David
Trueba siempre me ha parecido un tipo interesante. Es inteligente,
tiene buenas ideas y ostenta ese espíritu crítico sin estridencias
que tan necesario se antoja en un tiempo, el nuestro, donde o bien se
agacha servilmente la cabeza o bien nos lanzamos a la calle a
destrozar cristales de oficinas bancarias. Me gustan mucho, también,
sus películas, con ese ritmo narrativo cocinado a fuego lento, sin
prisas, y esa delicadeza, ternura y profundidad con que construye a
sus personajes. Sin embargo, soy incapaz de mantener este idilio
intelectual y artístico cuando leo sus novelas. No es que los libros
de David Trueba sean malos; Trueba se deja leer, entretiene y, de vez
en cuando, se topa uno con la grata sorpresa de una frase brillante,
de una idea ingeniosa, de una reflexión honda. Pero hasta que llega
ese momento, el lector ha estado consumiendo páginas anodinas,
repletas de detalles insustanciales y perfectamente prescindibles.
Trueba es el novelista de la cotidianeidad y es tanto su apego al
pulso diario de la existencia que leer sus libros vale tanto como
vivir una jornada corriente de cualquier vida, con su tedio y su
sucesión de acciones irrelevantes que marca la inercia de los días.
En general, la vida de un ser humano está jalonada de momentos
inolvidables, buenos o malos, que aparecen en mitad de un largo
período de intrascendentalidad. Así las cosas, la literatura se
presenta como la válvula de escape que nos aleja del devenir,
siempre igual, de las horas, abona las parcelas yermas de nuestra
vida y llena el vacío de la banalidad diaria. No necesitamos libros
que hablen de lo cotidiano porque nuestra vida es ya, de por sí, muy
cotidiana. Si acaso, algún pasaje con el que establezcamos empatía
puede ayudarnos a sentirnos menos solos en este misterio, algo
absurdo, que es la vida pero, en general, no nos hace falta insistir
más en la nada cotidiana.
Esta
impresión tuve con Saber perder (Anagrama, 2008), novela de
irrelevancias de las que sólo se salva la magnífica historia del
jubilado Leandro, con su reflexión sobre el paso del tiempo, la
decrepitud física y el renacimiento otoñal. Saber perder,
que podría haber sido un excelente monumento a los hombres
derrotados por la vida, se pierde en pasajes fútiles que restan
grandeza a la abdicación de vivir. La novela también me sirvió
para corroborar lo que ya sabía: no hay nada más aburrido que
novelar el mundo futbolístico.
La
última novela de Trueba, Blitz (Anagrama, 2015), narra la
historia de un paisajista fracasado, abandonado por su novia, que
halla consuelo en el amor tranquilo de una mujer madura. Trueba hace
un sano ejercicio de depuración y, así, todo lo que sobraba en
Saber perder es justo lo que se elimina en esta novela corta
que desafía tabúes y habla a las claras. Son interesantes los
paralelismos que se establecen entre el trabajo de paisajista del
protagonista y la vida misma como metáfora del jardín. Con todo, la
novela adolece, una vez más, de esa indolencia argumental, instalada
en la grisura, que no permite, al acabar el libro, continuar con la
hipnosis literaria. Y esto es así porque cuando uno termina una
novela de Trueba existe una suerte de continuidad, de evasión
frustrada que aboca a lector a lanzarse a la ficción de cualquier
otro autor, con tal de librarse del desencanto ceniciento de la vida.
O dicho de otro modo: con tal de librarse, aunque sea solamente por
un rato, de uno mismo.
Comparto totalmente tu opinión sobre Trueba. Ahonda demasiado en la cotidianidad y eso puede hastiar al lector. Tampoco me gustó de "Blitz" el uso reiterado de palabras malsonantes relacionadas con las relaciones sexuales. Creo que un escritor debe mimar la palabra y ser capaz de expresarse de un modo más elegante.
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