Este año Bea y yo hemos sido
propuestos como parte del jurado previo de uno de los premios más longevos del
panorama literario español. Nuestra función consiste en cribar los cientos de
textos participantes para dejar desbrozado el jardín al jurado final. Así que
ahora andamos en casa pertrechados de nuestras podaderas y hoces lectoras y
tenemos el piso lleno de hojarasca y maleza que servirá de forraje para el
ganado en el establo de los descartados. También, claro, algunas flores para el
invernadero de Apolo.
Lo bueno de un jurado
matrimonial es que, ante la duda, siempre existe la posibilidad de la consulta
cómplice. Y como Bea y yo tenemos prácticamente los mismos gustos literarios,
la deliberación se antoja sencilla. Estos días se ha instalado un silencio
extraño en casa. El silencio monacal del que dirime. Nada que ver con el
alboroto que imagino cuando recreo en mi cabeza la escena del cura y el barbero
en el famoso capítulo del escrutinio cervantino. A veces este silencio se
interrumpe por unos pasos que se acercan. Tras unos segundos, Bea queda
enmarcada tras la puerta, su legajo entre las manos, y la mirada dubitativa.
Otras veces, los pasos son los míos y yo el indeciso. Hemos decidido que vamos
a vulnerar la máxima judicial del in dubio
pro reo. Más bien, al contrario: in
dubio, reo. La belleza no admite reticencias. La belleza es o no es. La
fórmula nos está aliviando algo la ingente carga de trabajo. Y aunque, como
defendía Cansinos-Assens, «en la obra ajena, entra [el crítico] lleno de buena
voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido de encontrar belleza y
escondidas gracias. Y la menor que halle, aunque esté oculta en el cáliz de la
araucaria, la sacará a la luz y la festejará», para ganar un premio no basta el
puntual hallazgo feliz. La mayoría sería candidata entonces.
A mí, que me han dado
calabazas en todos los premios literarios a los que me he presentado, se me
impone una suerte de ternura ante los textos aspirantes, llenos de ilusión y,
en ocasiones, cuando el texto es infumable, de cándida ingenuidad. Trato de
leerlos enteros. A veces no es necesario. Noto en muchos de ellos una voluntad
nociva de deslumbrar. Es algo parecido al pecado que comete el escritor novel,
deseoso de visibilidad, y que cree que la exuberancia verbal per se bastará para que el jurado se
enamore de su prosa. También hemos debido descartar todos aquellos textos que
no cumplen con los requisitos formales de las bases del concurso. «Hay que leer
los enunciados», les insisto a mis alumnos cada vez que responden a un
ejercicio obviando lo que se les pide. Los problemas de comprensión lectora y
la desidia en la pulcritud formal se han instalado también en los premios
literarios. Así en la escuela como en la vida. Algunos pedagogos de nuevo cuño
aún no entienden el daño que están haciendo. No obstante, está el genio
despistado, anárquico e independiente que, pese a infringir todas las normas
del premio, ha escrito un texto brillante. Acabo su escrito por respeto al
talento, aunque ya estaba determinado al cadalso de los proscritos desde que
comprobé el interlineado. Luego me acuerdo de las faltas de ortografía
(deliberadas) de García Márquez y me dan ganas de colarlo tras editarlo
informáticamente. No lo hago, claro. No vaya a pensar alguien que este no es un
premio limpio. Sospecha, por otro lado, muy legítima habida cuenta de los
precedentes. Pero este no. Que aquí estoy yo de jurado. Y a mí me han dado ya
muchas calabazas en los premios literarios. Y la culpa, claro, era del jurado.
¡Jajajaja...! ¡No os arriendo la ganancia!
ResponderEliminar"Deliberadas" no, que el gran García Márquez era poco menos que un terrorista de la ortografía (no lo digo yo, lo confesaba él mismo, que entonó más de una vez el "mea culpa").
¡Feliz verano y ánimo con la empresa!