Montse
Tixé dirige actualmente una nueva puesta en escena de True West, una de las obras que forman la “trilogía de la familia”
del escritor estadounidense Sam Shepard. La adaptación del texto corre a cargo
de Eduardo Mendoza y los actores Tristán Ulloa y Pablo Derqui dan vida a los
protagonistas de esta comedia negra, con un trabajo encomiable.
Shepard sigue la estela de los grandes
dramaturgos americanos como Tennessee Williams o Arthur Miller y recrea en sus
obras un universo árido en el que la ruralidad adquiere atmósferas asfixiantes
hasta la alienación. En este contexto, aparecen los hermanos protagonistas de
este drama quienes hace un lustro que no se veían. Austin –un escritor de vida acomodada,
casado y con hijos, que intenta acabar un guion para venderlo a la industria
del cine– recibe el encargo de cuidar la casa de su madre mientras ella pasa
unos días en Alaska. Allí llega también Lee, el hermano díscolo, pícaro y
dipsómano, con una existencia disoluta y desordenada, quien pasa ciertas
temporadas en el desierto, alejado de una sociedad en la que no encaja. Desde
el primer momento, el reencuentro familiar deja entrever la tensa relación que mantienen
ambos hermanos, incluso la envidia que parecen tenerse mutuamente pues ambos
anhelan la vida del otro. El conflicto se agrava con la aparición de Saúl, un
productor de Hollywood, quien les insta a colaborar en la redacción de un guion
de un wéstern que podría mejorar considerablemente su situación económica. Este
trabajo conjunto es el detonante que hace estallar los conflictos y reproches
que durante años han oxidado sus lazos fraternales. Lo que hubiera podido ser
una oportunidad para limar asperezas le sirve a Shepard para reflexionar sobre
las negativas consecuencias de las relaciones familiares. Austin y Lee son
personajes desnortados, con un conflicto identitario, hijos de un padre
alcohólico y de una madre que se evade de la realidad y se refugia en el
absurdo, tal y como se refleja al final de la representación cuando aparece en
escena y tanto su comportamiento como sus diálogos son un sinsentido. Austin y
Lee, tan diferentes en apariencia y tan iguales en cuanto a su desarraigo
familiar, experimentan una inversión de papeles. Así, Lee muestra su lado más
responsable y se afana en terminar el texto mientras que Austin se deja, se
rinde, se refugia en la bebida y en el sueño de una vida en el desierto,
espacio que mitifica. Todo ello en una atmósfera asfixiante en la que el calor,
los grillos, las chicharras y los aullidos de los coyotes parecen augurar un
desenlace trágico.
Quizás
sea un problema mío, si es que se puede llamar problema a tener criterios y
gustos propios. Pero soy incapaz de conectar con esa literatura norteamericana
de ambientes sórdidos, personajes burdos, violentos, borrachos y
existencialmente desarraigados. Eso que a veces se ha dado en llamar el
realismo sucio es para mí solamente una concatenación de diálogos aguardentosos,
soporíferos y repetitivos cuya supuesta aspiración al vacío metafísico se
limita a cuatro salidas de tono, cinco exabruptos, seis o siete pataleos
infantiles y poquísima verdad. Ni empatizo con los personajes, que se me
antojan una irritante caterva de inmaduros, ni logro catarsis alguna, ni hay
una pizca de emoción. Si lo que se pretende con todo eso es calcar ese vacío en
las almas de los espectadores, pueden ahorrarse el esfuerzo. Hay más desarraigo
en un parrafito de Sebald que en todas las puerilidades de los niños malcriados
de Sephard. Si ese es el verdadero Oeste, déjenme en el Este de mis queridas
antípodas literarias.
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