Siempre recordaré la primera
vez que escuché a Álvaro Tato hablar sobre su profesión. Había en el tono
entusiasta de su voz, en el brillo de sus ojos, en aquellas palabras casi
atropelladas que bullían con los borbotones de una pasión encendida, había,
hecho carne, todo lo que yo ya había visto antes en sus obras. Y entendí
enseguida que todo lo grande que un creador puede dar a la vida no nacerá sino
de esa autenticidad visceral, de ese amor incondicional, de esa entrega radical
por lo que uno hace. Allí no estaba disertando solamente el profesional, sino
alguien a quien le iba la vida en cada una de sus pulsiones artísticas. Pero
también estaba el talento, la formación, el exigente bagaje de lecturas, el
trabajo duro a prueba de cualquier sinsabor, la constancia del amante y la
humildad y respeto ante los grandes maestros que le asisten cada día en su
trabajo. Creo, sinceramente, que la recuperación de los clásicos y, en
particular de la literatura áurea, no había alcanzado tales cotas de excelencia
y honestidad intelectual y emocional desde la fundación de la Compañía Nacional
de Teatro Clásico, a la que veo ya algo institucionalizada. Y ese es justamente
el hecho diferencial que aporta Álvaro Tato, ya sea a través de Ron Lalá o mediante
sus propios proyectos personales: esa frescura ajuglarada de sus propuestas,
que escapan del anquilosamiento pero que, a la vez, no sucumben al vanguardismo
gratuito sino a la innovación perfectamente ensamblada en el espíritu clásico.
Malvivir es
el último montaje del dramaturgo, poeta y actor madrileño. La obra pretende
homenajear la literatura picaresca española, centrándose en los personajes
femeninos. Porque si existieron Lázaro de Tormes, don Pablos o Guzmán de
Alfarache, no le van a la zaga las pícaras. En este caso, la obra, interpretada
por ese dúo salvajemente teatral que forman Aitana Sánchez Gijón y Marta
Poveda, y dirigida por otro grande como es Yayo Cáceres, rescata sobre todo la
figura de Elena de Paz, protagonista de La
hija de Celestina, de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, aunque también
se adereza la pieza con algunos pocos fragmentos de La niña de los embustes, de Alonso de Castillo Solórzano, La pícara Justina, de Francisco López de
Úbeda, y tres letrillas de Quevedo.
La estructura de la obra es
inteligentísima y muy dinámica. Elena de Paz, ya ejecutada por la justicia y
arrojada en un barril al mar, cree estar en el útero materno a punto de nacer,
lo que no deja de constituir un hallazgo poético y filosófico tremendamente
sugestivo. Ese equívoco permite a la protagonista hacer una semblanza de las
vicisitudes de su difícil vida desde su nacimiento. Mediante habilísimas
transiciones, que se valen entre otros géneros, del teatro del guiñol, y del
intercambio de papeles entre las dos actrices, asistimos sin parpadear a los
lances argumentales en un prodigio de dominio de los espacios escénicos y con un
variadísimo repertorio interpretativo de enorme calidad.
Entre los muchos méritos de
la obra, quiero destacar el de introducir elementos románticos, si se me
permite el anacronismo terminológico. La literatura de la picaresca, tan asida
al realismo y pragmatismo más crudos, concede aquí treguas espirituales, casi
metafísicas, como la escena de la contemplación a la intemperie de las
estrellas, solo barruntada en el libro de Salas; el sentimiento amoroso y
contradictorio entre Elena y Montúfar; o la promesa del mar, que Elena
perseguirá toda su vida tras la bella descripción que su padre hace de él y
que, paradójicamente, alcanzará ella en su muerte.
Emocionante es, también la
enumeración de las pícaras ilustres de nuestra literatura, con Celestina a la cabeza,
que Elena lleva a cabo durante su encarcelamiento. Con ellas comparte prisión
en la escena, como comparte ahora su gloria literaria.