Hallábame
una tarde leyendo en el sofá, en uno de esos escorzos imposibles de triclinio
que adopta el lector hedonista, cuando un pasaje del libro en cuestión acicateó
mi curiosidad y quise aclarar una información acudiendo al teléfono móvil. El
escorzo se complicó algo, pues ahora sujetaba el libro abierto, de considerable
volumen, con una sola mano, mientras que con la otra navegaba con impericia de
manco por el proceloso piélago digital. Y pasó lo que tenía que pasar, que el
barco zozobró y el difícil funambulismo de libro y móvil se vino abajo. Así
que, en décimas de segundo, tuve que decidir cuál de los dos objetos iba a
tener que salvar del descalabro en el suelo del comedor. Apenas lo pensé, fue
casi una reacción instintiva: el móvil cayó con estrépito sobre el piso, mientras
el libro reposaba sobre mi pecho, como esas damas de las películas que el héroe
acaba de salvar del precipicio. El libro era El infinito en un junco, de Irene Vallejo. El móvil… ¿qué diantres
importa el destino del móvil cuando uno está leyendo a Irene Vallejo?
La
anécdota no es baladí. Yo la llamo «el efecto Vallejo». En El infinito en un junco se desprende tal amor por los libros, tal
pasión por su historia de heroicidad y resistencia, que su lectura inocula en
el lector ese mismo virus bibliofílico. ¿Cómo iba, pues, a dejarlo caer al
suelo? El libro de Vallejo es una inagotable fuente de contento tanto para los
amantes consumados como para los advenedizos. Con un lenguaje que evita
premeditadamente la erudición sesuda para trasladarse, sin menoscabo alguno, al
tono divulgativo (en ocasiones me pareció estar ante uno de esos estupendos
ensayos históricos de Isaac Asimov), Vallejo traza la historia del libro desde
la Antigüedad, preñando su épica gesta de un jugosísimo anecdotario, deliciosos
hallazgos etimológicos y, sobre todo, jalonando la narración con toda esa
nómina de indómitos paladines –muchos de ellos anónimos– que han escrito los
grandes hitos de la odisea libresca. El ensayo, además, alterna su necesaria
hilazón cronológica con saltos al presente, tendiendo un puente que rompe los
vórtices del tiempo en una solución de continuidad que nos convierte en
contemporáneos de egipcios, griegos y romanos. En esos remansos narrativos del
presente, aparece la Vallejo más personal, la que legitima el carácter
ensayístico de su obra tomando del género la esencia de su origen montaignesco,
y entonces sus apreciaciones adoptan un tono lírico donde emerge la creadora,
la novelista, la poeta. Y como los libros siempre llaman a otros libros, El infinito en un junco es también una
sugestiva invitación a adentrarse en las muchas obras citadas entre sus
páginas, una preciosa y entrañable antología de futuras lecturas que enhebrarán
la sinapsis de ese maravilloso ejercicio de la intertextualidad.
Observo
el teléfono móvil descoyuntado en el suelo, su batería de litio fuera del
armazón, como el corazón de un despojo homérico. Su acceso a Internet, que me
permitía viajar por el infinito de la red, se ha cerrado tras el golpe, como
una puerta encasquillada en su marco. Por ahora, no me importa perder ese
infinito. Porque el infinito está –siempre lo ha estado– en aquel primer junco.
Para regocijo de tus lectores más asiduos, te has marcado otro texto marca de la casa. Te lo agradecemos. Y, por cierto, no paro de oír elogios de este libro. Hasta me lo ha ofrecido un compañero para cuando acabe este confinamiento macondino al que nos vemos todos sujetos.
ResponderEliminarEl unknown soy yo, Javier Angosto, al mando de mi móvil que, en realidad, es el que manda sobre mí.
ResponderEliminarEl libro se merece una lectura tan atinada y regocija nte como la tuya, Fernando. Es verdad que irradia pasión por los libros, y por la lengua,
ResponderEliminarque en Irene Vallejo fluye fresca y viva como arroyo serrano. No me extraña que te haya hechizado. A mí me ocurrió lo mismo.
Fernando, me ha encantado tu reseña. Un abrazo.
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