CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

viernes, 9 de junio de 2017

364. 'Cuando la noche te alcanza'



En los tiempos que corren, cuando el género aforístico ha alcanzado un nivel de banalización irritante, reconforta hallar entre toda esa fruslería barata y vacía con aspiraciones filosóficas, la mirada lúcida y enjundiosa de Juan Manuel Hernández, que acaba de publicar Cuando la noche te alcanza en la flamante editorial Tolstoievski, dirigida con rigor y contagioso entusiasmo por Ralph del Valle.
Aunque conocemos a Juan Manuel Hernández por la publicación, junto a Isabel Parreño, de las cartas de Pardo Bazán a Galdós recogidas en el volumen Miquiño mío (Turner, 2013), esta es la primera incursión del escritor sevillano en la literatura de creación.
Apuntábamos al inicio que el libro de Juan Manuel Hernández llegaba para dignificar el aforismo, ese género manoseado ya por cualquier mentecato en las redes sociales cuya superficialidad y adulteración exaspera al alma más flemática. Sin embargo, conviene puntualizar que Cuando la noche te alcanza no es propiamente una colección de aforismos, sino más bien un compendio de microtextos de extensión variable, nacidos de los apuntes que durante varias décadas el autor ha ido anotando en su relación con la vida y el mundo.
El tono del libro es esencialmente pesimista situándose en los postulados del nihilismo donde se nota la ascendencia que sobre el autor ha ejercido el pensamiento de Nietzsche o el de Cioran. En estos “nocturnos”, como gusta llamarlos Hernández, se aprecia un dolorido descreimiento del género humano rayano en la misantropía. Por eso es frecuente la apología de la soledad o del silencio, que le sirven de parapeto contra la frivolidad, la maldad y la estupidez humanas en todas su vertientes. En ese sentido, la noche, que puede ser trasunto de la nada que somos, es, a la vez, el espacio propiciatorio para la autoconfidencia y la clarividencia, a la manera de los místicos, aunque este diáfano discernimiento arroje lacerantes verdades sobre nuestra condición finita y animal. Anulado, pues, cualquier atisbo de trascendencia, sólo atenuado por la música y su capacidad de elevarnos por encima de la mediocridad, el autor carga, a veces con denodada vehemencia, contra el engaño de la religión y sus pueriles promesas alienadoras y narcotizantes. Especialmente atractiva resulta la mirada del autor sobre la ciudad, que nos recuerda al flâneur baudeleriano, aunque los tipos sociales que aquí aparecen se confunden con esa masa informe que puebla las urbes, segura de sus obligaciones y metas, pero atrapadas entre sus lindes como en una ratonera. Sólo se salvan de ese perfil uniforme y absurdo los desahuciados por la vida, como los mendigos y vagabundos, auténticas fallas de esa ficción que es la metrópoli. El pesimismo del libro niega la felicidad, en particular esa felicidad que los nuevos gurús de la espiritualidad repiten como un mantra tratando de buscar desesperadamente el hueco que ha dejado la religión en nuestras vidas inermes. Sólo la familia, en especial los hijos, permiten cierta lealtad a la existencia. Con los nocturnos, Juan Manuel Hernández parece, además, rendir cuentas consigo mismo y con alguna bajada a los infiernos intuida entre líneas; en este sentido, la escritura permite purgar esas miserias y, en último término, redimirlas, expiarlas, exorcizarlas.

En definitiva, los nocturnos de Juan Manuel Hernández actúan como pequeñas píldoras de la verdad, que por su radical certeza, conviene tomarse con mesura. Sin embargo, es esa verdad y el lirismo de sus reflexiones (algunos nocturnos son auténticos poemas) los que nos arriesgan a un posible atracón. Y aviso que para estas píldoras no hay prospecto que nos oriente sobre qué hacer o a quién acudir en caso de sobrepasar la moderada ingestión. Porque no hay tratamiento contra la intoxicación de la vida. 

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