No soy un lector entusiasta
de Virginia Woolf. En su día recuerdo que me agradó la lectura de Flush, que me pareció un librito
delicado, tierno y deliciosamente británico. En cambio, La señora Dalloway, que pasa por ser una de sus obras maestras, me
dejó bastante frío y, en ocasiones, irritado, con aquel excesivo despliegue
alegórico de sentimientos y aquellas transiciones bruscas en la narración, que
pasaba de unos personajes a otros sin previo aviso y convertían la leve trama
en un laberinto sin itinerario claro.
Ahora las vicisitudes de
Clarissa Dalloway llegan a las tablas en la versión remozada de Carme Portaceli
y con Blanca Portillo como actriz principal. Portaceli ha introducido algunos
cambios respecto a la novela, como el de convertir a la agria señorita Kilman,
institutriz de la hija de Clarissa, Elizabeth, en la amante de esta. Su actitud
crítica hacia la señora Dalloway no responde, como en la novela, al rencor de
conciencia de clase ni a un prurito de superioridad moral, sino a un feminismo que
condena la actitud conformista, sumisa y acomodada de Clarissa. También se ha
sustituido al enfermo mental Septimus, en la novela traumatizado por su
participación en la Gran Guerra, por la de Angélica, una escritora frustrada,
angustiada por su gran vacío existencial y cuyo suicidio será el trasunto del
suicidio del futuro de Clarissa pero también el de su afirmación vitalista.
Aunque las apariciones de Clarissa, tanto en la novela como en la obra de teatro,
no monopolizan páginas y escenas, Clarissa está siempre en el foco de todas las
intervenciones de los demás personajes, ya sea explícita o implícitamente, como
una estrella alrededor de la cual gravitan todos los planetas. De las
evocaciones de estos y de los recuerdos y confesiones de la propia Clarissa,
descubrimos a una mujer que ha sido incapaz de realizarse como persona, pues ha
renunciado a todos los sueños de la juventud a cambio de una vida acomodada al
lado de Richard, un parlamentario que le ofrece una vida regalada pero
monótona. Atrás queda aquel beso con Sally, indicio quizás de una sexualidad
luego reprimida o su relación con Peter, un aventurero a cuya vida azarosa pero
vibrante, Clarissa renunció en pos de la estabilidad. El tiempo –Clarissa tiene
ya 50 años– hará balance de todas esas deserciones vitales y la señora Dalloway
reflexionará sobre si su vida ha merecido realmente la pena. El asunto ha sido
recientemente abordado por la excelente serie de televisión Little fires everywhere, con una inmensa
Reese Witherspoon que parece, a su manera una Dalloway rediviva.
La adaptación teatral de
Portaceli es correcta (el texto tampoco da para muchas florituras más y menos
sobre unas tablas) pero lo que más me gustó fue la escena en que Blanca
Portillo rompe la cuarta pared y se mezcla con el público. Es el momento de la
novela en que Dalloway, que lleva todo el día preparando una fiesta, da la
bienvenida al fin a sus invitados. Del mismo modo, la Dalloway-Portillo nos da
también la bienvenida a su fiesta. Y en la emoción de sus palabras, emoción
sincera y a flor de piel, todo el público sabe que esa fiesta es la fiesta del
teatro que vuelve tras la pandemia. El guiño es clarísimo y tremendamente
conmovedor. Y así como Clarissa da al fin su fiesta, con el cuidado escrupuloso
para que todo salga bien, así nosotros asistimos como los viejos amigos que
somos, a ella y el patio de butacas es, otra vez, una celebración de la vida.