Siempre me ha parecido curioso el silencio de algunos
escritores tras el éxito de su primera obra. Lo lógico sería que, extasiados
por las mieles de la fama y del reconocimiento, se embarcasen en una nueva
empresa literaria. Sin embargo, no son pocos los que deciden poner punto y
final a una prometedora carrera; no sé si abrumados por la aprobación pública o
por el miedo a la página en blanco, a crear una historia de calidad inferior a
la que les catapultó al estrellato. Tal
es el caso de J. D. Salinger, Emily
Brontë, Margaret Mitchell o Harper Lee,
quien publicó en 1960 Matar a un
ruiseñor, uno de los clásicos de la novela estadounidense.
La
obra, de carácter semiautobiográfico, denuncia la segregación racial que se
vivía en el sur de los Estados Unidos durante los años 30. La pequeña Scout
narra, a través de la inocencia de su corta edad, una época de su infancia en
Alabama en la que su padre Atticus defendió en los tribunales a Tom Robinson,
un hombre negro acusado de haber violado a una mujer blanca. Esta valiente
actitud de su progenitor conlleva la pérdida de la inocencia de la pequeña y de
su hermano Jem, pues descubren que viven en una sociedad marcada por profundos
prejuicios raciales, por odios viscerales que envilecen al ser humano, por
rígidos vínculos familiares y vecinales y por un sistema judicial que deja
desamparadas a las personas de color. Sus esquemas vitales se desmoronan y
experimentan una profunda decepción: “Si sólo hay una clase de personas, ¿por
qué no pueden tolerarse unas a otras? Si todos son semejantes, ¿cómo se salen
del camino para despreciarse unos a otros?"
Frente a la hipocresía de sus vecinos que, por
ejemplo, se escandalizan por la situación de los judíos en Europa pero ven con
normalidad que los negros no tengan ningún derecho, pues no son personas como
los blancos; frente a la falsa moral de la familia que llega a renegar del
abogado por atreverse, locura imperdonable, a defender a un hombre cuyo único
delito es el color de su piel; frente a la violencia de quienes se creen con
derecho a agredir gratuitamente a quien no piensa como ellos; frente a la
hipocresía y la mezquindad se yergue con fuerza la figura de Atticus, personaje
que encarna –cual héroe épico- los valores positivos que toda sociedad debiera
poseer. Es un ejemplo de integridad moral, de justicia, de mesura, de bondad,
de ética y de templanza cuya máxima aspiración es trasmitir estos valores a sus
hijos para que sean personas de espíritu respetuoso. Son sus actos y su forma
de responder ante las agresiones verbales y físicas que sufren él y su familia
por defender a Tom los que van moldeando la personalidad de sus hijos. Educa
con el ejemplo. En este sentido, la novela pudiera entenderse como un tratado
de ciudadanía que actualmente tiene vigencia en una sociedad en la que hacen
falta más Atticus.
El título, bella
metáfora, incide en esta idea de respeto. Se dice que es pecado matar a los
ruiseñores pues son pájaros que no hacen daño a ninguna criatura, únicamente
nos deleitan con su canto. Son seres inocentes e indefensos, igual que lo son
Tom Robinson y Boo Radley, ese misterioso vecino que salva la vida de los
hermanos Finch cuando son atacados por Bob Ewel, padre de la joven blanca
supuestamente violada. Protejamos, pues, a los ruiseñores y tengan su merecido
castigo las aves carroñeras.
Tras el apabullante éxito de
la obra -recordemos que ganó el premio Pulitzer en 1961 y que fue llevada al
cine con una oscarizada película protagonizada por Gregory Peck - el canto
literario de Harper Lee enmudeció. Optó
por una vida discreta y retirada, alejada del mundanal ruido y de los destellos
de la fama. Este silencio únicamente fue quebrantado en el verano de 2015,
cuando se publicó Ve, aposta a un centinela; una secuela de Matar a
un ruiseñor en la que la protagonista es Scout adulta, que vive en Nueva
York y regresa a Maycomb para visitar a su padre. He aquí el planteamiento
inicial de su obra, pero su editor le sugirió, acertadamente, que sería
interesante que la acción fuese presentada desde el punto de vista de la niña
pequeña. Tras este tímido gorjeo, Harper Lee nos ha dejado haciendo gala del
estilo de vida que eligió, de modo discreto, durmiendo en la residencia de
ancianos donde miraba pasar el tiempo, sin hacer ruido, en silencio.