Qué cansancio de país esta España nuestra en la que
todos los santos días andamos a la greña por todo. Cuánto ruido y cuánta
crispación interesada y cuántos ofendidos y cuántos ofensores y qué hartazgo de
exaltados y qué asco de urdidores malintencionados y qué náusea de incendiarios
profesionales. Y qué ganas de meterse uno en un iglú en mitad del Ártico y
mandarlos a todos a paseo.
Alejandro
Amenábar ya debía de saber lo que se le venía encima cuando decidió rodar su
última película, y eso que, como ha dicho Pérez-Reverte, Mientras dure la
guerra tiene la virtud de la ecuanimidad que algunos degradarán a la tan traída
y llevada equidistancia para menoscabar su trabajo. Y así es como Amenábar
acabará ofendiendo a los ‘hunos’ y a los ‘hotros’ por usar la famosa dicotomía
unamuniana. Los ‘hunos’ lo acusarán de maniqueo, los ‘hotros’ de tibio y así ya
tenemos a Amenábar en el paredón, listo para ser fusilado por tirios y
troyanos. Porque en este país no cabe la visión comedida, aquí eres rojo o azul
y no hay medias tintas. Y así nos va. A nadie se le escapa la adscripción
ideológica de Amenábar; por eso es aún más meritorio su comedimiento a la hora
de plasmar aquellos primeros días de la guerra cainita que tiene muchos más matices
y complejidades que las simplificaciones a las que se la ha venido sometiendo.
¿Acaso alguien no se cree que a Amenábar le habría gustado cargar más las
tintas contra su adversario ideológico natural? Pero Amenábar es un intelectual
y al intelectual se le presupone la sujeción de la brida emocional en pro de la
lucidez y de la honestidad. De eso sabe algo Manuel Chaves Nogales. La figura
de Unamuno, excepcionalmente interpretada por Karra Elejalde, se erige en la
cinta como la más clara alegoría de las contradicciones que todo conflicto
bélico e identitario ejerce sobre quienes lo sufren. Que un intelectual de su
categoría transitase en la ambigüedad ideológica, dando bandazos inciertos a un
lado y al otro, solo confirma lo que la duda significa para el hombre de
estudio: inteligencia y no arrebato. La película ensaya sobre la figura de
Unamuno el gran cisma de nuestro patriotismo reciente. En ese sentido es memorable
la escena donde el gran escritor vasco discute durante horas con Salvador Vila
o aquella otra en que los falangistas de nuevo cuño corean el himno monárquico
sin conocer muchos de ellos la letra de Pemán, que sustituyen por el tarareo,
que no es más que el balbuceo de una
patria impuesta. A las contradicciones de Unamuno quizás le falten algo de
profundidad y de análisis. Del mismo modo, determinados histrionismos como el
de Millán Astray (genial Eduard Fernández) durante el famoso debate en la
Universidad de Salamanca, cuando superado por la inteligencia de Unamuno emite
un balbuceo ridículo que luego sustituye con el grito de España, pueden estar
bien como metáfora de la falta de argumentos de la fuerza bruta, el “viva la
muerte” de Astray, pero quizás habría que huir de esquematizaciones fáciles, si
bien podemos disculpar, dado el esfuerzo de contención de su director, la
parodia final de Franco posando a caballo.. El dictador, por cierto, aparece
muy bien configurado, sobre todo en su vertiente de inteligente estratega
militar y gestor del poder (interesantísima la inspiración cidiana para su
intervención en el Alcázar de Toledo, renunciando a la conquista inminente de
Madrid, conociendo como sabe que alargará la guerra pero que se arrogará la peformance
de una épica que le valdrá para consolidarse).
De todos modos, más allá de politiqueos, a mí lo que
me gusta es ver a Unamuno haciendo animalitos de papel en el Novelty. En la paz
de la tertulia. En el iglú. Mientras, siguen peleando los ‘hunos’ y los
‘hotros’ y así andamos: con la casa sin barrer. 83 años después.
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