Aunque Sergi Bellver ha dejado escrito en alguna ocasión que
preferiría que la crítica literaria focalizase más la atención en su obra que
en su condición de nómada, mucho me temo que el romanticismo que inspira la
vida itinerante del escritor barcelonés todavía dará alimento para alguna
página más dedicada a esa faceta. Nada de malo hay en ello si no se pierde de
vista que, como él mismo declara, el nomadismo no es un fin en sí mismo sino un
medio para seguir escribiendo desde la soberana libertad que su misma
naturaleza trashumante lleva abanderada. A la postre, la literatura es también
una forma de nomadismo, aunque esa imbricación trascienda en el caso de Sergi
el hallazgo metafórico. Y, por otro lado, tras leer su estreno como novelista, me
resulta insoslayable solapar ambas dimensiones, la literaria y la viajera. Y no
solamente porque Del silencio
(Ediciones del Viento) constituya una topografía sentimental descrita con la
minuciosidad de la experiencia y la delicadeza de los afectos, sino porque su
personaje principal, János, el refugiado húngaro que busca asilo en París tras
la «liberación» rusa, comparte con Sergi una forma ética y estética de estar en
el mundo y también el desarraigo de quienes entendieron la mezquindad de las
banderas y lo absurdo de «todas esas fronteras decididas en algún despacho por
personajes que jamás pisan la tierra ni saben lo permeables que llegan ser las
cosas fuera de los mapas. Que no conocen la vida real, la que nos mancha y nos
mezcla, y a nuestros nombres y acentos con ella, igual que la misma lluvia
empapa los campos de todos los vecinos, ya vinieran sus ancestros de una esquina
de Europa u otra». Del silencio es un
cinerama de los acontecimientos más relevantes de la historia de Europa desde
la II Guerra Mundial hasta los años 60 del pasado siglo. Y uso expresamente el
sustantivo «cinerama» porque los lances históricos se van sucediendo unos tras
otros como un pase de diapositivas, casi impresionista, que van jalonando las
vicisitudes del protagonista y determinando su destino sin renunciar nunca a
aquel concepto unamuniano de la intrahistoria, que no permite que los grandes
hechos eclipsen en la narración la verdad de las vidas individuales y su
palmaria cotidianidad. En ese friso se esculpen también muchas de las
manifestaciones culturales de esas décadas, sobre todo cinematográficas,
literarias y musicales, de las que el autor lleva a cabo inteligentísimas
écfrasis, y que conforman refugio y patria para el apátrida político, algo así
como lo que suponía la arquitectura para Austerlitz, el personaje de Sebald,
con el que János, por cierto, comparte aquella tragedia de olvidar por momentos
su lengua materna, que es otra forma de destierro. Hay en la novela una suerte
de descreimiento del género humano y de su capacidad redentora, que alterna,
sin embargo, con una tímida filantropía retratada en un desfile de personajes
frágiles, vulnerables y bondadosos en los que el autor parece cifrar cierta
esperanza. Estructural y estilísticamente, me interesan más los remansos
reflexivos que los lances meramente argumentales, y el propio autor parece
tender a un paulatino sosiego que deja de lado la acción para explorar las
emociones y los pensamientos o para recrearse en estampas humanas, a veces
costumbristas, y urbanas, que dejan trallazos líricos, como aquella Praga
nocturna que parece un cubertería de plata en su cajón. También se notan las
tablas y el oficio del escritor en estrategias estructurales que dan unidad y
circularidad al libro, como el parentesco entre la diosa manca del museo del
Louvre y la pérdida del brazo que János sufrirá tras su retorno a Budapest,
casi una metáfora del dios silente e incapaz que ha abandonado a los hombres. Y
junto a ese silencio divino, el otro silencio «que no es silencio» porque su
elocuencia zarandea las conciencias y quiere hacer tabula rasa de todo el ruido para volver al momento auroral desde donde
construir un mundo nuevo.
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