de los actores, que miraban emocionados al cielo
como si esos aplausos los acercaran más al espíritu de Miguel Narros, que se
fue apagando mientras pedía vida, más vida, para sus personajes. Tremenda
paradoja.
Estoy de acuerdo con Tisbe. La obra no es satisfactoria del todo y creo que parte de la responsabilidad corresponde a algunos excesos por parte de los actores. Se diría que éstos pecaron de demasiado impetuosos. Ya se sabe que en una comedia clásica el actor multiplica su expresividad pero la mesura y el temple también deben ser virtud. El aceleramiento, la exageración, el excesivo dinamismo sobre las tablas mareaba un poco. Las carreras y risas desmedidas de los personajes impedían oír los parlamentos porque las pisotadas sobre la madera se imponían a la palabra. Y luego está la escena onírica del cementerio. Entre ridícula y descolocadora. Y con ese tufo a posmodernismo que tan poco me gusta en el teatro clásico. Mucho más equilibrada la primera parte de la obra. Buena reseña, Tisbe. ¡Celebramos tu vuelta!
ResponderEliminar¿Fumando cigarrillos...? No hay más preguntas, Señoría... Y sí, celebramos tu vuelta, Tisbe.
ResponderEliminarMuchas gracias por vuestros comentarios.
ResponderEliminarEsperemos no tener que destacar aspectos negativos la próxima vez que veamos una obra clásica.