CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

domingo, 10 de enero de 2016

312. 'Macbeth', de Justin Kurzel.




Resultan admirables el respeto, mimo y esmero con que el mundo anglosajón se ha volcado siempre sobre las figuras cimeras de su literatura. Macbeth, de Justin Kurzel, es uno de esos productos artísticos que se ven sólo muy de vez en cuando y que han nacido del amor y, lo que es más importante, del acierto interpretativo y del conocimiento profundo y riguroso de los textos originales. Y eso se nota. Con todas las licencias que la trasmigración al género cinematográfico exige, la última película del director australiano rezuma universo shakesperiano en cada fotograma.
Ya la primera escena constituye una genialidad del director. La cinta se inicia con el primer plano del cadáver de un niño, que enseguida sabemos hijo de Macbeth y su esposa. Casi al final del primer acto del texto de Shakespeare, un parlamento de Lady Macbeth deja insinuar que una vez fue madre. Se trata de un momento marginal de la obra que no se repite más (si exceptuamos una alusión de Macduff al final del cuarto acto) y que, sin embargo, ha sido motivo de controversia entre la crítica literaria. Pues bien, el brillante artificio de Kurzel consiste en convertir esa frase anecdótica del texto teatral en el leit motiv de gran parte del argumento, pues con la muerte del hijo de Macbeth y su falta de descendencia, cobrarán aún más sentido las profecías de las brujas que augurarán en la persona de Banquo, compañero de armas de Macbeth, el inicio de una estirpe de reyes. Banquo es, pues, un obstáculo en la llegada el trono de Macbeth, también profetizada por las brujas, y en el pensamiento de éste siempre estará presente que el asesinato del rey Duncan sólo habrá servido para alimentar la realeza de la semilla de Banquo. Por eso Banquo y su hijo Fleance deben morir. Sólo una mente atenta al texto shakesperiano habría podido apreciar la potencialidad dramática de aquella frase aparentemente irrelevante y casi desapercibida de la obra original. Por su parte, Fleance logra escapar de los esbirros de Macbeth, y Shakespeare nunca más vuelve a retomar ese punto pendiente. Kurzel, en cambio, en la impresionante escena final de la película resucita esta laguna del texto original haciendo caminar a Malcolm, hijo de Duncan, que ya ha recuperado el trono legítimo tras la muerte de Macbeth, hacia un horizonte rojizo, mientras en otra escena el olvidado Fleance hace lo propio sujetando una espada. Las dos escenas representadas paralelamente albergan una elocuencia dramática portentosa y corrigen el olvido shakesperiano.
Los parlamentos de los actores son muy fieles al texto original, aunque se ha producido sobre ellos una inteligente y dosificada purga, que alimenta la concisión. Esto, lejos de ser un defecto, es una virtud puesto que los personajes de Macbeth aceptan desde el principio su destino y la asunción de ese sino permite prescindir de las palabras. Se ha dicho muchas veces que Macbeth se debate interiormente ante la consecución de su atroz acto y que es la manipuladora Lady Macbeth quien lo aboca al asesinato. Pero no es verdad: las reservas de Macbeth ante el regicidio son siempre muy débiles y están consolidadas en su fuero interno desde el primer momento en que recibe la profecía de las brujas. No hay transición, sino asunción. Por eso Michael Fassbender y Marion Cotillard manifiestan en sus expresiones esa inercia estática del fátum trágico, paralela al lenguaje, que sólo se matiza algo en la culpa posterior. Incluso cuando Kurzel se toma licencias innecesarias, éstas son más sugestivas que el texto shakesperiano; es el caso, entre otras, de la profecía de las brujas que auguran la muerte de Macbeth “cuando el bosque de Birnam venga a Dunsinane”. Shakespeare hace que los soldados ingleses avancen todos con una rama de árbol que los oculte. En cambio, Kurzel hace que los soldados incendien el bosque y son las cenizas incandescentes arrastradas por el viento las que llegan a Dunsinane, ofreciendo una escena mucho más efectista, con la alegoría del rojo enseñoreándose una vez más.

La lobreguez de las escenas, la presencia constante de la sangre que no puede ocultarse, el desvalimiento de la culpa, representada en la cámara real casi a la intemperie, los silencios elocuentes y el estatismo o ralentización de algunas secuencias, todo recuerda con fidelidad el subyugante espíritu shakesperiano. Cada vez estoy más convencido de que Shakespeare no era un hombre nacido de mujer.

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