En los tiempos que corren, cuando el género aforístico
ha alcanzado un nivel de banalización irritante, reconforta hallar entre toda
esa fruslería barata y vacía con aspiraciones filosóficas, la mirada lúcida y
enjundiosa de Juan Manuel Hernández, que acaba de publicar Cuando la noche
te alcanza en la flamante editorial Tolstoievski, dirigida con rigor y
contagioso entusiasmo por Ralph del Valle.
Aunque conocemos a Juan Manuel Hernández por la
publicación, junto a Isabel Parreño, de las cartas de Pardo Bazán a Galdós
recogidas en el volumen Miquiño mío (Turner, 2013), esta es la primera
incursión del escritor sevillano en la literatura de creación.
Apuntábamos al inicio que el libro de Juan Manuel
Hernández llegaba para dignificar el aforismo, ese género manoseado ya por
cualquier mentecato en las redes sociales cuya superficialidad y adulteración
exaspera al alma más flemática. Sin embargo, conviene puntualizar que Cuando
la noche te alcanza no es propiamente una colección de aforismos, sino más
bien un compendio de microtextos de extensión variable, nacidos de los apuntes
que durante varias décadas el autor ha ido anotando en su relación con la vida
y el mundo.
El tono del libro es esencialmente pesimista
situándose en los postulados del nihilismo donde se nota la ascendencia que
sobre el autor ha ejercido el pensamiento de Nietzsche o el de Cioran. En estos
“nocturnos”, como gusta llamarlos Hernández, se aprecia un dolorido
descreimiento del género humano rayano en la misantropía. Por eso es frecuente
la apología de la soledad o del silencio, que le sirven de parapeto contra la
frivolidad, la maldad y la estupidez humanas en todas su vertientes. En ese
sentido, la noche, que puede ser trasunto de la nada que somos, es, a la vez,
el espacio propiciatorio para la autoconfidencia y la clarividencia, a la
manera de los místicos, aunque este diáfano discernimiento arroje lacerantes
verdades sobre nuestra condición finita y animal. Anulado, pues, cualquier
atisbo de trascendencia, sólo atenuado por la música y su capacidad de
elevarnos por encima de la mediocridad, el autor carga, a veces con denodada
vehemencia, contra el engaño de la religión y sus pueriles promesas alienadoras
y narcotizantes. Especialmente atractiva resulta la mirada del autor sobre la
ciudad, que nos recuerda al flâneur baudeleriano, aunque los tipos
sociales que aquí aparecen se confunden con esa masa informe que puebla las
urbes, segura de sus obligaciones y metas, pero atrapadas entre sus lindes como
en una ratonera. Sólo se salvan de ese perfil uniforme y absurdo los
desahuciados por la vida, como los mendigos y vagabundos, auténticas fallas de
esa ficción que es la metrópoli. El pesimismo del libro niega la felicidad, en
particular esa felicidad que los nuevos gurús de la espiritualidad repiten como
un mantra tratando de buscar desesperadamente el hueco que ha dejado la
religión en nuestras vidas inermes. Sólo la familia, en especial los hijos,
permiten cierta lealtad a la existencia. Con los nocturnos, Juan Manuel
Hernández parece, además, rendir cuentas consigo mismo y con alguna bajada a
los infiernos intuida entre líneas; en este sentido, la escritura permite
purgar esas miserias y, en último término, redimirlas, expiarlas, exorcizarlas.
En definitiva, los nocturnos de Juan Manuel Hernández
actúan como pequeñas píldoras de la verdad, que por su radical certeza,
conviene tomarse con mesura. Sin embargo, es esa verdad y el lirismo de sus
reflexiones (algunos nocturnos son auténticos poemas) los que nos arriesgan a
un posible atracón. Y aviso que para estas píldoras no hay prospecto que nos
oriente sobre qué hacer o a quién acudir en caso de sobrepasar la moderada
ingestión. Porque no hay tratamiento contra la intoxicación de la vida.
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