Defender que el último libro
de Pilar Blanco constituye su obra más personal es una afirmación rayana en la
perogrullada, más aún si hablamos de poesía. Quién puede negar a estas alturas
que el género poético es el cauce por donde mejor circula el caudal de todas
las turbulencias individuales. Pero con ser cierto eso, también lo es que en Yo escribo la noche (Chamán), la poeta
de Bembibre parece ceñirse con mayor explicitud a unas circunstancias vitales,
cuya concreción aleja a este libro de algunas de sus obras precedentes donde temas
como el anhelo de trascendencia, la vocación de altura y la nostalgia de
absolutos otorgaban a aquellos libros un carácter más universalista. Efectivamente,
Yo escribo la noche es el relato real
de un amor luminoso, de su posterior pérdida y su consecuente devastación y,
finalmente, del intento de reconstrucción desde los añicos, la cicatriz y la
esperanza.
El libro se divide en tres
secciones. La primera se titula «Ello», que es una deturpación deliberada del
pronombre «Él», trasunto del amor fallido, y cuya transformación en pronombre
neutro parece castigar al referente desposeyéndolo de su carta de naturaleza.
En esta primera sección, el amor correspondido ilumina los versos hasta
hacerlos arder, no escatimando un glorioso erotismo cuando hace falta. El amor
es entonces ese «ser en el otro» que con resabios a Pedro Salinas aparece en el
poema «El don de la mirada», o el refugio ante la intemperie y el desvalimiento
de la vida: «Ato a ti mi orfandad y protejo la tuya». En definitiva, un
desensimismamiento «para ser otro, para dejar de ser», en la alteridad. En este
amor jubiloso cobra especial importancia el lenguaje como ontología amatoria:
«así el amor: / dos lenguas que construyen un lenguaje». Cuando llegue el
desamor, la poeta tendrá que «ir[se] a vivir a otro lenguaje / que
infilitrar[se] en
la piel de otro alfabeto». Un desamor que ya se anuncia
mediada la sección, con la luctuosa enumeración de despojos en el poema «De
donde huyó la luz» o con la vida al ralentí, solamente sujeta por la inercia de
los días en una cotidianidad cuyos automatismos evitan el suicidio (léase el
impresionante «Todo mirando»).
El segundo bloque se titula
«–S–», solitario morfema residual de un «Ellos» calcinado. La noche, que en la
primera sección había sido un espacio propiciatorio, a la manera de San Juan de
la Cruz («entramos en la noche como en el cuerpo amado»), se torna ahora el
tiempo del insomnio y las tribulaciones sin fin: «Noche abierta de perros que
no ofrece salidas» y que «aguarda el martilleo de los pájaros / para cernirse
en luz». Los versos se llenan de nostalgia, «corazón de ámbar sobre una mano
huida», una búsqueda de físuras donde «no hay un hueco que abrace», y los
amantes son seres abisales de «membranas y branquias, viscosidad y fango», tan
lejos de los «seres alados que [antaño] se henchían de oxígeno y altura». Hay
en toda la sección una lucha entre la desazón y la asunción de la pena: la
poeta sostiene el candil de su noche, aplaza el suicido cuando el amanecer la
unge de vida y amputa «el rincón del cerebro donde hincan su garra los
sentimientos», y lo hace sola, rechazando la conmiseración, «pues nadie se
calienta en la intemperie ajena», o con la ayuda de la poesía, que es, no
obstante, un dios ciego a quien la poeta ora en el último poema de la sección.
La última parte, supone un
intento de autoafirmación. El título, en ese sentido, no puede ser más
significativo: «Ella». Así, el poema de reminiscencias cortazarianas, «Siempre
la Maga» o el precioso homenaje a las mujeres poetas. La poesía también llega
en su auxilio, con dos poemas que son dos hermosas poéticas sobre la defensa de
la belleza o sobre el carácter supurante de los versos. Y aunque el pugilato
entre la tristeza y la esperanza jalonan parte de la sección, es esta última la
que parece imponerse: «la cicuta de esperanza» cuando llega la primavera; o el
amanecer retenido en el cuenco de las manos que la vivifica: «lenguaje de mis
venas, no te has ido». El poema «Porque es ceniza y arde» constituye un balance
vital que transita desde la primera inocencia donde el mundo está por estrenar,
pasando por las frustraciones y los adioses para acabar regresando a la luz:
«El viaje cumplido en su raigal misterio». Y el consuelo final: «Muere solo lo
que ha vivido».
A Mari Carmen Díaz, que ya escribe la noche.
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