En
el principio fue el verbo. Luego fue la verborrea. Así reza, más o menos, una
de las «senectas» del viejo, el personaje creado por Gonzalo Hidalgo Bayal en
esa novela sobre el silencio titulada Nemo.
De la verborrea se nos ha dado buena cuenta durante todos estos meses de
pandemia. Incontinencia verbal de cientos de imbéciles que ahora se arrogan la
potestad de opinar sin más criterio que el de la suficiencia de su egolatría
sin límites. Y así, todos ellos se erigen de repente en epidemiólogos
consumados, gestores políticos infalibles, economistas reputados, togados
leguleyos, policías de balcón y héroes de pantuflas y batín. ¿Por qué no os
calláis la boca de una puta vez, sabios de los cojones?
Estoy
con Rosalía de Castro (ahora ya hay que escribir el apellido de la poeta
gallega desde que saltó a la palestra la Rosalía cantante, aunque para mí la
escritora compostelana será siempre Rosalía, sin más, como una antonomasia),
estoy con Rosalía –digo– en eso de que «cando unha peste arrebata / homes tras
homes, non hai mais / que enterrar de presa os mortos, / baixa-la frente, e
esperar / que pasen as correntes apestadas... /¡Que pasen ... que outras virán!».
¿Qué palabras caben cuando hay un peso de treinta mil muertos aplastando todos
los diccionarios? «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según
las últimas estadísticas)», decía Dámaso Alonso en «Insomnio». Y le salió un
poema de nueve versos. Muchos son. Enterrar deprisa a los muertos. Bajar la
frente. Esperar. Y callarse. No hay más.
Por eso recibí con algo de alivio, que era más bien una reclamación, la
elección del poema que José Sacristán leyó la pasada semana durante el funeral
de Estado. El poema de Octavio Paz se titulaba significativamente
(reivindicativamente), «Silencio».
Aunque
el poema del escritor mexicano se compuso en otro contexto, no puedo dejar de
tejer con los mimbres del presente la interpretación de sus versos. No puedo
dejar de ver en esa nota musical que, tras haber dado su sonido al mundo, queda
vibrando en el aire, agonizando antes de su inminente extinción, hasta que otra
música la enmudece, a esas vidas frágiles que se apagaron en la soledad de un
hospital mientras la música imparable del mundo proseguía su réquiem
implacable. Así, esas vidas silenciadas, dan al universo otra nota: la del
silencio mismo, que puede ser más atronador que todos los sonidos del orbe. Y
ese silencio, que es «aguda torre, espada», porque desde su atalaya se otea la
verdad que somos, y punza y hiere, sube desde el fondo de la nada para realizar
su trágico trueque: al abismo de donde procede el silencio se van los
recuerdos, las esperanzas y las miserias de nuestra vida. Y no hay grito que
alcance a salvarlos. Desembocamos al silencio que somos en el lugar donde el silencio
mismo enmudece. La paradoja es aterradora: el enmudecimiento del silencio que,
por su propia naturaleza es ya mudo, intensifica el nihilismo absoluto del
producto final.
Con
malicia, se ha comparado la escenografía del funeral de Estado, con aquella particular
disposición circular de la concurrencia en torno al pebetero ceremonial, con
alguna suerte de ritual pagano. La muerte tiene siempre algo de arcano y de
regresión ancestral. Entre los presentes, se aprecia a dos personas que dan la
espalda a la ceremonia. Dicen que se trataba de dos intérpretes que atendían
mediante lenguaje de signos a un matrimonio sordo. ¿Cómo se dice en lenguaje de
signos un poema sobre el silencio? ¿Cómo entiende una persona sorda, que
convive naturalmente con el silencio, la forma en que el silencio se convierte
ahora en tragedia y necesidad? Y, sin embargo, nadie más cerca que ellos de la
esencia ontológica de lo que somos: del silencio venimos y al silencio vamos. Y
lo demás es verborrea. O literatura.
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