El día que murió Lucio Battisti, me lo dijo él mismo.
Aquel 9 de septiembre de 1998 –más de 20 años ha corrido ya el calendario–,
andaba yo deambulando por el dial de aquella vieja radio que habían comprado
mis padres en Andorra, cuando todavía los españoles tenían por costumbre
adquirir tecnología más barata en el Principado, y todas las emisoras no hacían
más que repetir Il mio canto libero, la famosa canción del cantante
italiano. Un pálpito me dijo entonces que algo andaba mal. Así que, para
confirmar mis sospechas, aguardé a que empezase Flor de pasión, el
veterano programa musical de Radio 3 y, tras la sintonía inicial, allí estaba
la voz rota de Juan de Pablos, anunciando entre sollozos la muerte del poeta de
Poggio Bustone, a quien esa noche el locutor cacereño iba a dedicarle un
monográfico prácticamente improvisado como homenaje. Casi un año después,
volvería a escuchar a Juan destrozado por la muerte de Dusty Springfield, una
de sus cantantes más queridas, en un programa sobrecogedor para sus fieles
oyentes, en el que Juan de Pablos apenas podía articular palabra y donde podían
sucederse eternos silencios sin que el radioyente supiera ya a qué atenerse al
otro lado de las ondas. Ese es Juan de Pablos. La pasión, la emoción y la
autenticidad por encima de todo protocolo radiofónico. ¿Hay, acaso, anomalía
mayor en un programa de radio que el mutismo? La radio es, por su propia
naturaleza, el medio que menos puede prestarse a los vacíos de silencio; estos
causan enorme extrañeza en el oyente, que se siente, de pronto, abandonado en
el abismo de las ondas. Pero con Juan de Pablos los silencios eran siempre
significativos y sus oyentes devotos acabaron normalizándolos, diríase que
incluso los acompañaban con el aliento contenido; en las noches de Flor de pasión
el dial era un enorme silencio compartido entre las miles de almas que
respetaban el tiempo que Juan necesitase para recobrarse de quién sabe qué
recuerdos, de quién sabe qué demonios personales. Y nos alegrábamos
sinceramente cuando, de pronto, se venía arriba y un tema lo resucitaba de los
taludes de su depresión. A cambio de esta complicidad, Juan nos regalaba su
sabia selección nocturna. Nunca podré agradecerle lo suficiente el haberme dado
a conocer a cantantes como France Gall o Françoise Hardy que, por una cuestión
generacional, quizás nunca habría descubierto. Había madrugadas en que me
quedaba dormido escuchando el programa, y dejaba grabando el casete. A la
mañana siguiente, rebobinaba la cinta y descubría los tesoros nocturnos que
había cazado y yo me imaginaba que aquellas canciones insólitas habían sido
rescatadas desde alguna extraña y fabulosa región de mis sueños merced al
ejercicio de chamanismo de Juan. Algunas de esas rarezas no he podido
recuperarlas más que en aquellos casetes que grabé. Por ejemplo, una pieza
instrumental titulada Andorra, que a día de hoy, en la era de Internet,
donde casi toda la información está a nuestro alcance, soy incapaz de
encontrar.
La semana pasada, Juan de Pablos anunció que se
jubilaba a sus 71 años. Con él se va también Flor de pasión, programa
nacido en 1979. Era inevitable: Juan y Flor de pasión son una misma
cosa. Añoraremos su selección musical, que forma parte de la educación
sentimental de mucha gente de diferentes generaciones, pero también su frágil
sensibilidad y la honestidad emocional de aquellas madrugadas cómplices. El
tema de cierre, Azzurro, de Adriano Celentano, como el de inicio, el Attends
ou va t’en en versión de France Gall, son ya himnos por mor de Juan de
Pablos. También su mítica frase de despedida tras cada programa, la única
manera posible de cerrar esta humilde semblanza de su persona: “Forza,
saluti a tutti, bacioni, auguri, in bocca al lupo, arrivederci e a presto pino!”
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