Afirmar que el nuevo libro de
Eduardo Boix es un espeluznante catálogo de la abyección humana resulta tan
cierto como simplificador. Efectivamente, por las páginas de La estirpe (Ediciones del Viento),
desfilan algunos de los personajes más abominables del crimen moderno, un atroz
inventario de la monstruosidad a cuya infame nómina se adscriben nombres y
apellidos que en el imaginario colectivo han perdido ya su motivación onomástica
para convertirse, con solo invocarlos, en alegorías del mal. Pero con ser
cierto todo eso, pronto descubrimos que el autor trasciende su objetivo inicial
para regalarnos una suerte de miscelánea literaria en consonancia con ese
desdibujamiento del género narrativo, tan en boga en la literatura actual,
donde el hibridismo es piedra angular. Así, el libro resulta un conglomerado
edificado desde el ensayo, la crónica periodística y la evocación lírica, sin
olvidarse de los recursos narrativos al servicio de una psuedotrama argumental
–la búsqueda de la esencia de la monstruosidad– en la que Boix, con el oficio
del novelista, va retrasando la revelación de su monstruo personal, a quien
conoceremos ya al final de la lectura. Las continuas digresiones, que a veces
parecen apartarse del tema central, adentran al lector en un laberinto
aparentemente caótico donde una idea alimenta a otra construyendo una prosa
orgánica que crece como un bosque silvestre hasta que hallamos de nuevo las
migas de pan que nos conducen al claro. El lector, sin embargo, acepta con
gusto el envite y se deja llevar por el flujo de las palabras sin importarle el
zarandeo con que Boix nos gobierna.
El primer capítulo está
dedicado a la madre como generadora de vida, alma nutricia y protectora. Boix
realiza un repaso antropológico por las manifestaciones culturales de la idea
de madre y así aparecen la Venus de Willendorf, la Amalurra vasca, las clásicas
Isis, Gea y Cibeles; la Mama Pacha andina o el ritual del tamezcal. Pareciera
que en este prefacio del libro, Boix hubiera querido conjurar la protección de
estas divinidades tutelares para contrarrestar la amenaza ominosa de los
monstruos que van a aparecer ya en el segundo capítulo. Algo así como aquellas
invocaciones de los poetas homéricos. Pero ni siquiera las madres pueden contra
los leviatanes del mal y pronto recorren el libro los primeros monstruos, los
representantes de la violencia vicaria, ese marbete que desgraciadamente hemos
tenido que aprender. Preciosa es la imagen de la abuela de Boix al descubrir la
Piedad de Miguel Ángel en el Vaticano: «una piedad enfrente de otra», madres
reconociéndose en el dolor de un hijo violentamente arrebatado por un sanedrín,
pero también por un José Bretón o un Romand. Otros monstruos completarán la
galería de los horrores y se imbricarán en la vida del autor: Ricardo Barreda,
a cuyos familiares Boix llega a conocer durante una convalecencia en el
hospital y que le permite una sugestiva reflexión sobre la carga de los
apellidos, esa «poética del arraigo» que marca para bien o para mal a sus
descendientes; o los criminales de
guerra nazis afincados en España, como Otto Skorzeny, con el que el autor cree
haber coincidido en Denia. Quizás ese coqueteo con el monstruo es que le
condujo al suyo propio, a quien no nombraremos aquí porque «las cosas que no
nombras no existen». Y así es también que la modernidad de unas Olimpiadas nada
pueden en Alcàsser o Puerto Hurraco, residuos de una España negra obstinada en
no desaparecer.
El libro está lleno de consideraciones
trufadas de referencias literarias y cinematográficas. Especialmente
interesante es aquella que coloca a la oralidad y el cuento tradicional como
depositarios del monstruo universal y también de su advertencia. En el
aberrante catálogo caben asimismo los monstruos incorpóreos. Primo Levi
–especula el autor– se suicidó quizás porque se sentía culpable por sobrevivir
a los campos de exterminio. La culpa y el suicidio, monstruos también, y como
descubrirá el lector, muy vinculados a las vicisitudes vitales del propio Boix.
Y una inquietante coda final: « Mi monstruo soy yo», remata el autor en la
última frase del libro. Pero, afortunadamente, la Literatura nos salva de
nosotros mismos. Y yo espero y deseo que también haya salvado a Eduardo Boix.
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