CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 18 de abril de 2016

320. Matar a un ruiseñor



Siempre me ha parecido curioso el silencio de algunos escritores tras el éxito de su primera obra. Lo lógico sería que, extasiados por las mieles de la fama y del reconocimiento, se embarcasen en una nueva empresa literaria. Sin embargo, no son pocos los que deciden poner punto y final a una prometedora carrera; no sé si abrumados por la aprobación pública o por el miedo a la página en blanco, a crear una historia de calidad inferior a la que les catapultó al estrellato.  Tal es el caso de  J. D. Salinger, Emily Brontë,  Margaret Mitchell o Harper Lee, quien publicó en  1960 Matar a un ruiseñor, uno de los clásicos de la novela estadounidense.

 La obra, de carácter semiautobiográfico, denuncia la segregación racial que se vivía en el sur de los Estados Unidos durante los años 30. La pequeña Scout narra, a través de la inocencia de su corta edad, una época de su infancia en Alabama en la que su padre Atticus defendió en los tribunales a Tom Robinson, un hombre negro acusado de haber violado a una mujer blanca. Esta valiente actitud de su progenitor conlleva la pérdida de la inocencia de la pequeña y de su hermano Jem, pues descubren que viven en una sociedad marcada por profundos prejuicios raciales, por odios viscerales que envilecen al ser humano, por rígidos vínculos familiares y vecinales y por un sistema judicial que deja desamparadas a las personas de color. Sus esquemas vitales se desmoronan y experimentan una profunda decepción: “Si sólo hay una clase de personas, ¿por qué no pueden tolerarse unas a otras? Si todos son semejantes, ¿cómo se salen del camino para despreciarse unos a otros?"

 Frente a la hipocresía de sus vecinos que, por ejemplo, se escandalizan por la situación de los judíos en Europa pero ven con normalidad que los negros no tengan ningún derecho, pues no son personas como los blancos; frente a la falsa moral de la familia que llega a renegar del abogado por atreverse, locura imperdonable, a defender a un hombre cuyo único delito es el color de su piel; frente a la violencia de quienes se creen con derecho a agredir gratuitamente a quien no piensa como ellos; frente a la hipocresía y la mezquindad se yergue con fuerza la figura de Atticus, personaje que encarna –cual héroe épico- los valores positivos que toda sociedad debiera poseer. Es un ejemplo de integridad moral, de justicia, de mesura, de bondad, de ética y de templanza cuya máxima aspiración es trasmitir estos valores a sus hijos para que sean personas de espíritu respetuoso. Son sus actos y su forma de responder ante las agresiones verbales y físicas que sufren él y su familia por defender a Tom los que van moldeando la personalidad de sus hijos. Educa con el ejemplo. En este sentido, la novela pudiera entenderse como un tratado de ciudadanía que actualmente tiene vigencia en una sociedad en la que hacen falta más Atticus.

El título, bella metáfora, incide en esta idea de respeto. Se dice que es pecado matar a los ruiseñores pues son pájaros que no hacen daño a ninguna criatura, únicamente nos deleitan con su canto. Son seres inocentes e indefensos, igual que lo son Tom Robinson y Boo Radley, ese misterioso vecino que salva la vida de los hermanos Finch cuando son atacados por Bob Ewel, padre de la joven blanca supuestamente violada. Protejamos, pues, a los ruiseñores y tengan su merecido castigo las aves carroñeras.

Tras el apabullante éxito de la obra -recordemos que ganó el premio Pulitzer en 1961 y que fue llevada al cine con una oscarizada película protagonizada por Gregory Peck - el canto literario de Harper  Lee enmudeció. Optó por una vida discreta y retirada, alejada del mundanal ruido y de los destellos de la fama. Este silencio únicamente fue quebrantado en el verano de 2015, cuando se publicó Ve, aposta a un centinela; una secuela de Matar a un ruiseñor en la que la protagonista es Scout adulta, que vive en Nueva York y regresa a Maycomb para visitar a su padre. He aquí el planteamiento inicial de su obra, pero su editor le sugirió, acertadamente, que sería interesante que la acción fuese presentada desde el punto de vista de la niña pequeña. Tras este tímido gorjeo, Harper Lee nos ha dejado haciendo gala del estilo de vida que eligió, de modo discreto, durmiendo en la residencia de ancianos donde miraba pasar el tiempo, sin hacer ruido, en silencio.


domingo, 10 de abril de 2016

319. Convalecientes


"Leyendo al abuelo", Abert Anker, 1893.

Toda convalecencia conlleva necesariamente un despojamiento. Nuestra entidad como seres sociales, con sus roles y sus imposturas, se diluye; las obligaciones diarias, que siempre nos parecen tan apremiantes, de pronto se relativizan bajo el peso de la enfermedad y pierden su falaz condición perentoria; la medida del tiempo se dilata y el vértigo de los minutos se convierte en una morosa contemplación de la vida. Desprendido de todo ese atavío mundano, el convaleciente indaga entonces en su yo más oculto y, sin pretenderlo, lo halla virgen, envuelto aún en la crisálida que ha ido tejiendo sobre él la quiescencia de una voluntad fagocitada por la inercia anestesiante de los días. Y al ser descubierto así, en su confortable quietud, el yo se despereza, extiende sus alas y vuela. Al fin.
Quizás por ello, las grandes vocaciones literarias se han gestado durante las largas convalecencias. Al ejercicio de la escritura y al autoconocimiento –¿acaso no son lo mismo? –, les estorban las prisas, el ruido del mundo y los quehaceres que nos impone la vida en sociedad. En Monte Sinaí, libro compuesto, por cierto, durante una convalecencia, José Luis Sampedro sublima ese desasimiento del mundo y hasta de uno mismo, que es origen de la más excelsa libertad: “Yo no tenía nada que hacer y la expresión «tener que hacer» me resulta la más odiosamente esclavizante que cabe imaginar. Excluirla de mi mente era nada menos que sentirme libre y feliz por no «tener que» ejercer mi voluntad. No más ansiedad por algo que espere mi actuación, nada de ser responsable. Era la gran libertad de la sumisión, de la aceptación”. Y luego: “No tener voluntad, no decidir, no querer nada más: ésos son los arroyos creadores del ancho río de la libertad [….]. Libertad máxima no es tanto la que nos pone a salvo de órdenes ajenas, sino las que nos desesclaviza de uno mismo, ese a quien no podemos engañar como a los otros”. Y, sin embargo, es en esa libertad de la no acción de donde surge su libro y de donde han surgido tantos otros. Porque la literatura nace del desprendimiento de quienes somos, cuando descubrimos quiénes somos de verdad.
Pero no sólo la convalecencia es útil para quien escribe, sino también para quien lee. Reducirse uno a existir como ente lector, activar el piloto automático del razocinio, que es la luz de emergencia de nuestro ser cuando el cuerpo, en su provisional standby, no quiere colaborar. Y dejarse llevar, como Sampedro, hasta que las palabras del libro, cómplice y amigo, alcancen el tuétano de lo que realmente somos, derramen su calor, derritan el glacial y, en el deshielo, nos descubramos como descubre el entomólogo el precioso insecto en su tesoro ambarino. Conviene, eso sí, que no sea el último libro del juntaletras de turno.

Y hay, aún, un tercer tipo de convalecencia. La que sobreviene tras la lectura de un libro subyugador. Y de esta convalecencia pueden ser víctimas sanos y enfermos. Es la que se siente cuando somos incapaces de escapar del hechizo de un libro una vez terminada su lectura. Entonces ningún otro nuevo libro nos libera. Uno sigue cautivo de su embrujo y no hay lectura que luzca o que rompa el sortilegio hasta que se topa con otro bebedizo literario que se le asemeje. Todavía recuerdo cuánto me costó resucitarme yo otro muerto más, de Pedro Páramo. He escrito antes que esta convalecencia afecta tanto a sanos como a enfermos. Me retracto. Porque sólo afecta a los enfermos. Los que el diagnóstico literario llama letraheridos.

domingo, 3 de abril de 2016

318. 'Medea': bastaba con Eurípides



Cuando Juan Ramón Jiménez dijo aquello de “no la toques ya más, que así es la rosa”, estaba poniéndole veto a su obsesión, casi enfermiza, por los retoques del poema en su aspiración de alcanzar la “perfección viva”. Sin embargo, como apunta Ricardo Gullón, el poeta aclaraba después que si tal decía era “después de haber tocado el poema hasta la rosa”, es decir, sólo después de conseguir esa aspiración última y definitiva.
Vicente Molina Foix ha tenido la noble intención de alcanzar también la rosa del mito de Medea y, para ello, ha acudido a sus tres principales fuentes greco-latinas (Eurípides, Séneca y Apolonio de Rodas) en una suerte de síntesis troncal del mito que permitiera ingresar en la pura esencialidad de la leyenda y hasta en su antropología telúrica. Después introdujo pasajes de su propia minerva con amoroso respeto al espíritu griego y de toda esa mezcolanza surgió el texto definitivo –la rosa– de esta nueva Medea que dirige José Carlos Plaza y que protagoniza Ana Belén.
Sin embargo, a Molina Foix se le ha pasado por alto pensar que la rosa ya la había escrito Eurípides y que no hacía falta tocarla ya más. El autor ilicitano navegó con valentía y tesón en el piélago bibliográfico del mito pero ya había quien había llegado a la Cólquide antes que él para hacerse con el vellocino de oro. El resultado de todo ello es un texto que, en su disolución, en su obligación de dividirse entre sus fuentes, pierde la fuerza del texto original de Eurípides, que se resiente, sobre todo, en los potentes monólogos de Medea, reducidos aquí en su intensidad, pese al encomiable esfuerzo de Ana Belén, que está espléndida y que se desvive fervorosamente por otorgarle al texto el realce que no tiene. Sólo ella salva la obra.
Otro punto en el debe del texto es la excesiva inversión de tiempo dedicada a explicar el mito de Jasón y el vellocino de oro. Si el público que acude al teatro no viene leído desde casa es un problema que no atañe al dramaturgo. Hay en ese pasaje un tufo a didactismo algo sonrojante y un tanto ofensivo que sólo podría exculparse si creyéramos que el autor pensaba utilizarlo para homenajear al maravilloso milagro de la oralidad a través de la cual se han ido perpetuando en el imaginario colectivo las historias antiguas. También se podría indultar al autor si lo que pretendía era justificar la actitud vengativa de Medea quien, como sabemos, ayudó a Jasón en aquella aventura y renunció a su patria, y que después se vio pagada con la traición de su marido. En todo caso, el exceso de celo en las explicaciones y justificaciones de las tramas argumentales, siempre me han parecido un punto débil del ejercicio narrativo, al que se le ven demasiado las solduras.

Punto y aparte merecen los actores masculinos del reparto que están francamente horribles, especialmente Adolfo Fernández (Jasón), que deambula patéticamente por el escenario con una dicción tabernaria y aguardentosa con el que, –vuelta a las justificaciones– quizás se pretendía contribuir a la degradación del héroe en particular y a los hombres en general, pues su egoísmo machista es el responsable de los males que sobrevienen; ello comulgaría bien con la reivindicación feminista del propio Eurípides (injustamente llamado misógino por algunos críticos) y explicaría la inconcebible actuación de los personajes masculinos. Pero llegados a este punto, ¿no es un tanto sospechoso que el cronista de una obra de teatro como este que escribe estas líneas, en su afán absolutorio, sea quien tenga que salvar los muebles del espectáculo?