Hace unas semanas acudimos a
un museo para visitar una interesante exposición sobre el mundo etrusco. Nos
acompañaba un guía al que apenas podíamos escuchar, pues en cada una de las
salas sonaba de fondo, como parte de la musealización, una especie de música
épica a un volumen inconcebible que impedía oír los detalles de la explicación
con los que el pobre cicerone se desgañitaba en vano. Luego, cuando el guía nos
dejó a solas para disfrutar con más calma de las piezas, la banda sonora
etrusca, que era algo así como una mezcla entre Piratas del Caribe y Gladiator,
continuaba su clamor de trompetas, tambores y platillos, ante cuyo éxtasis
sucumbimos, abandonando antes de tiempo el museo. Al director de la peformance musealística debió de
parecerle muy apropiada toda aquella barahúnda musical. En la redacción de su
proyecto seguramente diría cosas como «experiencia inmersiva», «hacer vivir al
visitante su propia película histórica» o «excitar la emoción del espectador
mediante la simbiosis de las piezas y la música». Con nosotros, en cambio, lo
único que consiguió fue echarnos del museo. Sometido a ese desprestigio del
silencio que nos asola, el director de marras no se paró a pensar que quizás
era precisamente el silencio el que podría obrar, con más capacidad inmersiva
que cualquiera otra parafernalia, el vínculo entre el visitante y las piezas
milenarias; que la belleza de los objetos y el vértigo del tiempo que nos
separa de ellos se comunican mejor con nosotros en el parentesco común del
silencio que son y del silencio que seremos.
Es la tiranía del espectáculo
a la que se está sometiendo toda actividad humana y también el arte. Hoy los
libros se promocionan mediante esa cosa infame que llaman booktrailers, como si de películas se tratasen; en los yacimientos
arqueológicos te reciben unos señores disfrazados para teatralizar la vida de
nuestros ancestros; y en los institutos se enseña la Literatura proponiendo a
los estudiantes que ideen Góngoras y Quevedos instagramers. Hasta la muerte es ya un espectáculo y el fiambre de
turno decide chamuscarse a su gusto en los crematorios mientras suena el My way de Sinatra. Los minutos de
silencio ya no se entienden si no van acompañados de alguna pieza instrumental
lacrimógena y efectista; y la guerra de Ucrania se televisa también con banda
sonora de película bélica en telediarios y magazines, creando en el espectador
una suerte de ficción cinematográfica mientras miles de civiles mueren
masacrados aquí al lado, apenas a cuatro horas de avión. Durante los días duros
de la pandemia, cuando los campos de fútbol estaban vacíos, los canales de
televisión introducían el sonido de público enlatado para que el aficionado
pudiera crearse la ilusión de los forofos, con sus ánimos, sus cánticos y sus
insultos al árbitro. Y hasta en las reivindicaciones más justas y perentorias,
la peña sale a la calle de batucada, que es una cosa que debe de imponer mucho
miedo a los políticos.
Como creo haberle leído
alguna vez a Varga Llosa, “en la civilización del espectáculo, el intelectual
sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.”. Y así andamos,
perdidos, y pertrechándonos de referentes bufonescos que desvirtúan la esencia
de la cultura. Porque, como cantaba Freddie Mercury, aunque sin la grandeza
trágica de su canción, el espectáculo debe continuar.
Lo de la banda sonora de algunas televisiones a la hora de informar de la invasión de Ucrania a mí también me llamó la atención.
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