La
gente cree que en estos días de confinamiento forzoso está llevando a cabo una
suerte de épica de la resistencia que convierte a cada confinado en un héroe
contra el enemigo invisible. Una especie de paladín del batín que soporta con
arrojo las acometidas del temible aburrimiento, eso sí, asistido de todas las
comodidades y conectado al mundo, como nunca en otro tiempo, a través de la
tecnología. Menudos titanes. Yo entiendo que existan personas que deseen
sentirse protagonistas de la Historia y que para ello necesiten remedar la
epopeya de las películas, importar el apocalipsis de las grandes gestas del
pasado, adoptar su lenguaje belicista y revestirse del aura de las proezas.
Poder decir orgulloso: «yo estuve ahí; yo sobreviví al virus». Pero no, oiga:
usted solamente está tumbado en su cómodo sofá, deglutiendo series,
comunicándose con quien quiera a través de su teléfono móvil, bien abastecido
de comida, cubiertas todas sus necesidades higiénicas y haraganeando. Eso sí, a
las ocho en punto sale usted a aplaudir al balcón para seguir sintiendo que
forma parte de la hazaña colectiva. No. Usted no es ningún héroe: usted es solo
un insignificante ciudadano más que tiene la única obligación de quedarse en su
jodida casa. Nada más. Porque pensar que está usted haciendo algo más que eso
es insultar a todas aquellas personas que se mantuvieron ocultas en un zulo
inmundo durante 30 largos años hasta que Franco decretó la amnistía del 69. Por
ejemplo. Y quejarse de un encierro que aún no alcanza el mes es un insulto aún
mayor, además de demostrar el poco alcance de su supuesto coraje contra el fin
del mundo.
El
confinamiento nos ha traído también a los gurús de la cultura, que se arrogan
ahora la potestad de tutelar nuestro supuesto aburrimiento, como si los pobres
mortales a los que regalan su benefactor amparo no supiéramos organizar nuestro
propio ocio sin su eminente guía salvífica. Sé que hay quien lo hace
bienintencionadamente. Pero, cuando todo esto pase, algunos tendrán que hacer
inventario de su mezquindad, sobre todo aquellos que, con el subterfugio de un
altruismo hipócrita ofrecen sus obras para hacer más llevaderas las horas de
enclaustramiento, en un ejercicio oportunista de autobombo sonrojante.
Resulta
curioso pero yo siempre había creído que la mejor forma de alejarse de la
estupidez humana era aislarse de la gente, huir al iglú. Y no. Justamente en mi
encierro es cuando estoy asistiendo a un mayor embate de imbéciles por doquier.
La culpa es mía, claro, por ceder también a las redes sociales, a la televisión
y a otros opiáceos de la inteligencia. Quizás se deba esto a que antes la
imbecilidad se dispersaba entre los actos cotidianos de la vida y sus prisas.
Ahora, en cambio, se concentra en la intimidad (por tanto, en su dimensión más
cierta) de los hogares prostituidos para todos en repulsiva exhibición. Por eso
entiendo tanto a Manuel, el protagonista de Los
asquerosos, de Santiago Lorenzo, que es la novela de la que quería hablar
aquí antes de acalorarme con toda esta diatriba contra la majadería humana.
Manuel debe ocultarse de la policía al verse involucrado involuntariamente en
un acuchillamiento. En su encierro, una casa desocupada en un pueblo
deshabitado, descubrirá las mieles de la soledad y la irrelevancia de todo
aquello que antes le resultaba imperiosamente necesario. Hasta que una familia
de domingueros, trasunto de nuestra sociedad con todos sus defectos,
hipocresías, superficialidades y sandeces, se instala en el pueblo y da al
traste con su seguridad, convirtiéndose a partir de entonces el libro en todo
un manual del buen misántropo. Y yo quería analizar un poco el libro de
Santiago Lorenzo y hablar de algunos pros y contras de su planteamiento
argumental, de su estructura, de su estilo. Pero me he tirado tres cuartos del
artículo hablando de toda esa caterva de idiotas en lugar de lo importante y se
me ha acabado el espacio. ¿Lo ven? Lo han vuelto a conseguir.
¡Cuánta razón tienes, maño!
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