No sé si a estas alturas, cuando el libro de Benítez
Reyes alcanza ya la segunda edición y ha sido comentado en los principales
medios de comunicación por el entusiasta criterio de los más renombrados
críticos y escritores, no sé, digo, si convendrá insistir de nuevo en los
evidentes paralelismos que la obra atesora respecto al género picaresco en
general y al Lazarillo de Tormes en particular. Podemos ponernos
profesorales y academicistas y decir que Antonio, su personaje, es, como Lázaro,
un chiquillo de baja extracción social, huérfano de padre, y cuya madre debe
salir adelante no siempre de la mejor manera; que Antonio, como Lázaro, trabaja
para muchos amos, –incluido el ciego de rigor–, aunque durante los años de la
segunda mitad del XX se les llame eufemísticamente jefes, y que esta
circunstancia permite el desfile de los tipos más variopintos y sugestivos,
desde los que suscitan una dulce ternura hasta los mezquinos y despreciables;
que la novela, como el Lazarillo, es itinerante en el espacio y en el
tiempo, lo que proporciona un rico friso social y político que no sólo aspira
al costumbrismo colorista sino a la denuncia acerada. Si siguiéramos con el
cotejo, hallaríamos emparentados también los pensamientos de Antonio con aquellas
reflexiones sentenciosas de Lázaro, que en su sencillez y abrumador sentido
común, ya las quisiera un Sem Tob para su colección de proverbios. Se podría,
en fin, continuar con la comparación, y decir que en El azar y viceversa
hay, como en el Lazarillo un “caso”, aunque mucho más lacerante que el
que trataba de justificar Lázaro, y también hay un “vuestra merced”, aunque
aquí se le llame de “usted” y su alcurnia no esté en el título nobiliario. Y
hasta el humor, hábilmente dosificado, comparte carcajada con la novela
picaresca del siglo XVI.
Todo ese ejercicio de literatura comparada es muy
plausible, pero siendo ciertas cada una de sus premisas, El azar y viceversa
entronca con el Lazarillo, sobre todo, en que al igual que en éste, su
protagonista aspira también a convertirse él mismo en un personaje clásico de
nuestra literatura. Y creo que en esta aseveración hay más justicia y verdad
literaria que en todo el aparato de concomitancias y supuestos homenajes a la
obra anónima que pretendan hallarse desde el púlpito académico. El personaje de
Antonio rebosa autenticidad y humildad. Es un ser, a la vez, asombrado y
extrañado del mundo que habita que, aunque hostil, no le impide mantener un
código de principios que evitan su envilecimiento. A ratos desata nuestra
compasión, pues Antonio es un ser herido por el desamparo, y hasta algunos de
los personajes más entrañables a los que sirve, aunque con entidad propia,
parecen tocados por el aura contagiosa de nuestro personaje.
La novela esconde, además, un pesimismo filosófico que
parte ya del mismo título. Porque, ¿qué es el viceversa del azar sino el
determinismo existencial? Los avatares cambiantes del personaje, auspiciados
por el capricho de la fortuna, se antojan al final meros juegos de un demiurgo
que lo tenía todo planificado de antemano: es el reverso del azar. Ese
pesimismo da lugar a los momentos más hermosos y líricos de la novela que
tachonan, como bellas treguas dentro del torrente narrativo (a veces
excesivamente desbordante y presuroso) el tejido argumental.
Felipe Benítez Reyes ha escrito ese tipo de novela que
Julio Llamazares llama “las novelas del poso”. Quizás con el tiempo olvidemos
los pormenores de su argumento, tan innúmero en peripencias y lances, y a
algunos de sus incontables personajes, pero quedará el sedimento perpetuo de su
lectura que es el mejor halago que puede recibir una novela. Que es, en
definitiva, lo que convierte a una obra en clásica.
Es cierto que la novela deja un poso en el lector difícil de olvidar. Antonio acaba robándonos un pedacito de nuestro ser que hace que sintamos como propias sus aventuras y, sobre todo, sus desventuras.
ResponderEliminarHas hecho un análisis muy acertado de la obra. Me parece especialmente interesante la dicotomía que planteas entre el azar y el determinismo. Quizás sea cierto el dicho popular de que quien nace estrellado muere estrellado, por mucho que algunos -como yo- nos neguemos a que esta máxima se tenga que cumplir.