Cuando en 1666
Molière estrena El misántropo, la
situación del comediógrafo francés no era precisamente halagüeña. El Tartufo seguía prohibido desde hacía
2 años y el Don Juan había sido
relegado al más absoluto de los ostracismos. No en vano, ambas obras resultaban
incómodas para determinados sectores de la sociedad de su tiempo. El Tartufo por su incisiva diatriba
contra la falsa religión; el Don Juan
por sacar a escena a un impostor de la “intachable” aristocracia. Por lo demás,
enemigos ambos, Iglesia y aristocracia, demasiado poderosos como para salir
indemne del envite. El misántropo es,
pues, un último intento de pellizcar las conciencias con el motivo de la
hipocresía y de la falsa moral como estiletes éticos. Tras esta obra, un
Molière ya cansado y derrotado, no volverá nunca más sobre esos asuntos.
El protagonista
de El misántropo es Alcestes, que ha
dejado de creer en el género humano tras comprobar que los usos sociales de su
época, los agasajos y lisonjas, ocultan en realidad el interés propio y la
insinceridad, imposturas necesarias para encajar en una sociedad que acepta a
sabiendas las normas del juego para sostener y perpetuar la ficción de su
artificial estatus. Son muchos los ejemplos que se ponen en la picota pero
destaca, sin duda, la escena en que Oronte lee su soneto y pide la opinión de
Alcestes. Éste, cuya sinceridad es antonomástica, le reprueba a Oronte la baja
calidad de sus versos y Oronte, acostumbrado al halago (que no es más que
impostura social), reacciona mal ante el exceso de sinceridad de Alcestes.
Cuánto me ha recordado esta escena al sonrojante compadreo que se da en
determinados círculos literarios, donde unos y otros ensalzan las calidades de
obras pésimas y generan laudos en periódicos y blogs con la miserable intención
de recibir ellos, algún día, algún trato de favor para sus también deplorables
obras.
Miguel del Arco
ha revisado el clásico de Molière. Enemigo declarado como soy de las
adaptaciones modernas de los clásicos, debo reconocer aquí una felicísima
excepción. Me atrevo a decir, incluso, sin incurrir en anatema, que Miguel del
Arco ha superado el original. Efectivamente, el texto de Molière es una
deliciosa demostración de punzante dialéctica; pero Miguel del Arco logra,
sobre esta excelente materia prima, imprimir a la obra una intensidad emocional
trágica que no hallo en el tono, digamos, dieciochesco, del frío, aunque
certero, juego argumentativo de Molière.
La casa de
Alcestes se sustituye aquí por un sórdido callejón a las puertas de una discoteca
y el poema de Oronte por una pieza musical. Alcestes, el incomprendido, está en
ese callejón, alejado del bullicio de la discoteca. Las puertas de ésta se
abren y cierran cada vez que alguien entra o sale, y dejan oír el ruido de
dentro, que es un acertado y efectista trasunto del circo social. Desfilan
hirientes todos los males de nuestro tiempo: la superficialidad, el falso
amiguismo, el borreguismo, la fatua vanidad, el desmérito. Alcestes cree aún en
la redención que cifra en el amor que siente por la frívola Celimena. Pero ésta
es agente y víctima del espectáculo y cede al lodazal de Oronte. Y ni los
versos de Cernuda sirven de consuelo.
Es fácil para
los que no participamos de las veleidades de nuestros días, caer en el amargo
escepticismo de Alcestes. ¡Es tan fácil volverse misántropo! Quizás hoy más que
nunca. Pero cuando uno asiste a montajes como el del Miguel del Arco, el
misántropo en ciernes se da cuenta de que los seres humanos somos capaces
todavía de hacer grandes cosas. El hombre se dignifica en el arte y, por una
hora y media, hasta que se cierra el telón, es posible beber de las mieles de
la filantropía que algún día conocimos.
Esta obra es muy recomendable. Ejemplo del trabajo bien hecho y de cómo un clásico se puede adaptar a los tiempos modernos sin caer en la deformación grotesca.
ResponderEliminarAl final seguramente no se trate de adaptación sí o adaptación no, sino, como tú dices, Tisbe, en trabajar bien o en trabajar mal.
ResponderEliminarSomos muchos los Alceste en la Argentina diletante de hoy dìa. Pero tanta franqueza u honestidad brutal nos dismimuye como seres humanos, de modo que ante la medianía general es mejor tener un sentimiento de compasión más que de repugnancia por un mundo que persiste en su autocondenación.
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