¿Y cómo no estarlo? ¿Cómo no seguir hechizados un
cuarto de siglo después por una de las obras más entrañables, inteligentes y
cruelmente conmovedoras del maestro Juan Marsé? Justo este mes se cumplen 25
años desde que la extinta (o más bien fagocitada) Plaza & Janés publicara El
embrujo de Shangai. Al año siguiente de haberse dado a la imprenta, la
novela ya había obtenido el Premio de la Crítica y en 2002 fue llevada al cine
por Fernando Trueba.
Con unos mimbres aparentemente sencillos, Marsé
construyó una obra perfecta, lo que demuestra lo prescindibles que resultan los
juegos de artificio cuando, sencillamente (y qué difícil es esa sencillez) se
respeta la pureza de lo literario. Porque la novela de Marsé es literatura en
estado puro, acrisolada en el precioso matraz de la palabra sin impostura. El
embrujo de Shangai es una novela dentro de otra novela y es un alegato en
defensa de la fantasía, de su consuelo en tiempos de grisura, sobre todo si
esos tiempos se enmarcan dentro de la durísima posguerra española.
El catálogo de personajes es inolvidable: el capitán
Blay, el estrafalario excombatiente del lado perdedor, lúcido chalado
obsesionado con las represalias, que vive por ello escondido en un armario y
que sale a la calle oculto entre vendas, haciéndose pasar por la víctima de un
atropello de tranvía. El capitán Blay es un personaje con reminiscencias
quijotescas; su locura reivindicativa no está exenta de mordacidad. Luego está
el niño Ramón, el narrador de la obra, que acompaña y cuida cual lazarillo al
capitán en sus dislates y que recibe el encargo de éste de dibujar a la niña
tísica de la torre de la calle de las Camelias, con el propósito de acompañar
su retrato a la hoja de firmas que está recogiendo para la retirada de una
chimenea contaminante y conmover los corazones de los firmantes. Esta niña es Susana y encarna
el perfecto prototipo del erotismo ligado a la enfermedad, en la línea del
gusto decadentista de principios del siglo XX. En ella se aúnan inocencia y
perversión, creando en el lector una mezcla de compasión y perturbación a
partes iguales.
Pero el verdadero catalizador del leit motiv de
la obra es Nandu Forcat, antiguo maqui, que se aloja en casa de Susana y que
explica a los dos niños las aventuras de Kim, padre de la niña y cabecilla de
los exiliados en Francia cuya figura está nimbada de la mitología que ha
forjado el imaginario colectivo. Enfundado en su quimono, que parece ejercer de
atuendo ritual para la magia de las palabras, Forcat relata el viaje de Kim a
Shangai, aderezando su historia con todos los componentes de la novela negra,
espías, nazis, lugares exóticos y mujeres fatales. Las palabras de Forcat,
revestidas de un lirismo embelesador y de una premeditada ingenuidad, casi
romántica, en sus ardides narrativos, alejan por unas horas a los dos niños de aquella habitación y de la vida sin horizontes de los años 40 y estimulan su imaginación en un momento
donde la ruina general y la enfermedad ahogan las ilusiones en su yermo.
El embrujo de Shangai reivindica el poder salvífico de la literatura pero
también su enorme vulnerabilidad, siempre expuesta a la crudeza de una realidad
que no admite paliativos y que, a veces, se ensaña con quienes quieren huir de
ella o cambiarla. El final, una mezcla de desolación y esperanza, es la
metáfora de una lucha en claroscuro donde la épica de la palabra trata de
erigirse en luz para los desheredados de la felicidad, sin importar que, tal
vez, esa luz sea una mentira. Un embrujo.
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