Es el año 19.a.C. En su lecho de muerte, Virgilio
encarga a sus allegados quemar la obra de su vida. No cree que haya alcanzado
con ella la gloria a la que aspiraba y, quizás, teme haber puesto al servicio
de la propaganda política de Augusto los casi diez mil hexámetros de la
composición. Virgilio cree que la literatura no debiera humillarse ante ese
servilismo. El emperador y sus amistades no consienten en su último deseo. En
las aulas, millones de alumnos en todo el mundo traducen la Eneida en
sus ejercicios de latín.
Año 1060. El visir Al Mu’Allim pasea por el barrio
mozárabe de Sevilla y anota mentalmente la cancioncilla que entona la vendedora
de especias. Servirá de base para su moaxaja. Casi un milenio después, en 1948,
Samuel Miklos Stern traduce las moaxajas y desgaja de ellas los versos finales
que se hallan en mozárabe. Stern ha descubierto las jarchas que se ocultan en
ellos. La vendedora de especias canta de nuevo desde los vórtices del tiempo.
Mayo de 1207. En un monasterio cualquiera, el amanuense
Pedro rasga la madrugada con el sonido de su cálamo sobre el pergamino. Cuando
las sombras cimbreantes de las velas se proyectan sobre los caracteres, diríase
que es el perfil del Cid quien cabalga los versos. El juglar que cantara su
epopeya ya es voz de tinta para la eternidad.
En 1543 aún está caliente el cadáver de Juan Boscán.
Su viuda, Ana Girón de Rebolledo, se encamina hacia la imprenta de Carles
Amorós, en Barcelona. Aprieta contra su pecho los legajos donde se hallan los
poemas de su marido, junto con los de su amigo Garcilaso de la Vega, que Boscán
había dejado preparados ante de morir. Y en esta perseverancia de doña Ana,
nada pueden las piedras de Le Muy.
El 22 de diciembre de 1870, se produce un eclipse
total de sol. En el número 23 de la calle de Claudio Coello, en Madrid, muere
Gustavo Adolfo Bécquer. No había alcanzado los 35 años. En su agonía, ha pedido
a su amigo Augusto Ferrán que publique su obra: “Tengo el presentimiento de que
muerto seré más y mejor conocido que vivo”. Los detalles de esa publicación se
acordaron en el estudio del pintor Casado del Alisal. El eclipse de sol se
volvió rayo de luna.
En 1900 se casan Menéndez Pidal y María Goyri. Su
viaje de novios les lleva a realizar una ruta por los pueblos cidianos,
recogiendo versiones de romances históricos de tradición oral hasta entonces
desconocidos. En el Burgo de Osma, resucitó el príncipe don Juan.
En el verano de 1924, ya en su lecho de muerte, Franz
Kafka corrige de su puño y letra cuatro relatos que deseaba dar a la imprenta.
Con esa fortaleza en su agonía, ¿cómo se iba a tomar en serio su amigo y editor
Max Brod, la idea de Kafka de destruir toda su obra? Sólo su compañera, Dora
Diamant, respetó su última voluntad, aunque sólo en parte: guardó en secreto la
mayoría de sus últimos textos hasta que la Gestapo los confiscó en 1933. La
búsqueda de estos papeles aún continúa. En 1925, Margarita Nelken, de forma
anónima, publica en la Revista de Occidente, la primera traducción de La
metamorfosis al español. Nelken y Brod tuvieron que exiliarse para huir de
la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial, respectivamente. Pero clavaron
su pica en la patria de la literatura para siempre.
Custodios todos ellos del tesoro incalculable del que
se sintieron responsables. Héroes sin cuyo concurso providencial la literatura
sería otra. De nada serviría, sin embargo, su trabajo, sin los otros custodios.
Los que perpetúan la vida de la literatura cada vez que abren un libro.
Custodios también nosotros, los lectores, verdaderos depositarios del grial de
sus palabras.
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