Desde hace ya varias semanas,
estoy trabajando sobre los versos de un poeta que ha puesto en mí su
confianza para que le prologue su próximo libro. Ya hablé en uno de
mis anteriores artículos del embarazo que puede suponer la labor del
esforzado prologuista pero, en este caso, el parto no reviste dolor y
la criatura nacerá sana sin necesidad de fórceps.
La experiencia de
escribir un prólogo, más allá de la satisfacción que produce el
hecho sorprendente de que alguien encomiende el pórtico de su obra
al humilde juicio crítico de un columnista de provincias, permite,
sobre todo, asistir de primera mano a la gestación del futuro libro
y sus vicisitudes: el celo del autor, que va incorporando enmiendas a
sus versos, matizándolos sutilmente hasta hallar la precisión
expresiva que desea; los cambios en la selección de los poemas que
acabarán formando parte del libro; las dolorosas renuncias con las
que hay que transigir para cumplir con la tiranía del espacio y de
la paginación; pero también el encaje de bolillos con el que tienen
que lidiar las editoriales para ajustar sus cuentas, conseguir
subvenciones y permitir con ello la publicación del libro en una
tirada decente. Todo ese proceso permite conocer íntimamente los
entresijos del desarrollo creativo y es una preciosa información
sobre la labor de pulimentado de la escritura, donde las virutas
desechadas, abortos de poema, tienen tanta importancia como el
producto final.
Hay, no obstante, en la
lectura de estos poemas todavía desubicados, una especie de
profanación, como si uno recorriese impúdicamente esas vísceras de
tinta que están lejos aún de su consagración pública cuando
mañana se alojen en la venerable nobleza del libro. Los poemas que
manejo, que una común impresora casera ha estampado sobre unos
folios; que habitan todavía en la incomodidad de una ruda
encuadernación de espiral barata; que son pintarrajeados por la
pluma-bisturí de un prologuista quizás demasiado metódico; estos
poemas, digo, ruborizan mi mirada al contemplarlos así,
desarrapados, como si fueran sobrevivientes de una catástrofe a los
que se alojara provisionalmente en un frío e impersonal
polideportivo.
El poema tiene tres hogares.
Es el primero la mente del escritor y habita en ella como en una
conmoción que se enseñorea de las potencias todas del autor y se
hace soberana. El último es el libro, donde recibe los honores de su
majestad en un mausoleo de versos que resucitan en los ojos de quien
los lee y se propagan y se perpetúan cada vez que alguien cruza el
umbral de la cubierta. Entre ambos hogares, está este cuaderno
indigno que reposa ahora sobre mi escritorio. Y el poema, que sabe de
su alta alcurnia, humilla orgulloso su mirada al verse así, entre
los harapos de este soporte provisional, medio en cueros, expuesto
ante la mirada curiosa del diseccionador que practica el tracto
poético para extraer de sus entrañas fonemas, ritmos y sutilezas
semánticas.
Cuando tenga listo el prólogo
y lo mande a la editorial, guardaré este borrador en el lugar más
profundo de un cajón y no volveré a sacarlo a la luz. Esperaré a
que se haya publicado el libro. Seguramente lo recibiré en mi casa y
me halle yo en pijama. Lo abriré entonces con el respeto de quien
entra en sagrado. Nos miraremos fijamente el poema y yo. Conozco sus
secretos pero ahora es él quien va a escrutar los míos. Y esta vez
seré yo quien agache reverencial la mirada y espere la brutal
sacudida. Cambiaron las tornas. Los poemas se hicieron libro.
¡Cómo disfruto leyendo a este chico!
ResponderEliminarEl proceso de escritura siempre es un misterio, al menos para mi. El orden de los poemas, la estructura del libro, la palabra que matice un pensamiento, que lo tiña de pasión, todo hace que el resultado final tenga un algo de azaroso, imprevisible.
ResponderEliminarEl proceso de escritura siempre es un misterio, al menos para mi. El orden de los poemas, la estructura del libro, la palabra que matice un pensamiento, que lo tiña de pasión, todo hace que el resultado final tenga un algo de azaroso, imprevisible.
ResponderEliminarPEDRO