Se conmemora estos días el
centenario del nacimiento de Rafael Azuar (1921-2002), efeméride que rescatará
con justicia la singularísima obra del escritor ilicitano y que tuvo su punto
de partida el pasado sábado en el acto inaugural celebrado en Elda con la
adhesión de numerosas instituciones. A Azuar ya le dedicamos hace casi un dos años en estas mismas páginas una semblanza que trataba entonces de emparentar su
figura con las tierras tarraconenses, pues dos de sus novelas, Teresa Ferrer y Los zarzales, fueron escritas durante la estancia de Azuar en La
Vilella Alta, el municipio de la comarca del Priorat donde el escritor ejerció
como maestro. A La Vilella Alta, Azuar la llama en sus novelas Veneitxa, y
algunos de los detalles descriptivos permiten identificar el entorno geográfico
de la comarca. La relación de Azuar con Tarragona es aún más amplia. Su libro Poemas (1950), anterior a su oficio de
novelista, se editó en la ciudad imperial con el mítico sello tarraconense Torres
i Virgili, fundado por Josep Pau Virgili Sanromà, más conocido como “el iaio
Virgili”, que ostenta su estatua sedente de eterno observador en su banco de
piedra de la Rambla de Tarragona. Remito al lector curioso a aquella semblanza
porque hoy quiero hablar de otra de sus novelas, Modorra, galardonada en 1967 con el Premio Café Gijón de novela
corta y elogiada, entre otros, por Josep Pla.
El mismo título de la novela
es ya una declaración de intenciones. Azuar narra la vida de un pueblo
innominado (más tarde sabremos que se trata de Salinas, en Alicante) donde el
sopor y la inacción se instalan como dos personajes más en la débil urdimbre
argumental. Efectivamente, en el pueblo apenas ocurre nada, y las páginas son
una sucesión de tipos rurales y estampas paisajísticas fagocitadas por la
letanía de las chicharras y el sol abrasador. Precisamente es el paisajismo uno
de los valores de la novelística de Azuar, en cuyo ejercicio es el escritor
ilicitano un auténtico virtuoso. Resuenan los ecos de Azorín en las
descripciones impresionistas y de Miró en el preciosismo formal y semántico con
que repuja sus cuadros. El lector, que acaba mecido por la prosa envolvente y
sensorial de Azuar, sucumbe, él también, a la ausencia de la acción, a la
repetición monótona de los días, a la anestesiante sucesión de las horas, pero,
a diferencia de los personajes indolentes de la novela, que parecen abocados a
la nulidad, el lector agradece la narcosis porque halla en ella una deliciosa y
reparadora siesta literaria auspiciada por la muelle tibieza de las palabras
sin más objeto (o casi) que la palabra misma. Y digo casi, porque sería ingenuo
pensar que Azuar no quisiera con su novela denunciar la atonía de los pueblos,
a la manera en que Azorín lo hiciera en su día con los pueblos castellanos, la
vida sin horizontes donde lo más emocionante es una carrera ciclista que pasa
por sus lindes o la llegada del repartidor de la Coca-Cola, o la rudeza
primitiva y patriarcal, aunque algo menos intensa que en Teresa Ferrer y Los zarzales
donde los personajes masculinos parecían meras alegorías de una virilidad
exacerbada y enigmática, a la manera lorquiana.
Hoy día, donde se demanda que
la literatura entretenga a base de acción desaforada, lances argumentales y
trepidantes cambios de rasante, la obra de Azuar nos regresa a la palabra
esencial y a la atmósfera significativa sin necesidad de tramas de blockbuster. Una reivindicación de la
lentitud donde la modorra resulta un
bendito opiáceo contra la superficialidad, mediocridad y materialismo de
nuestro tiempo.
Me gusta su forma de escribir, hace que te sientas un lector privilegiado, lástima que no escribiera más libros
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