Los territorios míticos imaginados por los escritores,
aunque puedan constituir el trasunto de una ciudad real o el de un bastión de
la memoria o el de una colonia de los demonios interiores, al final acaban
resultando siempre las patrias comunes en donde nos reconocemos todos. Por eso
muchos de nosotros seguimos viviendo en Comala, en Macondo o en Vetusta, porque
su cartografía trasciende los límites de la anécdota personal para convertirse
en la pangea universal de lo que somos.
Pero quizás no exista
otro espacio en el que hayamos clavado con mayor convicción nuestra pica de
Flandes como en la Mágina de Antonio Muñoz Molina. Tal vez la estampa en sepia
con que el novelista ubetense rescata del álbum de la memoria la ciudad de El jinete polaco entronque visceralmente
con alguna suerte de ontología del recuerdo que habitamos, sobre todo cuando ya
estamos en disposición de decir que somos más pasado que futuro. Hay algo en
Mágina que nos interpela, que activa los resortes de nuestra historia personal
proyectando el cinerama de nuestra vida con una autenticidad que nos abruma,
sobre todo porque la cuenta la voz de otro y desde una ciudad inventada, lo que
convierte la revelación casi en una cuestión de esoterismo.
A Mágina le faltaba, sin embargo, la infancia como eje
vertebrador, sugerida aquí y allá en las diferentes novelas de Muñoz Molina,
pero nunca hasta ahora convertida en leitmotiv
a tiempo completo. Y claro, si a la Mágina en donde atisbamos nuestra identidad
le añadimos ahora la única patria real que es y será siempre la infancia
perdida, entonces la comunión con Mágina alcanza su máxima expresión. Y da
igual que esa infancia emparente con una generación muy concreta, como aquella
de los 60 a la que pertenecen los dos protagonistas de El miedo de los niños (Seix Barral), porque, a la postre, todas las
infancias se reconocen entre sí y tienen el mismo lenguaje más allá de la
coyuntura histórica. El miedo de los
niños es una inmersión sugestiva y evocadora de una época vista desde los
ojos infantiles de sus personajes por cuyo cedazo se criba la realidad para
formularla con la lógica de la niñez. Por eso, entre canicas, cromos y tebeos,
hay también tísicos que secuestran a los niños para extraerles la sangre y
manos de adultos que se posan untuosas, ambiguas, ininteligibles sobre la
rodilla de un niño en la clandestinidad que ofrece la oscuridad de un cine de
verano. Monstruos infantiles muy reales que se acompañan de las sugerentes
ilustraciones de María Rosa Aránega, con sus carboncillos de niño antiguo. Hay
en el tratamiento de Bernardo y Esteban una delicadeza que acentúan su
inocencia prístina y la vulnerabilidad de Bernardo, un niño de salud delicada,
víctima de la poliomielitis, que arrastra su pierna prisionera del armazón que
le sirve de prótesis (otro terror, la ortopedia de antaño). Y está, como no
podía ser de otra manera, el asalto del ayer –no porque la novelita se ambiente
en los años 60 del pasado siglo– sino por la epifanía del mismo cuando la
novela da un salto temporal al presente y la llegada de una carta vierte todo
el vértigo del tiempo en la nueva vida de Esteban. La explosión colorista y
estridente de unas canicas de otro tiempo derramadas sobre el suelo del
presente constituirá la sacudida jubilosa y, a la vez, terriblemente nostálgica
y dolorosa de un tiempo periclitado que ya había sido arrumbado en el desván de
los trastos viejos. A Esteban se le había olvidado que Mágina
siempre vuelve. Y las canicas.
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