En mis tiempos de Filología estudiábamos las teorías
de Charles F. Hockett, el lingüista americano que desarrolló las famosas quince
propiedades del lenguaje natural humano. Entre esas propiedades figuraba la
prevaricación, término que normalmente asociamos a los delitos judiciales pero
que en Lingüística se refiere a la capacidad de los hablantes de emitir
conscientemente enunciados falsos. En virtud de esta característica yo puedo
escribir ahora mismo algo como que “los aviones rezuman hipotálamos de incienso”,
oración a la que no se puede reprochar su corrección sintáctica pero que no
tiene ningún sentido. En la prevaricación está, probablemente, el origen de la
poesía y si yo fuera un poeta de renombre, todo el mundo admiraría la frase de
marras, otorgándole sugestivas interpretaciones, como las que se dan a esos
cuadros absurdos que cuelgan de las paredes de algunos museos de arte
contemporáneo. Pero no nos alejemos del tema. La prevaricación nos dio, pues,
la poesía pero el ser humano, que siempre tiende a pervertir los dones que
recibe, la utilizó para fines menos nobles: la utilizó para mentir.
Para mentir no hace falta negar la verdad; basta con
ocultar parte de ella o con manipular sutilmente los resortes del lenguaje. La
prensa es un buen ejemplo de lo que digo. Basta con leer varios periódicos de
distinto signo político para comprobar cómo una misma noticia parece
completamente otra dependiendo del medio informativo al que se acuda. Por no
hablar de los periódicos que mienten deliberadamente para tener algo que
vender. Ante esta tesitura, el lector no sabe, al fin, a qué atenerse y, si es
inteligente y no se casa con unos colores a toda costa, deberá siempre recibir
la actualidad con la suficiente reserva y desconfianza hasta que tenga acceso a
una fuente fidedigna. Luego están los periodistas que no contrastan sus
noticias y que las introducen a vuelapluma. Cualquier rumor o bulo que circula
por las redes sociales se convierte al momento en verdad indiscutible; se
critican las leyes pero nadie ha acudido a leer el texto completo, que será
largo y farragoso, sí, pero es el original; se valoran intervenciones en el
parlamento a partir de cortes televisivos descontextualizados pero nadie ha
visto la sesión entera. Y así, vamos construyendo nuestros juicios a partir de
lo que nos cuentan los terceros, nunca a partir de lo que hemos comprobado
nosotros mismos.
Ahora, el gabinete de comunicación de Manuela Carmena
ha construido una web donde se desmienten, matizan o aclaran determinadas notas
de prensa que afectan a su gobierno y, ante este ejercicio de transparencia,
determinadas personas se rasgan las vestiduras y apelan al constreñimiento de
la libertad de expresión. ¿Es que no es eso, también, libertad de expresión? La
labor de la prensa al controlar los abusos del poder es necesaria y encomiable
pero ¿quién controla los abusos de la prensa? Se critica también que el
periodista quede señalado en el desmentido de la web pero si un periodista ha
llevado a cabo su labor con objetividad y profesionalidad intachables, ¿debe
preocuparse de algo? Ojalá no tuvieran que existir webs como la de Carmena pero
vivimos en un país donde el clientelismo informativo es un hecho y la mentira
un vicio. En España hay divorcios, cajas B, penaltis simulados, amistades
rotas, hipócritas, impostores, postureos, publicidad engañosa, tarotistas,
tarjetas black, mesías de patrias arcádicas, abogados del dinero, cal viva para
los cadáveres. Todo, en virtud de la mentira. Que la única mentira sea la de la
literatura. Y que renazca la franqueza. Porque, como dijo Platón en El
banquete, “la belleza es el esplendor de la verdad”.
Aterra el poder de la prensa y nuestra casi ausencia de pensamiento crítico
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