No albergo duda alguna de que Fernando Aramburu ha
escrito la novela del año en España. Pero esta apreciación se queda en mera
anécdota estadística si vamos más allá y afirmamos, casi con la misma certeza,
que Patria es uno de esos hitos novelescos que jalonan el orgullo de
nuestra historia literaria. Patria no es sólo una obra maestra que
atesora las mayores virtudes del mérito literario. Lo que la convierte en algo
verdaderamente especial es, sin embargo, la capacidad de trascender su valor
como artefacto artístico. Patria es una novela necesaria porque nuestra
lacerante relación con ETA necesitaba
fijar sin interesadas ni tendenciosas ambigüedades eso que ahora llaman el
relato de la Historia. Desde el cese de los asesinatos y con la llegada a las
instituciones de los partidos proetarras –con la repugnante connivencia, por
cierto, de determinadas formaciones políticas–, se corre el riesgo de que el
paso del tiempo y la velada manipulación de las palabras, vayan tejiendo un
relato distinto que acabe cuajando en el acervo ciudadano de las futuras
generaciones. Patria deshace cualquier tipo de anfibología al respecto y
se erige sin paliativos también en el símbolo de la derrota literaria de ETA.
Pero Patria es una novela y no un panfleto, y es precisamente esa doble
dicotomía entre su condición literaria y su valor político, social y humano, lo
que hacía de su escritura un ejercicio tremendamente complejo y difícil de
manejar. Todos sabemos quiénes son los asesinos y el dolor que infligieron a
tantas familias, y esa desgarradora convicción tiene la fuerza de arrastrar al
escritor a la tentación de escribir una historia reducida de buenos y malos que
habría mermado su credibilidad como producto literario. En la novela de
Aramburu se nota la obsesión del autor por evitar cualquier tipo de maniqueísmo
y, por eso, todos los personajes, víctimas o victimarios, están revestidos de
un relieve humano, individual, verosímil, que supera la restricción de
cualquier etiqueta limitadora. Ese compromiso de honestidad literaria se
mantiene durante todo el libro. Por eso, en la novela, un abertzale o un
euskaldun pueden ser, a la vez, víctimas de ETA. O por eso, un etarra
puede ser, a la vez, un asesino y una víctima más, también de ETA. La inclusión
de estos matices en un conflicto que muchas veces se ha explicado en términos
categóricos, en absoluto ejerce en menoscabo de una tesis clara, pero otorga
serenidad, lucidez y verosimilitud al relato. Del mismo modo, la novela ofrece
las claves del conflicto vasco sin las grandes disertaciones académicas: el
nacionalismo como máquina de exclusión; la manipulación falaz de los ideólogos
que salvan el pellejo a costa de la alienación de unos pocos tontos y ciegos;
el adoctrinamiento velado; el miedo a la disensión y, por ende, la aniquilación
de la libertad de expresión; las mentiras que esconden las grandes palabras,
como patria; la importancia capital de la cultura, la educación y el espíritu
crítico como salvaguardas del pensamiento único (el personaje de Gorka, hermano
del etarra, se erige en adalid de esa posición); la fractura social y familiar;
la tibieza y hasta complicidad de la iglesia vasca con los asesinos; pero
también los abusos y torturas de la guardia civil; la vascofobia del resto de
España en una injusta generalización; la necesidad del perdón y muchos más
temas que no puedo abarcar en el espacio de que dispongo. Y todo ello sin el
fácil patetismo en el que habría sido sencillo caer.
Algunos de los rasgos aquí mencionados, los corrobora
el propio autor en un capítulo, ya casi al final del libro, donde Nerea y
Xabier, los hijos del Txato, el empresario asesinado por ETA, acuden a la
presentación de una novela que versa sobre el terrorismo. En esa presentación,
el autor del libro (¿trasunto del propio Aramburu?) esboza lo que ha pretendido
con su novela y Xabier, que está entre los asistentes escuchando, recela de los
escritores que aprovechan la tragedia para hacer de ella libros y películas que
vender. ¿Es Xabier el noble escrúpulo de Aramburu? Si así fuera sirva este
humilde GRACIAS de un crítico literario de provincias para aliviar al autor
cualquier recelo de su conciencia.
Yo también creo que, posiblemente, Fernando Aramburu haya escrito la novela del año. Aparte de su coraje cívico (marca de la casa), sus méritos literarios son indudables: la polifonía de voces con la que va tejiendo el relato, la oralidad (magníficamente captada ¡con lo difícil que es eso!), los personajes (que parece que te los vas a encontrar por las calles de San Sebastián cualquier día de estos)... En definitiva, una NOVELA ESPLÉNDIDA, que bien merecería obtener el Premio de narrativa de este año (si es que existe).
ResponderEliminarEstoy totalmente de acuerdo con la opinión de Javier y con la tuya, Píramo. Es, sin duda, una gran novela cuya lectura es imprescindible.
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