Los
primeros recuerdos que tengo de la editorial Alfaguara me remiten a aquellos
libros que nuestros maestros nos proponían como lecturas obligatorias durante
la EGB, aunque a mí eso de las lecturas “obligatorias” ya me pareciera por
aquel entonces un oxímoron en toda regla, cuando todavía no sabía siquiera lo
que significaba el palabrejo de marras. Tras aquellas cubiertas de márgenes
naranjas primorosamente ilustradas, leíamos las historias de Michael Ende, René
Goscinny, Roald Dahl, Angela Sommer-Bodenburg, Paul Biegel, Christine
Nöstlinger y otros adalides de la literatura juvenil, a cuya advocación la
editorial ha seguido fiel, siendo la colección que atiende a este género, una
de sus principales señas de identidad.
Pero
por aquel entonces, la editorial llevaba ya más de dos décadas funcionando,
desde que en octubre de 1964 la fundaran Camilo José Cela y Jesús Huarte.
Porque la nómina de la dirección editorial a lo largo de estos 50 años es tan
excelsa como la de los autores publicados. A Cela le siguió en 1975 Jaime
Salinas (hijo de Pedro Salinas); a partir de 1980, ya dentro del Grupo
Santillana, asumió la primera dirección José María Guelbenzu y en el 93 hizo lo
propio Juan Cruz, por nombrar tan sólo a cuatro directores de renombre.
Fue
precisamente durante la dirección de este último, cuando Alfaguara labró una de
las piedras angulares de la editorial al tender puentes con Hispanoamérica a
través del proyecto “Alfaguara Global”, que editaba simultáneamente en España y
América Latina las obras en castellano de las dos orillas. El primer libro
publicado sujeto a esta iniciativa fue Cuando ya no importe, la última
novela que escribió Carlos Onetti antes de morir. De esta aspiración fraternal
auspiciada por la lengua que nos une, escribió Carlos Fuentes: “Formamos entre
todos el universo transatlántico de la lengua y de la imaginación en
castellano: el gran territorio de La Mancha. Seamos incluyentes, no
excluyentes, reconozcámonos al sur y al norte, a ambos lados del Atlántico, en
la comunidad de la imaginación y la palabra”. Luego Alfaguara se abrió también
al resto del mundo.
Mención
aparte merece también el Premio Alfaguara. Yo, que no soy muy amigo de leer
novelas premiadas, quizás porque he visto ya demasiadas cosas que no me
encajan, cuando he topado, sin embargo, con un libro galardonado por la
editorial madrileña, siempre he tenido la sensación de que el criterio del
jurado de turno sí se apoyaba en un juicio crítico bien sostenido y no en el
amiguismo, las perspectivas comerciales y mediáticas y, en definitiva, el amaño
en general. Y las novelas premiadas por Alfaguara, al menos las que yo he
leído, efectivamente suelen ser buenas novelas.
Tampoco
soy amigo de las cubiertas de los libros, siempre tan engañosas, falsamente
prometedoras. Soy más del contenido que del continente. Y, no obstante, cuando
uno acude a una librería y se detiene en el anaquel donde se alinean los libros
de Alfaguara, no puede evitar echar un vistazo al buen gusto con el que están
ilustradas. Y, sobre todo, una vez más, con criterio artístico que es siempre
trasunto gráfico de lo que luego nos encontramos en las páginas interiores.
Este esmero en las portadas es ya tradición desde que se le encargara a Enric
Satué el diseño de las cubiertas en 1975, el mismo que ha diseñado, por
ejemplo, los logotipos de la Universidad Pompeu Fabra o el del Instituto
Cervantes. Julio Cortázar llegó a decir que nunca le habían hecho a sus libros
cubiertas más bonitas.
Alfaguara
es una palabra de origen árabe que significa “la fuente que mana y corre”. Este
mes de octubre la fuente llevará ya manando 50 años. Para regocijo de los
sedientos.