Ando enamorado de la poesía de Lola Mascarell. Afirmar
eso es tanto como decir que anda uno enamorado de la vida. Pero no es cierto.
Yo no ando enamorado de la vida, salvo cuando leo a Lola Mascarell. Así que la
poesía de la poeta valenciana es para mí una suerte de tregua con el mundo, una
especie de reconciliación con la existencia y, en último término, una purga de
sus miserias –las reales y, sobre todo, las que nosotros mismos inventamos para
lastrarla– que permite mostrarnos el universo en su prístina esencialidad,
despojado de todo accidente accesorio, puro y sustancialmente nuestro si
logramos tamizarlo en el cedazo de la mera sencillez, que es su verdadero
tesoro, el más difícil, no obstante, de apreciar porque es el más evidente. Ahí
la mirada reveladora de la poeta para hacernos caer en la cuenta de que la
verdad de las cosas se halla a un palmo de nuestras limitadas narices de
hombres ocupados.
Un vaso de agua
(Pre-Textos) es una apología de la sencillez en su sentido más luminoso. El
poema “Sencillez” ocupa el número 22 de los 44 poemas que integran el libro,
justo significándose en el centro del poemario: “quiero escribir agua /
borboteando en el cazo, / boniatos en el horno / o lámpara de luz en la mesilla
[…]. Escribir por ejemplo / que el día se termina, / y que no pasa nada”. Es la
vida que fluye lejos de lo estentóreo, pequeños cosmos de vida silente en
plenitud que otras veces es descrita mediante la observación extática de la
naturaleza invisible. Hay en esa contemplación una inercia natural a
confundirse jubilosamente con el todo: en el poema “Abrazo”, Mascarell nos
invita a alejarnos “del límite impalpable / que separa las cosas, de ese surco
/ que dibuja ante ti / su contorno y su nombre” y nos conmina a ser nosotros
“corteza también y también centro”. Otras veces esa fusión se produce por mor
de la propia naturaleza, como en el poema “Unión” o más explícitamente en
“Disolución” donde la lluvia une al “todo con lo uno y con lo mismo, / y me voy
deshaciendo”. Otros poemas matizan esa profundidad trascendente, rebajándola a
una bellísima y deliciosa desidia, a una gloriosa pereza de dejarse llevar por
la inercia de los días hasta conseguir la ataraxia de la inacción, que es otra
forma de disolución: una jornada en la playa, una mañana de domingo, dejarse
fagocitar por la luz de agosto o ceder a la muelle aventura de la cotidianidad,
sin hacerse preguntas: “¿por qué nos obstinamos en contar / el caudal de las
horas? / Nada sabe la gota en la ventana / de cuántas ni de cómo / habrá de ser
su frágil duración. / Sólo brilla un momento en su ignorancia”.
Pero la poeta no puede soslayar la punzada metafísica.
El paso del tiempo, que es en muchos poemas un dejarse mecer por las horas,
ofrece también su inevitable desazón: una quema de rastrojos, una casa
abandonada que otrora albergara una vida, el instante de una fotografía en la
que el clic ya nos hace difuntos, los objetos que nos sobreviven y
quedan mientras nosotros pasamos, son algunas de las imágenes donde los poemas
vierten su preocupación existencial. Especialmente dolorosa es la constatación
de que el mundo y su milagro seguirán indiferentes a nuestra muerte; así el
poema “Sol en la cama”: “que no puedo dejar de imaginarme / ese día futuro en
que la luz / no encuentre esta pared / esta colcha, este armario, estos zapatos
/ y avance por el suelo / aterido de plantas y maleza / y llegue hasta este
punto / donde ahora estoy yo / igual que lo hace ahora: indiferente”. El ansia
de trascendencia frustrada se representa en una especie de nostalgia por un
arcano, un origen que nos construye, simbolizado en la montaña como alegoría.
La redención se halla entonces en la infancia y en la eternidad del amor.
Ando enamorado de los versos delicados y quebradizos,
a veces desamparados, de Lola Mascarell. Y es alivio para la sed del alma, la
ablución de este vaso de agua.