Como la Literatura suele obrar estos milagros, mi
puente de Todos los Santos ha sido más bien un viaducto hacia el pasado
levantado por los ingenieros del tiempo y de la nostalgia. Así que, transitando
su piso de adoquines, jalonado mi paseo por su balaustre con las efigies de mis
propios santos laicos, he llegado hasta el Día de Difuntos de 1836 y me he
encontrado a Mariano José de Larra, afanado sobre el escritorio de su despacho,
en el número 3 de la madrileña calle de Santa Clara, patrona, por cierto, de
las telecomunicaciones, con expresión
cariacontecida y desazón de espíritu. Apenas unos meses antes, Larra había
perdido su escaño como diputado por Ávila tras el Motín de La Granja de San
Ildefonso (seguimos con los santos), quizás la última tentativa de sentirse útil
y partícipe en la regeneración de la deteriorada vida política y social de
aquella España desnortada, más allá de sus acerados artículos en El Español. Tampoco
van bien las cosas con Dolores Armijo. El opúsculo de hoy expulsa la bilis negra
de su tribulación: es día de Todos los Santos y él es un muerto más por quien
tañe el bronce herido de las campanas. ¿Sólo él es el muerto? “Vamos [dice para
sí], ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso [se
apodera de él y comienza] a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid
es el cementerio […]¡Necios! –decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver
muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? […] ¡Miraos, insensatos, a vosotros
mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a
vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos
viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre
la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan contribuciones que no tienen;
ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no son presos ni denunciados;
ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son
los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan
en voz bien alta y que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos,
en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí
les puso, y ésa la obedecen”. Viene luego una enumeración de los nichos y
mausoleos de Madrid con sus correspondientes epitafios: el Palacio Real, la
Constitución (“el cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el año 23”), la
comercial Calle de Postas, la Inquisición, (“hija de la fe y del fanatismo: murió
de vejez”, aunque sospecha de su resurrección), los periódicos, en cuyo
epitafio se aprecia, en relieve, una cadena, una mordaza y una pluma (¿la de
los escritores o la de los escribanos?) o los Ministerios, cuya lápida reza: “Aquí
yace media España; murió de la otra media”; años más tarde Machado escribiría
sus célebres versos: “Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”. ¿Les
suena todo esto? Pues de ello hace casi un siglo y medio.
Poco más de un año después, Larra confirma su vocación
de muerto. Su hija Adela, de seis años, halla el cadáver de su padre cuando se
disponía a darle las buenas noches. Se había descerrajado un tiro en la sien. La
Juventud Literaria costeó el sepelio y evitó que Larra, como suicida, sufriera
un entierro de misericordia. En 1944, Dámaso Alonso publica Hijos de la ira.
Abre el libro el poema “Insomnio”: “Madrid es una ciudad de más de un millón de
cadáveres”, reza el primer verso. En la época de Larra había menos de 152.000 habitantes
en la villa. Ya se sabe: los cementerios crecen. Los pueblan los vivos.
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