El problema de mi lectura de la nueva novela de Rosa
Montero no reside tanto en el libro mismo ni en su autora, como en quien
escribe ahora estas líneas. Uno se entera un día de que Rosa Montero ha
publicado una novela en Alfaguara titulada nada más y nada menos que La
carne, centrada en la antesala de la vejez, y recibe la noticia con el
alborozo que suscita la promesa de un libro cuyo sólo título produce ya una
sacudida en el lector. La carne. No me negarán que con ese pórtico
crudo, directo, inclemente, descarnado, si se me permite la redundancia,
fisiológico hasta el naturalismo, el lector sienta que va a enfrentarse a un
texto que va a zarandear eso que ahora llaman los finolis nuestra zona de
confort.
Y así es. Con un título tan sugestivo, inspirador y
rebosante de potencialidad, yo me esperaba poco menos que una epopeya de la
carne, la épica derrota de la piel en su decrepitud, el enseñoramiento de lo
orgánico sin medias tintas, la enfermedad sin paliativos retóricos. Esperaba
esa novela que nos recordara que, pese a nuestro afán de trascendencia, pese a
nuestra espiritualidad específica, pese a nuestra supuesta elevación, somos
eso: carne, futura podredumbre y humores en descomposición.
En lugar de todo eso, sin embargo, hallamos a una
sexagenaria obsesionada por el gigoló que ha contratado para darle celos a su
ex pareja. La novela se convierte
entonces en una agridulce historia de amor, algo aburguesada, salpicada de
cierto humorismo de acíbar marcadamente femenino, donde la protagonista
reivindica, pese a las limitaciones de su carne ya decadente, su necesidad de
amar; se trata de la tragedia derivada de la oposición entre una predisposición
al amor que ha permanecido intacta con el paso de los años y la realidad del
cuerpo, que en su declive, no acompaña esa plenitud.
No es, por tanto, que no subyazcan en la novela todas
las expectativas que el título sugería. Detrás del enfoque edulcorado se atisba
toda esa fatalidad, pero se pierde la grandeza odiseica del viaje de la carne,
quizás porque la propia autora ha decidido cubrir, bajo la ternura y patetismo
que nos genera su personaje, el drama latente. Sólo al final del libro, hacia
la página 185, que inicia uno de los mejores capítulos de la novela, la autora
parece hacer jirones ese velo tras el que se esconde el rigor de la terrible
verdad.
Una de las partes más interesantes de la novela es el
juego metaliterario que en ella se establece. Soledad, la protagonista, es
comisaria de una exposición que organiza la Biblioteca Nacional sobre
escritores malditos. El repaso por las vidas de estos escritores se engarza con
los sentimientos de la propia Soledad, en un juego de espejos que enriquece la
trama. Resulta también llamativa la incorporación del personaje de Rosa Montero
en uno de los pasajes de la novela, en un divertimento tan legítimo como
innecesario. Tan innecesario como el escuálido dietario donde la protagonista
anota sus observaciones de espionaje sobre el gigoló del que está enamorada,
que hubiera resultado perfectamente compatible sin el mecanismo estructural del
diario, que se antoja algo forzado.
En definitiva, La carne es una novela correcta,
que quizás peca en la ligereza con que aborda un tema, presumiblemente más
potente y lleno de posibilidades en su hondura. La carne se deja leer,
entretiene, pero se queda a medias. En lugar de su holocausto, en esta carne
rozamos sólo la epidermis y la lectura cicatriza enseguida.
¡Ay, esas novelas cuyas lecturas cicatrizan enseguida...!
ResponderEliminarEs una novela en la que se ve demasiado la mano femenina que la escribe. El problema es que no todas las mujeres pueden identificarse con Soledad. Se deja leer, pero es una lectura ligera que no deja huella.
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