Si el personaje de una novela ríe ostensiblemente
podemos utilizar la interjección “ja” repetidas veces. De la risa a la
carcajada distan unos cuantos “ja” que podemos añadir a voluntad y así medimos
su intensidad; cuantos más “jas”, más fuerte es la risa. Si dicho personaje es
gordo, corpulento o presenta maneras embrutecidas podemos usar una variante de
la interjección de marras modificando sólo su vocal: “jo, jo, jo”. Hay más
posibilidades. En el caso de que quien ría lo haga irónicamente o encierre en su
risa una doblez o una segunda intención, utilizaremos “je, je, je”. Puede que
ría una abuelita entrañable o un duendecillo travieso y entonces dirán: “ji,
ji, ji”. Es menos frecuente la interjección “ju”, que yo veo más cercana a la
carcajada incontrolable o delirante, con alargamiento de vocal en la primera
secuencia de una estructura trimembre: “juuuu, ju, ju”.
La RAE recoge las cinco modalidades. Todas, excepto
“ji”, son definidas como la interjección usada “para expresar la risa, la burla
o la incredulidad”. Para “ji”, se reduce sólo a la risa, sin más. Cosas de la
RAE. Y como la RAE permite el uso de esta clase de palabras y nosotros acabamos
ahora de realizar una taxonomía muy científica de su uso, el escritor de turno
se siente aliviado y legitimado para hacer acopio de ja-je-ji-jo-júes y colocar
su hilarante exclamación cada vez que alguno de sus personajes tiene que
reírse.
No hay nada que me produzca peor impresión en un
novelista que la pereza expresiva. Si a un escritor no le importa despachar
cuatro folios en veinte minutos es que tiene un problema, a no ser que sea un
genio, claro. Un párrafo donde no se hayan sudado y sangrado cada una de las
palabras escritas en él hasta alcanzar, la precisión y las connotaciones
exactas, no debiera tomarse por trabajo literario. A lo sumo, por una buena
redacción, que no es lo mismo. Y fíjense que hablo de un párrafo. Por eso, no
es igual que en la intervención del personaje X el novelista escriba: “ja, ja,
ja”, que escribir: “ X se reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don
Juan le hubiera hecho el amor”; o “X se reía como una escarapela de carnaval”;
o “X reía como la tierra cuando la rompe un terremoto, y él mismo parecía
que iba a quebrase con la risa”; o “X reía como el mar que siente carbones en
su vientre”; o “X se reía como el eco de un nombre amado en una tierna
sonata de abril”; o “X reía como boca que volaba, como corazón que en sus
labios relampagueaba, risa victoriosa de las flores y de las alondras”; o,
simplemente, “X reía”.
¿Por qué reducir el idioma literario, que debiera ser
artístico y sublime, al balbuceo gutural de las cavernas, a la burda
onomatopeya del ruido cotidiano, al lenguaje simplificador del tebeo y del whatsapp? Probablemente porque es más fácil, cuesta
menos esfuerzo, es más rápido y, total, nadie se va a dar cuenta. Pero ¿quién
dijo que escribir fuera sencillo? ¿Quién ha dicho que no requiera sacrificio y
muchas horas de frustraciones? ¿Quién ordena, aparte de la premura de algunas
editoriales y de la tonta ambición y vanidad del escritor, que una novela deba
escribirse en cuatro días aunque sea en menoscabo de su calidad? ¿Y quién dice
que no hay lectores exigentes que van a cribar una novela al primer “ja-ja-já”
con que topen?
Pero si no están de acuerdo conmigo, hum, lo
lamentaré mucho, snif, y dejaré de zzz a ustedes por hoy. Así es que, shhh, ya me callo, zas, levanto el chiringuito y hasta la próxima semana, pachín catapum chimpum.
Tienes razón, Píramo. Una buena novela no puede estar plagada de onomatopeyas, pues parece que éstas son más propias del tebeo.
ResponderEliminarReivindiquemos el uso de nuestro rico y amplio vocabulario.
Por otra parte, tu artículo me ha parecido muy divertido.