Con los cuarenta enseñando sus fauces en el mensario
de mi vida, uno ya no está para perder las horas de lectura en trivialidades.
El idioma es sabio y ya coloca detrás del temible número el sufijo aumentativo.
Se deja de ser –añero, ese morfema que democratiza la sensación de
sentirse joven, emparentándote incluso con los de quince, para convertirte en –ón,
con su tilde grave y severa, arrastrando la pesada fonética de la desolación.
Cuarentón. Y, aunque aún vemos lejos el –genario del invierno y apenas
hemos dejado atrás la primavera, el principio del otoño estampa las aceras con
su solemne alfombra de hojas secas como si quisiera mostrarnos el camino.
Y todo este preámbulo metafísico-lingüístico, ¿a
cuento de qué? Pues a cuento de Gonzalo Hidalgo Bayal. Porque leer a este autor
cacereño es sumergirse en esas sutilezas del lenguaje que son, a la postre,
nuestra gran ontología: somos en la palabra. Por eso es tan inquietante el
penúltimo libro de Hidalgo Bayal publicado por la editorial Tusquets, Nemo,
ese forastero sin nombre ni pasado que se retira como huésped a un lejano
pueblo con la firme intención de no volver a hablar nunca más, probablemente
como consecuencia de alguna triste convalecencia existencial. Y si somos en la
palabra, ¿quién es entonces Nemo? Nadie, como lo han bautizado, a la latina,
los habitantes del pueblo. Con un lenguaje elegante, deslumbrante, de precisión
casi quirúrgica, heredero de la prosa de Sánchez Ferlosio, y que a veces
recuerda al primer Landero, Hidalgo
Bayal hipnotiza al lector con esta historia que tambalea los pilares sobre los
que se sustenta nuestra concepción radicalmente lingüística del mundo. Por eso
los personajes de Nemo no pueden concebir la renuncia al lenguaje de su
misterioso huésped y el escribano (todos los personajes de la novela carecen de
nombre propio y son aludidos por sus respectivos oficios) debe dar cuenta de
todos los detalles de ese silencio y registrar las especulaciones que los
habitantes del pueblo, reunidos en el ágora de la bodega, emiten acerca de ese
voluntario mutismo. La novela se interrumpe a veces con algunas interpolaciones
de historias paralelas, que recuerdan otros silencios ilustres de la historia
del pueblo, y la sucesión de las mismas nos recuerda a veces el género del
filandón, que el lector acepta gustoso, olvidado incluso de la trama central
por el mero placer de sentir la inercia de la narración sin otra motivación que
dejarse mecer por ella.
En un mundo donde la palabra se ha desvirtuado hasta
convertirse en la “portavoza” de la insulsez o de la estulticia; donde,
en su saturación, cada vez significa menos, uno comprende a Nemo y su ascetismo
del silencio. Sin embargo, por eso mismo también, se agradecen voces como las
de Gonzalo Hidalgo Bayal, que entronizan de nuevo a las palabras en el sitial
de su venerabilidad y les hacen decir el mundo con la certeza de su
esencialidad primera.
No sé si Hidalgo Bayal es lectura de cuarentones.
Desde luego, no está en el candelero de todas las operaciones del mercantilismo
literario ni su rostro luce en los grandes carteles de las librerías, ni hay
pilas de sus libros hacinándose para el consumo feroz de los lectores
adocenados. Pero en los albores del sufijo aumentativo, y con el empaque que da
su oronda madurez, me van a permitir este orgullo generacional de saberme ya,
para siempre, en la gran literatura, que a veces hay que buscar, en mitad del
ruido, a la vera de estos genios recónditos.
A Concha D’Olhaberriague
Es todo un honor, Fernando, que mi nombre aparezca en este blog tan delicado y al pie de Nemo, una novela aforística - historia, ensayo, apólogo- que ha quedado prendida en mí para siempre.
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo
Un abrazo fuerte
Concha